Esta domesticación del fantasma, del Cristo como disiunctio, había sido condenada en 1 Juan 4:2-3. En este pasaje, citado reiteradas veces por los Padres apologéticos para refutar las diversas herejías, los docetistas son identificados directamente con el anticristo (antichristos).
En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne [en sarki], es de Dios [ek tou Theou]; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios [ek tou Theou ouk; y éste es el espíritu del anticristo [to tou antichristou], del cual vosotros habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo. (1 Juan 4:2-3).
Todo se juega en la segunda persona de la Trinidad, en Cristo. La figura crística representa el vaivén de la teología y de la metafísica, la puerta de salida y de entrada al Ser. Ante la posibilidad, ciertamente amenazante, de la dehiscencia y la consecuente apertura del abismo extra-ontológico en el que subsisten las imágenes infundadas, la teología ha reaccionado suturando la herida, sellando la fractura desde su mismo centro. Por eso Cristo, para la teología, es el dispositivo que permite mantener unidas, acopladas o zurcidas, las dos naturalezas, humana y divina, sin confusión ni mezcla, pero sobre todo sin separación. No es casual que Raniero Cantalamessa asegure que “distinción sin división [distinzione senza divisione]” es la “fórmula preferida” de Tertuliano (cfr. 1962: 16). Si el Cristo de la teología dogmática es el Dios hecho hombre y, a la vez y por lo mismo, el hombre hecho Dios, el Cristo de Marción y de los docetistas es en nuestra lectura, por su condición fantasmática, el anticristo. In extremis, al Christos ontológico de la teología se le opone el Antichristos extra-ontológico que Marción y los docetae anunciaron ad absurdum. El término Antichristos designa la dehiscencia o la separación entre lo divino y lo humano.87 Ya en un autor temprano como Tertuliano, esta amenaza de separación, implícita en la idea de un Cristo-fantasma, ha exigido ser conjurada con suma urgencia. Marción, en este sentido, en los límites de su doctrina, ha representado la puerta, nunca abierta por sí misma, hacia la dimensión irreductible de las imágenes; Tertuliano, por su parte, la conciencia cabal e inflexible de que más allá de la puerta sólo restaba la eversio absoluta, el derrumbe del opus Dei. Si Marción ha sido la puerta al fantasma, Tertuliano, cifrando un gesto que se volverá paradigmático a lo largo de toda la tradición teológica, ha sido su cerradura y su candado.
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