Varios autores - Las calles

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Santiago es una ciudad irritada, dividida, llena de microconflictos, en la que la relación con los otros tiende a entenderse como un espacio de despliegue de fuerza, y la idea de la vida en conjunto y de lo común es muy vaga

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Por otro lado, nos encontramos con nuevos individuos y nuevas estrategias para enfrentar lo social. Ya sea por los profundos procesos de privatización de la salud, educación y pensiones, por la pérdida de protecciones laborales o por los efectos de fragilización de las posiciones sociales y su creciente inconsistencia, entre otros factores, en las últimas décadas la vida social ha exigido de las personas el desarrollo de la iniciativa personal y del despliegue de un conjunto de estrategias múltiples y, en términos generales, individuales. Como resultado, una nueva y fortalecida imagen de sí y una aumentada confianza en las habilidades propias y el esfuerzo aparecen en las personas, lo que, al mismo tiempo, se acompaña de una mayor desconfianza y distancia de las instituciones (Araujo y Martuccelli, 2014).

Es, pues, este conjunto de procesos lo que entrama la calle de Santiago. Un conjunto formado por una ciudad que no cesa de dispersarse, fragmentarse y estar afectada por procesos de segregación residencial, de individuos con una aumentada confianza en sí y mayor desconfianza de los otros, de la emergencia de nuevas exigencias relacionales y de una sociedad donde los principios de ordenamiento de la convivencia se encuentran en recomposición.

¿Cómo se encarna esta encrucijada y qué significa para pensar la calle en Santiago?

Sobre la calle en Santiago

1. Ciudad dividida y prácticas (auto) segregacionistas

Las percepciones sobre la ciudad de Santiago son múltiples, por supuesto. Es alabada, aunque no con demasiada frecuencia y principalmente sin sorpresa, por aquellos que pertenecen a los sectores acomodados. Se la alaba por el paisaje natural que le da su enclave geográfico (la cordillera, prioritariamente); por los servicios que ofrece; por la evaluación comparativa respecto de otras ciudades latinoamericanas; o, simplemente, porque es la ciudad propia y allí están los lugares y las personas que se aman. Como dice una joven mujer de sectores medios que ha vivido algunos años en el extranjero: «…me gusta, me gusta. Como te digo, cuando viví fuera de Chile descubrí que soy una persona mucho más arraigada de lo que me creía, entonces, acá tengo mis afectos y mis amores».

Pero por sobre cualquier cosa, mayoritariamente, a Santiago se la critica y con pasión. Se la critica por una modernidad que se inscribe en la ciudad teniendo como intermediación los abusos de las inmobiliarias, por la falta de cuidado de varias de sus zonas abandonadas a la suciedad o a la delincuencia, o, de manera destacada, por las dificultades inmensas que trae desplazarse en una ciudad que se expande constantemente, como lo refleja la respuesta que da un entrevistado (un investigador en ciencias biológicas) cuando se le pregunta qué le aconsejaría a alguien que viniera a vivir a la ciudad: «…que se vaya de vuelta… si tiene que venirse para acá que trate de buscar un barrio donde tenga colegio, su trabajo y todo junto y se aísle, como una ciudad satélite, siempre le diría: ándate para afuera, tengo miles de lugares que te puedo recomendar». Él, como la gran mayoría de nuestros entrevistados, desearía fervientemente abandonar la ciudad. Y es que la vida es considerada «dura» en Santiago en los sectores medios, en particular por causa de los desplazamientos que le hacen decir a Cristián, un hombre en la cincuentena, que «Santiago es como una tortura». En los sectores populares, a lo anterior se le suma un aspecto especialmente importante, la delincuencia, la que sería para Marcela, una técnico dental que reside en La Granja, como para la gran mayoría de nuestros entrevistados y entrevistadas de estos sectores, el aspecto más difícil con el que «lidiar» en la zona en la que vive.

