Daniel Carazo Sebastián - Muerte en coslada

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El cadáver de un hombre aparece, un lunes cualquiera, en los aseos de la Biblioteca Municipal de Coslada. A su alrededor no hay ningún signo de violencia ni nada que justifique la postura tan forzada y retorcida en la que se encuentra el cuerpo.
Nadie conoce al muerto, nadie lo echa de menos, nadie lo reclama; es como si hasta el momento la presencia de ese hombre hubiese pasado desapercibida para todos los vecinos de la ciudad.
El caso llega a la comisaría central de la Policía Nacional de Madrid, donde la recién ascendida a inspectora Leire Sáez de Olamendi recibe la tarea de investigar tan extraña muerte.
Las pesquisas de la inspectora, unidas a la consolidación del nuevo equipo de investigación, nos llevarán por diferentes escenarios, geográficos y personales, hasta el final del misterio.

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—¿Y ahora?

Leire duda. Ya es tarde para volver a la comisaría, por lo que decide terminar la jornada y dejar a Martina que descanse.

—Por hoy creo que hemos terminado. Nos vamos a casa. Eso sí, ¡tú tienes que leerte el libro este sin falta esta noche!

Martina vuelve a sonreír. Arranca nuevamente el coche y, sin preguntar nada, dice:

—Que hemos terminado de trabajar por hoy, perfecto, pero… ¿irnos a casa? De eso nada, Leire. Tenemos que conocernos un poco más, tengo que compensarte mi metedura de pata y conseguir que de verdad no me la tengas en cuenta, así que te llevo a tomar algo. ¡Yo invito!… Y no te preocupes —añade señalando el libro que todavía tiene la inspectora en sus manos—, que me lo leo y te digo algo mañana mismo.

Leire no se ve con ganas de contradecir a su compañera. Por un lado, le da cierto reparo alternar con ella, al fin y al cabo es su subordinada pero, por otro lado, es verdad que le va a venir muy bien salir un poco y conocer a gente de la capital. Desde que está en Madrid no ha tenido ocasión de compartir unas copas con nadie y echa de menos cierta vida social, así que no se opone y deja que Martina la lleve donde quiera.

Martina va conduciendo, Leire le pide que baje un poco el volumen de la radio y que no cante a voz en grito las canciones que se sabe —que son prácticamente todas—, para así poder hacer las llamadas correspondientes al resto de miembros de su equipo. Considera muy importante que se vean arropados, y algo controlados, en las tareas encomendadas. De esta manera también se pone al día de los avances que hayan ido consiguiendo, les da las últimas órdenes del día y aprovecha para convocar una reunión en la comisaría a primera hora de la mañana siguiente. Fruto de esas llamadas, recibe con alegría las palabras de Cid, quien le adelanta que ha estado siguiendo un rastro de Gabriel Coscullela gracias a los pagos efectuados con su tarjeta de crédito; también escucha, aunque con menos ilusión por lo escaso de la información, los pocos avances —por otra parte, lógicos— de Eli en Coslada; y, por último, se desespera un poco porque no consigue localizar al Abuelo en su teléfono móvil.

—Ese lo apaga en cuanto puede, ya te lo aviso —le dice Martina, quien, en vez de cantar, tararea las melodías de las canciones que emite la radio mientras sigue con atención las conversaciones de Leire con sus compañeros.

La inspectora termina sus gestiones telefónicas llamando nuevamente a Eli para pedirle que, antes de que se vaya a casa, solicite al juez de guardia una orden para entrar al domicilio que ellas acaban de abandonar y que lo organice todo para que con dicho permiso se desplace hasta allí un equipo de la científica; si es posible, el del inspector Vich. Por supuesto, no dice nada a la agente de lo del libro que sigue llevando en el regazo.

Guarda su teléfono móvil y mira por la ventanilla del coche, se sorprende al verse de nuevo en la Gran Vía, concretamente doblando por una de las bocacalles que desembocan en ella. Se fija más en el entorno y comprueba que están entrando al barrio de Chueca, famoso por ser epicentro del orgullo gay de la ciudad y fácilmente reconocible por la multitud de banderas y carteles arcoíris que adornan las fachadas de las casas y los escaparates de los comercios. Se gira con curiosidad hacia Martina. Esta, habiendo comprobado que su jefa ha terminado de trabajar, vuelve a subir el volumen de la radio y empieza a hacerle la competencia a David Bisbal y su «Ave María». Leire no le dice nada. Chueca es un barrio famoso no solo por su orientación sexual, sino también por su ambiente nocturno; además, hace tiempo que le apetecía conocerlo, pero no se había decidido a visitarlo sola por miedo a lo que pudieran pensar de ella. Martina percibe y parece divertirse con el estado de sorpresa de su jefa; aun así, decide comprobar la idoneidad de su decisión de ir allí.

