Manuel Délano - Los años que dejamos atrás

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Con excelente formato periodístico, los autores relatan en seis capítulos los episodios clave que marcaron la transición pactada entre la dictadura y los dirigentes de lo que llegó a ser la Concertación. Cada uno se detiene en los hitos fundamentales de ese intenso tiempo 1988-1990. Quien lo lea podrá observar y escudriñar a fondo en los entretelones de cientos de conversaciones, ocultas unas, abiertas otras, entre los «señores políticos» de entonces —como los llamaba Pinochet—, de diferentes lados del abanico. Y percibirá cómo el proceso que había tenido origen en la movilización social impulsada desde principios de los ochenta por trabajadores, estudiantes, mujeres, profesionales, artistas y pobladores a través de las regiones del país, se fue transformando después en episodios de negociaciones y transacciones que culminaron con la llegada de Patricio Aylwin a La Moneda, en marzo de 1990. Mientras, el dictador lograba su objetivo de no cambiar demasiado la Constitución de 1980, y se mantenía como jefe del Ejército, con el poder de las armas.
Al leer estas páginas no he podido dejar de relacionar lo de entonces con lo de ahora. En las fuertes desigualdades generadas por el modelo que fueron acrecentándose en las últimas décadas y que finalmente «estallaron» en octubre de 2019; en las privatizaciones que nunca se revisaron, como lo había anunciado Aylwin cuando era el candidato; en el sistema de AFP y sus promesas incumplidas; en la educación pública desmantelada; en los serios problemas de la salud que han quedado en evidencia con la pandemia; en los agudos conflictos ambientales, en los campamentos que crecen. En tanto abuso que se ha manifestado…
María Olivia Mönckeberg Pardo
Premio Nacional de Periodismo 2009.

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Confiesa Correa que en 1989 aspiraba a ser el “subsecretario de Boeninger”, en el gobierno democrático que partiría en marzo de 1990. No dudaba que Aylwin nombraría a Boeninger en un cargo ministerial en La Moneda. Pero no se esperaba uno para él.

Y menos el que le ofrecieron.

Al día siguiente del triunfo opositor en las elecciones del 14 de diciembre, Correa fue a la casa del presidente electo. Aylwin estaba con Boeninger. Inesperadamente, ambos recibieron una reprimenda cariñosa de Leonor Oyarzún, esposa del presidente electo. Ella venía llegando de compras.

–Ustedes metieron a este señor en este lío.

“Fue inolvidable”, sonríe Correa.

Aylwin les dijo que debía hablar con ellos sobre el gabinete ministerial.

Meses antes, cuando todavía no comenzaba la campaña electoral, Aylwin les había pedido a ambos que prepararan el programa y los equipos de gobierno, porque de ahí saldría el gabinete. “Nos dijo que no quería que estuviésemos en la campaña, sino en esta tarea”, recuerda Correa.

Alquilaron una vivienda en calle Almirante Simpson, muy cerca de Plaza Baquedano, que les facilitó el dueño del Hotel Principado de Asturias. Nadie más quiso arrendarles. La bautizaron como “La Moneda chica”.

–Ahí hicimos el programa –recuerda Correa–, lo que íbamos a hacer en cada ministerio. Creamos los equipos y cada jefe de equipo pensó que iba a ser el ministro. Fue así, con algunas excepciones.

En una celebración por el triunfo electoral a la que asistió todo el equipo, Mariana Aylwin le deslizó una advertencia a Correa sobre su futuro en el siguiente gobierno: “Tus ideas no son las que está pensando el presidente”.

Al día siguiente, Boeninger, Correa y Aylwin se reunieron en el jardín de la casa del presidente electo. Este les preguntó:

–¿Ustedes saben la distinción que hay entre las dos secretarías ministeriales de La Moneda?

“Esto no va bien”, recuerda Correa que pensó.

Contestó él.

Explicó que la Secretaría General de la Presidencia lleva las relaciones con el Congreso y la marcha de las leyes, mientras que la Secretaría General de Gobierno es la vocería del Ejecutivo y se preocupa de las comunicaciones.

Su explicación era correcta. Así es hasta el presente.

–He pensado que tú, Edgardo, seas secretario general de la Presidencia, y usted secretario general de Gobierno –dijo Aylwin.

Correa intentó una réplica:

–Presidente, yo tenía otra idea…

–No, usted va a ser secretario general de Gobierno –insistió Aylwin–. Ahora tienen que proponerme un equipo ministerial. Ustedes están a cargo.

Mientras caminaban con Boeninger hacia la puerta para irse, Correa miró hacia atrás y esbozó un nuevo argumento para cambiar la decisión de Aylwin:

–El secretario general de Gobierno es el vocero, y yo voy a tener muchos problemas para aparecer en la televisión.

–Ya se va a acostumbrar –replicó Aylwin, con el tono de “no ha lugar” de un juez.