Sea cual sea el juicio que se tenga acerca de la ciudad, no obstante, parece haber un acuerdo entre los individuos. Más allá de la tendencia a la incrustación de zonas ricas en zonas pobres, mezcla residencial en curso como discutimos antes, de la existencia de algunas zonas, aunque no significativas, más mixtas y de los cruces diarios evidentes entre sectores distintos de la población, lo que se encuentra es la sólida representación imaginaria de una ciudad dividida en dos: la ciudad de los ricos y la de los pobres. Una representación de Santiago como dicotómica y polarizada. Como lo nota una de nuestras observadoras-informantes, quien recorre la ciudad vendiendo seguros de salud, existe una división irremontable entre el desorden, la suciedad acumulada, los paraderos mal ubicados y la ausencia de vegetación que encuentra en su tránsito por el sur de la ciudad, y las sonrisas, la placidez, el verde y los espacios cómodos que ofrece la zona oriente. Dos ciudades que, separadas por un abismo, no se tocan.

Por supuesto esta representación no es nueva y se relaciona directamente con la estructura verticalista y rígidamente jerárquica que ha caracterizado a las sociedades latinoamericanas, entre ellas la chilena, desde al menos su experiencia colonial. Pueden ubicarse representaciones similares en la dualidad de la ciudad en vías de modernizarse del siglo XIX (Romero, 1984), o en aquella polarizada en términos de lucha de clases entre finales de los años sesenta y los setenta (Cáceres, 2016). Pero la fragmentación actual de Santiago y su creciente conversión en una ciudad de mundos paralelos (Jirón y Mansilla, 2014), en combinación con claves de lectura y enjuiciamiento más sensibles a los abusos, la discriminación y el maltrato en los individuos hoy agudiza esta representación y le da un nuevo cariz. Por eso, las promesas igualitarias y democratizantes y sus efectos en las expectativas de las personas pueden explicar el aguzamiento perceptivo y el acento crítico que adquiere hoy la referencia a esta dualidad y sus consecuencias. La división de la ciudad pone en relieve una división social entre pobres y ricos, exacerbada por las distancias producidas por el desarrollo neoliberal de las últimas décadas. Una división que es percibida como inapelable y estructurante. La división espacial, entonces, expresa la división social y ésta, en última instancia, una profunda división moral (Araujo, 2009a).

Está el Santiago de los edificios ultramodernos, sus calles cuidadas y sus estaciones de Metro, pero también está el Santiago en que las estaciones de Metro constituyen las únicas, solitarias y para algunos ofensivas expresiones de modernidad en los barrios más pobres. Está el Santiago, ese de los extremos, donde no llega el transporte público por causa del carácter suburbano y exclusivo de las zonas residenciales, siendo suplido por la tenencia de varios automóviles por hogar, y aquél en el que no llega el transporte público por causa de la peligrosidad de la zona, lo que es suplido, esta vez, por múltiples estrategias de solidaridad colectiva o sacrificadas estrategias personales de movilidad combinada (Jouffe y Lazo, 2010).

No importando del lado en que uno se ubique, siempre hay un Otro Santiago:

Aquél de los ricos, cuyas calles no se transitan, a menos que sea indispensable por razones laborales, para evitar la situación incómoda de ser percibido como un intruso indeseado, un objeto de desprecio, como lo expresa dramáticamente el testimonio de uno de los observadores informantes participantes en este estudio, un librero ambulante que debe circular por diferentes zonas de la ciudad. Él define la experiencia de circular por zonas «ajenas» como aquella de estar expuesto al desprecio. Aunque entiende que el término es muy fuerte, no cree que podría utilizar otro más fiel a su experiencia. Transitar por aquellas zonas lo convierte, de manera inmediata afirma, en un «sospechoso».

Aquél de los pobres, el que no se pisa ya sea por temor, dada la imagen de amenaza con la que se lo asocia, o por haberlo constituido como un lugar simplemente inexistente en la geografía de muchas personas que residen en las zonas más ricas al Oriente y Centro-Oriente de la ciudad, como Andrea, una mujer de mediana edad que vive en una zona alta del oriente de la ciudad, cuyo trabajo queda cerca y sus actividades ordinarias y sociales las realiza en un perímetro algo mayor pero que no incluye el centro y nunca, sobre todo, la zona sur o norte de la capital.

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