Kosmas, ante la desaparición de su amada, se retiró sollozando al desierto y, encaramado en lo alto de una columna, mantuvo eruditas disertaciones con san Simeón el Estilita, que estaba a dos pasos de allí, en el capitel de otra columna, y el cual, entre otras cosas, le comunicó el origen de los panotios, hombres que existían en Escitia, siendo sus orejas tan grandes que les cubren todo el cuerpo. Su nombre viene del griego pán, que significa «todo», y óta, que significa «orejas». También le comunicó el santo la existencia de los sciopodos, que se dice que estaban en Etiopía, la futura tierra del Preste Juan, y eran admirables por sus piernas y la celeridad de sus carreras; los griegos les daban el nombre de skiópodos, porque en verano, acostados sobre la tierra en posición supina, se dan sombra con la planta de los pies, cuya excesiva longitud causa asombro.
Kosmas estaba encantado con la vecindad de san Simeón, con quien intercambiaba cestillos de dátiles y cuencos de agua de lluvia. Considerando que había hecho ya suficiente penitencia, Kosmas, sin embargo, abandonó su columna, no sin antes haber maravillado a san Simeón con un discurso brillantísimo, el «Materia facta est de nihilo». Durante los dos años que estuvo en su columna, Kosmas escribió la vida de los mártires san Luciano y san Marciano, obra de la que únicamente nos queda el siguiente fragmento, traducido al castellano por fray Roque de San Pedro Mártir. Dice así:
«Yo quiero, hermanos míos, para vuestra edificación, contaros la historia del martirio de san Luciano y de san Marciano. Eran estos paganos, y tan adictos al demonio, que no tenían mayor pasión, ni más gusto, que seducir almas, para atraerlas a su sacrílego culto. Servíanse para esto de aquella ciencia tenebrosa que los demonios han enseñado a los hombres; porque eran mágicos de profesión, y por la fuerza de sus encantos y la virtud de sus filtros, de sus anillos constelados y de sus figuras talismánicas, hacían conseguir a los unos el fin de sus amores, y facilitaban a otros los medios de satisfacer sus odios. Y así, cualquiera que quería o hacerse temer o hacerse amar no tenía más que acudir a ellos. Pero Dios, que se complace en que veamos brillar su gracia entre la oscuridad de los mayores delitos, y que gusta de dar a conocer su nombre a los que parecen estar los más distantes, y que son, en efecto, los más indignos de este divino favor: Dios, digo, obró en un instante la conversión de estos dos famosos encantadores del modo que voy a referir».
Desgraciadamente, nos hemos quedado sin saber cómo seguía la emotiva narración. Lo que sí sabemos es que Kosmas volvió a España y, desembarcando en Cartagena, tuvo una entrevista con el famoso estratega Belisario, que a la sazón se hallaba allí comisionado por el emperador. Kosmas contó la historia de sus amores con Egeria mientras almorzaban en la terraza del palacio y los pájaros de la primavera cantaban dulcemente en el cielo. Belisario, después de acariciarse su rizada barba y eruptar por tres veces seguidas, dijo en latín:
—Prandeamus tamquam ad inferos cenaturi.
Tras lo cual dictó a un secretario un salvoconducto para que los visigodos del reino dejasen indagar a Kosmas el paradero de su amada.
Viajó Kosmas inútilmente por toda la península, llegando hasta Galicia, recién conquistada. Nada supo de Egeria. Al fin, derrotado y cansado, se trasladó a Sevilla, visitando a san Isidoro, que estaba trabajando en sus Etimologías. Kosmas le proporcionó mucha información, especialmente siríaca, y san Isidoro le nombró su secretario.
A las órdenes del santo, Kosmas montó y organizó archivos y redactó papeletas y fichas sin cuento, escribiendo en una primorosa caligrafía que tenía la virtud de resultar invisible a los eruditos plagiarios. Utilizando dicha caligrafía estableció unas bases, de gran sentido político y teológico, para uso de los concilios de Toledo, lo que le valió una gran disputa con un demonio llamado Arnulfo, que se le aparecía todas las tardes a la hora de la siesta. Arnulfo decíase autor de un tratado titulado De las pelucas, pero fue derrotado por Kosmas en un discurso sobre las virtudes teologales. Arnulfo desapareció rabiando, dejando un rastro de ceniza y humo.
