Varios autores - Las calles

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Santiago es una ciudad irritada, dividida, llena de microconflictos, en la que la relación con los otros tiende a entenderse como un espacio de despliegue de fuerza, y la idea de la vida en conjunto y de lo común es muy vaga

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La lucha por el espacio y su territorialización por supuesto no se da solamente entre sectores. Ella se da incluso al interior de las propias zonas y particularmente en aquellas donde la ausencia de una definición y resguardo institucional firme termina por dejar abierta la disputa entre los diferentes actores. Como opina una feriante que habita en una de las poblaciones con mayores índices de pobreza y peligrosidad de la ciudad, las calles se perdieron en la disputa frente a la droga, de manera que ya no pueden ser usadas para la sociabilidad porque «si estái mucho en la calle afuera, te puede llegar una bala loca, poh»; o como lo muestran algunas observaciones realizadas en algunas plazas y calles de las zonas de menores recursos, existe una disputa permanente respecto del tipo de uso que se les puede dar a las mismas (entre los niños, los grupos de jóvenes o los consumidores de alcohol o drogas) y de la distribución horaria de la ocupación de los espacios. Pero esta disputa se enmarca siempre en la imagen mayor de una representación que subraya la división citadina entre los sectores ricos y pobres.

De esta manera, la experiencia de espacios comunes a toda la población urbana del Gran Santiago, y del carácter común de la calle, esto es, de espacios que se encuentren sustraídos al régimen de la propiedad individual o corporativa, es particularmente escasa. Las calles de Santiago y su tendencia a ser concebidas como sujetas a regímenes de propiedad hacen que sólo muy raramente ellas aparezcan, en el imaginario de las personas, como un bien común y de acceso y uso igualitario para todos y todas las habitantes de la ciudad.

La difícil tarea de ser un anónimo

En el contexto de una ciudad fragmentada, una vida urbana fuertemente impactada por su división real e imaginaria, una sociedad en vías de reconstituir los principios que organizan la convivencia social y con individuos crecientemente conscientes de su capacidad de acción, el Otro y la experiencia de sí mismo como Otro se constituyen en dimensiones problemáticas de las experiencias de las personas.

En primer lugar, porque la fragmentación y la división hacen que la experiencia de encontrar Otros distantes, en términos de clase, en el uso y disfrute de las mismas calles sea poco frecuente, excepto por razones laborales y en contextos bien delimitados. El Otro, no en cuanto otredad individual y singular, sino en cuanto otro que es tal por cuenta de los signos del grupo social al que pertenece, es, a un cierto nivel, una experiencia inhabitual en la cotidianidad de una porción importante de la población.

En segundo lugar, porque dada la emergencia de nuevas expectativas de horizontalidad y la desestabilización de las formas tradicionales de ordenar las sociabilidades, los códigos que ordenan las interacciones, los frames como los denomina Goffman (2007), se vuelven inciertos e inestables. En consecuencia, la calle se ha constituido en una esfera en la que cada encuentro está abierto a una potencial disputa respecto de las formas apropiadas que deben ser respetadas en el encuentro con el otro (el asiento en el Metro, la prioridad de paso en una vereda, etc.).

En tercer lugar, porque dadas las dos primeras condiciones existe un reforzamiento de la desconfianza y del temor al otro (Lechner, 2006: 509). Lo anterior es potenciado por una percepción de los individuos como dotados con mayor capacidad de acción, como híper actores, con una tendencia a resolver los conflictos o situaciones que atraviesan apelando a sus propias fuerzas o poder sin recurrir necesariamente a mediadores con autoridad institucional o social (el policía, el conductor del bus, etcétera). En este contexto, la figura del anónimo, una figura preciada de ser una novedad a celebrar con la llegada de la modernidad (Berman, 2004) y las grandes ciudades, y una pieza constituyente de la calle en contextos normativos igualitarios, resulta en Santiago hoy día particularmente difícil de encarnar.

El anonimato es considerado un atributo fundamental en la experiencia de la calle (Joseph, 2002; Goffman, 1979). La experiencia de la calle, como sostiene Delgado, implica, en sus formas deseables, que los individuos se encuentren fuera del alcance de las clasificaciones identitarias y que los universos simbólicos particulares sean puestos entre paréntesis. Así, lo que debería reinar en ella es lo que Goffman ha llamado una desatención cortés, garantía del espíritu igualitario, es decir que la privacidad y reserva de cada cual sea respetada de manera tal que todos y cada uno reciba la misma consideración, excluyendo la posibilidad de ser hecho sentir como sospechoso o como motivo de alarma (Delgado, 2007: 188-191). Igualdad, desatención cortés y anonimato se encuentran íntimamente entrelazados.

Pero las calles santiaguinas parecen exigir exactamente todo lo contrario. En ellas se exige un trabajo constante de mostración de signos de identificación social (que permitan tranquilizar a los otros porque se es uno de «nosotros») o, en su defecto, de una presentación de sí con un agudo trabajo de disimulación de los mismos (que permitan pasar desapercibido o al menos aparecer como inocuo al estar dispuesto a respetar las reglas del territorio). Ellas están pobladas por la presencia de ojos vigilantes, atentos a descifrar la información contenida en los signos externos de los viandantes. La calle exige roles, marcos y funciones que justifiquen la presencia en ellas, ya que la ausencia de estas señales es tomada como signo de amenaza o al menos de alerta. En este contexto, el anónimo es principalmente fuente de inquietud y objeto de desconfianza. Como dice uno de nuestros observadores-informantes, en la calle «tenís que tener un rol muy definido» porque «los lugares son muy guetos». Dicho en los términos propuestos por DaMatta, en su famoso análisis «¿Sabe con quién está hablando?», sobre las interacciones en las calles brasileras: donde debería reinar el anonimato que revele la igualdad y el individualismo, reina la exigencia de mostrar «una posición bien definida y conocida (que expresa la jerarquía y la personalización)». En vez del individuo (abstracto, regido por la universalidad de la ley, fundamento de la igualdad), la persona (fundada en sus vínculos sustantivos y relacionales, fundamento del trato diferencial) (DaMatta, 2002: 225).

La vigilancia implica, al mismo tiempo, un trabajo constante de estereotipia y estigmatización que busca identificar lo que se considera peligroso y amenazante decodificando los signos exteriores que portan los individuos, y que en cuanto indeseable diferencia sirve de fundamento para desacreditarlo (Goffman, 2012).

En consecuencia, en función de la lógica de división, el régimen de propiedad que se instaura y sus efectos erosivos para la concepción de lo común que hemos descrito en el apartado anterior, transitar por los espacios, especialmente ajenos, sobre todo para aquellos menos favorecidos socioeconómicamente, quienes normalmente están obligados a hacerlo, implica una experiencia en la que el anonimato resulta particularmente difícil de sostener. Como lo evidencian nuestras observaciones, las marcas de pertenencia social, al contrario de lo supuesto por el derecho al anonimato, en vez de ser irrelevantes resultan centrales e incluso exhibidas ostentosamente. Aparecen ya sea como garantía de una extranjeridad domesticada (los uniformes de secretarias, técnicos o empleadas domésticas que circulan por las calles de la zona oriente; o los hábitos religiosos que permiten circular por zonas consideradas de alto riesgo en la zona sur); ya sea como símbolo de pertenencia al territorio; o sometidas a estrategias de disimulación (el uso del buzo que es evitado cuando se cruza la ciudad hacia zonas de mayores recursos, pero que se vuelve a vestir rápidamente una vez de vuelta al barrio).

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