Correa se quedó sin posibilidades de apelar.

“Ahí conocí a Aylwin como presidente”, cuenta.

El criterio ordenador que adoptaron Boeninger y Correa fue que todos los partidos del conglomerado tuvieran asiento en el gabinete. La coalición gobernante quería evitar estrenarse con fisuras o polémicas internas. El segundo criterio fue que los cargos recayeran en quienes encabezaron las comisiones programáticas sectoriales de la Concertación.

Así fue en la mayoría de los casos.

Sobre varios puestos no había dudas. Uno era el cargo de ministro del Interior, que iba a ser Krauss, con quien ambos tenían muy buenas relaciones. Tampoco tenían dudas respecto de que Foxley debía ser el titular de Hacienda. Lagos ya estaba resuelto en Educación.

En cuanto a Economía, sí hubo ciertas dudas. Lagos pensaba que también podía ser Sergio Bitar, recuerda Correa. Pero finalmente fue Ominami, que hacía dupla con Foxley, y que también era muy cercano a Lagos.

Defensa era otro cargo estratégico. Esperaban que quien fuera designado tuviera bajo su mando las relaciones con las Fuerzas Armadas y en especial con el dictador, pero ahora como comandante en jefe del Ejército. No era una decisión sencilla: el terreno era con campo minado.

Boeninger y Correa creían que el ingeniero Alberto Etchegaray era una muy buena carta como ministro. Durante la visita del Papa Juan Pablo II, en 1987, había logrado capacidad de interlocución con todos los sectores, desde la Iglesia Católica a los militares, políticos y empresarios. Conseguía consensos, pero también tenía capacidad de decisión. Se había especializado en el tema. Estaba en el grupo civil que había participado en la comisión de Defensa del programa concertacionista. Era independiente y cercano a la DC. Existían múltiples razones para proponerlo.

Pero Aylwin rechazó la propuesta de Boeninger y Correa:

–No, Defensa me la quiero reservar para mí.

Tiempo después les informó que sería el abogado Patricio Rojas. El cargo “perteneció a las designaciones propiamente presidenciales”, afirma Correa.

Aylwin tuvo una duda con la designación del ministro de Justicia. Dudaba si nombrar al académico y DC Francisco Cumplido, o al socialdemócrata Eugenio Velasco. Ambos tenían sólidas credenciales. Finalmente se inclinó por el democratacristiano, que había participado en las reformas a la Constitución de 1980 acordadas con la dictadura.

–Todo el resto del gabinete y de los subsecretarios fueron parte del trabajo de las propuestas nuestras –plantea Correa.

Para Agricultura, pensaron primero en el socialista Jaime Tohá, que presidía la comisión de este tema en la Concertación. Sin embargo, para un sector de la derecha, que apoyó el No y después a la Concertación y a Aylwin –Carlos Hurtado, Germán Riesco, Hernán Errázuriz Talavera, entre otros–, era muy difícil aceptar a un socialista en el ministerio de Agricultura. Jaime Tohá fue el último titular de Agricultura de Allende, y desde su cargo fue trasladado a Isla Dawson donde estuvo prisionero más de un año hasta que en octubre de 1974 fue expulsado del país.

Todavía tenían fresca la experiencia traumática –para ellos– de la Reforma Agraria, que impulsó Frei Montalva y profundizó Allende.

La solución vino por el lado del Partido Radical (PR), que así consiguió inesperadamente dos cargos en el primer gabinete, pese a su pequeño tamaño e influencia. El abogado Juan Agustín Figueroa, que en dictadura había integrado el Grupo de los 24, en que entre otros participaban figuras como Aylwin, Boeninger, Raúl Rettig11, y presidía la Fundación Neruda, quedó en Agricultura, y Jaime Tohá, dotado de una “cultura tecnocrática multipropósito”, según define Correa, en Energía.

El primer cupo ministerial del PR estaba blindado desde antes en la campaña electoral. Era la Cancillería, que quedó asegurada para el radical Enrique Silva Cimma.

Masón y ex contralor general de la república, Silva Cimma levantó su precandidatura presidencial a fines de 1988. Recibió apoyo del PPD, el PS-Núñez, el Partido Humanista (PH) y, desde luego, de su colectividad, el PR. Ricardo Lagos, que no quiso lanzar una postulación a La Moneda porque pensaba que no era –todavía– su momento, alentaba la campaña de Silva Cimma. Desde el primer momento era una carta para negociar. Nadie creía que el primer presidente de la democracia pudiera ser alguien que no fuera de la Falange.

En marzo de 1989, Aylwin, que ya era candidato de la DC, le pidió a Lagos conversar en forma tranquila. El dirigente PPD le preguntó:

–¿Patricio, va a ir a Algarrobo para Semana Santa?

–Sí.

–Yo voy a ir a El Quisco –respondió Lagos y se pusieron de acuerdo.

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