El caballero bizantino vivió muchísimos años y —cosa extraordinaria— no envejeció jamás. Un día se sintió enfermo de muerte y rezó al Señor. Cuando se acostaba en el lecho, llegó un correo de Zaragoza con un libro. Kosmas ordenó que lo abrieran. Bordando en un bastidor, apareció Egeria sonriéndole con lágrimas en los ojos mientras una cigüeña a sus pies decía: Kyrie Eleison.
Kosmas besó el libro y luego, quedamente y en silencio, expiró.
LA JOVEN Y BELLA CONDESA iba muy a la última moda y surgía ante los deslumbrados ojos masculinos vistiendo estrechos pantalones acampanados y entallado chaquetón de pana color ciclamen. Su marido, el conde de Clathz, entomólogo de profesión, era un tipo siniestro a lo Erich von Stroheim, siempre con el cráneo rapado y usando monóculo, polainas y jerseyes de cuello alto doblado. Llevaba perpetuamente enfundadas sus manos en guantes de reluciente cuero negro.
Por el contrario, la belleza de la condesa se apoyaba en el puro idealismo que le conferían su larga cabellera rubia, su tez pálida y sus ojos azules. Era una preciosidad. Leía a Novalis, hablaba con voz suave e interpretaba al piano por las noches, junto a la encendida chimenea del gran salón del castillo, la música evanescente de Claude Debussy. Su marido, entonces, hundido en una mullida butaca, entornaba los párpados y hacía rechinar sus enguantadas y escalofriantes manos.
La cosa se puso fea cuando la policía intervino por la muerte misteriosa de Matías, el mayordomo. El forense dictaminó que Matías había muerto de miedo, y los agentes practicaron un registro minucioso por todas las dependencias del castillo. En el sótano se hallaron seis monstruosas arañas, de la especie de la Mygala, grandes como mastines, silbando amenazadoramente. Cuando los horribles bichos vieron llegar a la condesa conducida por los agentes, se calmaron y fueron a acurrucarse voluptuosamente a sus pies. Tres de los policías se desmayaron ante tal abominable espectáculo.
El conde y la condesa de Clathz fueron declarados locos de atar, y se les puso en seguida la camisa de fuerza. Los monstruos fueron destruidos con lanzallamas del ejército. En el gabinete de la condesa se encontraron libros de magia y abundante correspondencia infernal. Una de las cartas estaba redactada en los siguientes sibilinos términos:
«A la condesa de Clathz.
Abominación de la detestación, terremoto, diluvio, tempestad, viento, cometa, planeta, océano, flujo, genio, silfo, sátiro, adríada y amadríada.
El mandante del gran genio del mal, aliado de Belcebú, compañero de armas de Astarot, triunfador y seductor de Eva, autor del pecado original y ministro del zodíaco, tiene derecho de poseer, atormentar, punzar, perfeccionar, excitar a la naturaleza impotente, quemar, envenenar, dar de puñaladas y acosar con las arañas a la humanidad entera por haber ultrajado la naturaleza y haber desoído y maldecido a la muy honorable sociedad mágica; cuyas armas, en fe de todo esto, hemos mandado fijar.
Hecho en el sol, frente a la luna, el gran ministro plenipotenciario, el 5.818 día y a la 1.819 hora de la noche, gran cruz y tribuno de la sociedad mágica. El presente poder tendrá efecto incluso sobre Cocó» (era la ardilla del conde Clathz, muy odiada por la condesa y sus arañas).
Thesaurochrysonicochrioydes.
Por su excelencia, el secretario
Pinchichi-Pinchi.
También se encontraron, entre los papeles de la condesa (que según se vio después combinaba la brujería con la ciencia entomológica de su marido), detalladas acotaciones sobre las propiedades mágicas de distintas arañas: la «tegenaria», la Epeira diadema, la Lycosa de Narbona, la Salticus e incluso la «tarántula», y la «viuda negra», tan temidas por su picadura. Había asimismo antiguos y polvorientos tratados sobre tales artrópodos, los cuales no siempre fueron funestos, como lo atestigua la noticia de que Pablo V gratificó a una hermandad con las llamadas «indulgencias de las arañas».
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