—Espero que no te importe que vengamos por aquí, ¿no?

—Para nada. De hecho, quería venir hace tiempo, pero no había tenido la oportunidad.

Mientras accede con el BMW a un aparcamiento subterráneo, la subinspectora, animada, sigue hablando.

—¡Perfecto! Pues yo te lo enseño. Vivo aquí al lado. ¡Es un barrio chulísimo!, y tienes de todo: marcha, calma, cultura, progreso… ¡Yo estoy encantada!

Aparca el coche en una plaza de minusválidos de la primera planta del aparcamiento, lo que provoca que el vigilante del lugar se acerque visiblemente enojado a reprenderla; pero Martina, como si la cosa no fuera con ella, le hace un gesto a Leire pidiéndole calma y se baja sonriente del coche. En cuanto la reconoce, el vigilante cambia radicalmente de actitud y la saluda efusivamente:

—¡Policía! —dice con un marcado acento rumano—. No te conocía el coche. ¿Te han ascendido?

Martina responde jovial:

—¡Ojalá, Velkan, ya me gustaría a mí! Pero anda con cuidado con lo que dices, que hoy vengo con mi nueva jefa.

El tal Velkan observa curioso a Leire, que también se baja del coche —ella, no sabe bien por qué, intenta parecer agradable con el empleado del aparcamiento—, la estudia un instante, y acto seguido se da la vuelta y vuelve a su garita de control mientras va diciendo:

—Okey… Okey… Yo te vigilo el coche, como siempre. No te preocupes. ¡Y aviso a los camellos para que no pasen mierda esta noche!… Ja, ja, ja.

La subinspectora, ante la mirada de sorpresa de Leire, se ve obligada a explicarse:

—Un tipo muy majo, Leire, no malinterpretes sus palabras. Lo conozco desde hace tiempo. De hecho, lo detuve varias veces antes de, yo misma, conseguirle este trabajo, para que se alejara de sus problemas. Me está agradecido y por eso me deja aparcar en la plaza de minusválidos siempre que traigo un coche oficial. A veces, incluso me hace de confidente: cuando se entera de algo más serio de lo normal me lo larga enseguida, y yo se lo digo a los compañeros que patrullan la zona.

Leire la escucha y entiende, lo que le hace sentir cierta envidia. Ha escuchado muchas historias como esa, en las que otros policías mantienen cierta relación con pequeños delincuentes a los que acaban ayudando. Le encantaría tener la suya propia, pero sabe que para eso antes tiene que asentarse en la ciudad y darse a conocer.

Martina dirige la ruta, ya andando, hasta la calle de La Libertad, donde se paran delante de un pequeño bar llamado 80’s Music. El acceso no invita precisamente a entrar: es angosto y no tiene escaparate, lo que impide ver su interior. Ante la lógica reticencia de Leire a lo desconocido, Martina abre la puerta y le hace una seña para que acceda al local delante de ella. La inspectora no puede hacer más que obedecer a su subalterna y pasar al garito. Dentro encuentra un ambiente que la tranquiliza un poco respecto a la impresión que le había dado la imagen exterior del bar: es un local relativamente bien iluminado y decorado en su totalidad con imágenes de conjuntos musicales que reconoce como integrantes de bandas españolas de su época joven. En el interior hay pocos clientes, solo tres o cuatro parejas charlando en las mesas, ni se fijan en ellas. Lo único que molesta un poco a la inspectora es la música, quizá demasiado alta, en la que Leire reconoce —y no le extraña, después de pasar todo el día con Martina— a Jaime Urrutia cantando su «Camino a Soria».

—Bienvenida al Eighties —dice Martina a voz en grito.

La dirige hasta la barra, donde se sientan en sendos taburetes y, cuando se acerca el camarero, lo saluda y lo presenta efusivamente.

—Y este es Berto, ¡el mejor barman de Madrid! ¿Qué tal, guapo?

—¡Muy bien, bonita! —responde el aludido mientras les coloca delante dos posavasos con el logo del local—. ¿Con quién vienes hoy?

—Con mi jefa, así que tráenos lo mejor que tengas para cenar, que le debo una.

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