Tras la renegociación de su deuda externa en 2005 y 2010, el país recuperó la solvencia para afrontar pagos al exterior. Hasta 2015 los pagos netos de intereses rondaron el 5% de las exportaciones, medida bastante holgada, pero en los tres años siguientes esos pagos comenzaron a crecer y este indicador se duplicó; aunque aún está lejos de las catastróficas cifras del default de 2001, su tendencia continúa en alza.
Otro indicador de la solvencia externa, definida como la sostenibilidad de acumular deuda externa en relación a la capacidad de pagarla, es el déficit de la cuenta corriente como porcentaje de las exportaciones. En los años de la convertibilidad, más exactamente entre 1992 y 1999, año inicial del tobogán de la crisis, este indicador promedió 48%, quiere decir que sólo alrededor de la mitad del déficit de la cuenta corriente se cubría con dólares provenientes de las exportaciones; el resto había que financiarlo con ingresos de capital. En los últimos años, ese ratio fue aumentando, y a fines de 2017 y comienzos de 2018 alcanzó 51,5%, señal del peligro de seguir aumentando la deuda externa. Y allá fue el gobierno, a golpear las puertas del Fondo Monetario Internacional, sin tomar ninguna precaución para cerrar el grifo de la pérdida de divisas por fuga de capitales, exceso de importaciones u otros usos improductivos que afectan la solvencia externa del país.
La liquidez fiscal es la disponibilidad de recursos del sector público no financiero, en adelante “sector público” a secas,(10) para afrontar sus gastos en un momento dado. En el caso contrario, la iliquidez, los ingresos del sector público, sus disponibilidades y el crédito obtenible en las condiciones promedio del mercado son insuficientes para atender sus erogaciones.
Aquí ya no se trata de escasez de divisas, como en el punto anterior, sino de escasez de medios del sector público para comprar las divisas necesarias para pagar los intereses y amortizaciones de la deuda externa. Hasta llegar a la iliquidez, es usual que el Estado endeudado haya tejido una encerrona de austeridad, en la que ha comprimido todos los gastos menos la deuda, y ha procurado aumentar sus ingresos a través de impuestos, contribuciones, ahorro forzoso y otras exacciones. Los intereses, comisiones, cargos, honorarios, gastos y viáticos de la multitud de prestamistas, colocadores, agentes de pago, de listado, de proceso, fiduciarios, calificadoras de riesgo, etc., que intervienen en la deuda son el gasto público supuestamente intocable. El resto es sacrificable en el altar de la deuda, todo lo que el gobierno juzgue más innecesario o fácil de bajar, como, nada menos, los gastos en salud, educación, ciencia y tecnología, los salarios, las jubilaciones, las inversiones en infraestructura.
Pero cada peso que el Estado retira de la economía o deja de gastar reduce los ingresos de las personas, y también las ventas y ganancias de las empresas, por eso toda la producción cae, el desempleo y las quiebras aumentan y la recesión se multiplica como las ondas de una piedra arrojada en la superficie de un estanque. El propio FMI calcula que por cada $1 en que el gobierno corta su gasto, la actividad económica se reduce entre $1,5 y $ 2. De esto resulta una base menor para cobrar impuestos, por lo que el gobierno se ve impelido a redoblar los aumentos de impuestos y la baja del gasto para hacer “espacio fiscal” que le permita atender la deuda. Se produce así un perenne círculo vicioso.
En realidad, la austeridad es una herramienta para disciplinar y humillar a las poblaciones. En épocas de recesión empeora la crisis, y jamás impulsa el crecimiento económico. A lo sumo, bajar el gasto público en conceptos distintos de la deuda libera recursos fiscales para atenderla en el corto plazo, pero obtura el horizonte de salida.
En la crisis de 2001 el Estado argentino sufría de iliquidez fiscal, no tenía ingresos suficientes ni disponibilidades ni crédito para pagar los intereses de la deuda ni tampoco renovar el capital a tasas de mercado, y trataba de estirar los pagos a través de los megacanjes de bonos. La iliquidez fiscal obedecía a varios factores. Por un lado, los ingresos tributarios se venían achicando, porque la recesión provocada por el ajuste permanente reducía cada vez más el consumo y las ventas de las empresas, de manera que aunque los impuestos aumentaran y se inventaran otros nuevos, su recaudación caía inevitablemente. Por otro, aunque el Estado redujo su gasto cada vez más, los intereses crecientes de la deuda externa lo aumentaban. En 2001, un quinto de los ingresos del sector público se destinó a pagar intereses de la deuda externa: entraron 51,3 mil millones de pesos y se pagaron 10,3 mil millones de dólares de intereses, al tipo de cambio 1 peso=1 dólar. Cuanto más el gobierno reducía el gasto público para liberar recursos para atender los intereses, más caían la actividad económica y la recaudación de impuestos que depende de ella, que es la fuente principal de los ingresos del sector público, y más incapaz se volvía el país de pagar su deuda.
Para seguir con el ejemplo, en 2001 el gobierno redujo el gasto público, sin contar el pago de intereses, en 3,8 mil millones de pesos (-7% respecto al año previo), pero los ingresos públicos cayeron aún más: 5 mil millones de pesos (-9%), mientras que los intereses pagados de la deuda externa aumentaron 6,2%. Esta espiral del ajuste sin fin atizó la iliquidez fiscal. El gobierno llevó al paroxismo la reducción del gasto excepto intereses, recortó los fondos que enviaba a las provincias, los sueldos del sector público, las jubilaciones que apenas cubrían la subsistencia, las pocas obras de infraestructura en marcha y todo lo imaginable. Pero estas medidas aceleraron la caída de la recaudación tributaria y la incapacidad de atender la deuda, hasta el default del 23 de diciembre de 2001. La metáfora de “la sábana corta” se aplica con justeza a esta situación.
En 2019 “la sábana corta” está tendida. Los intereses de la deuda pública, según el presupuesto, aumentan 41%, y llegan al 17,7% del gasto de la administración nacional, el doble de lo destinado a salud, educación y cultura. El gobierno podó los salarios, jubilaciones, obras públicas, subsidios, pero los intereses aumentan el gasto cada vez más. El ajuste disparó una recesión que achicó los ingresos públicos: disminuyen la recaudación del IVA, ganancias y contribuciones a la seguridad social, lo que presiona el déficit fiscal, que el gobierno se comprometió a eliminar, excepto la parte destinada a pagar los intereses, y también a redoblar la austeridad si no alcanzara las metas acordadas con el FMI.
Hay dos tipos de indicadores de la deuda externa, unos descriptivos y otros normativos. Los primeros relacionan la deuda, medida de distintas maneras, con variables como el PIB, las exportaciones, el gasto público, etc. Al compararlos con sus valores del pasado y con los umbrales internacionales brindan un panorama general de la trayectoria de la deuda y de sus flancos más riesgosos. En cambio, los indicadores normativos, los de sustentabilidad, calculan la magnitud del ajuste fiscal que los gobiernos deberían implementar para que la deuda sea sostenible. Sólo tras la seguidilla de crisis en México, Rusia, el sudeste asiático, Brasil, Argentina, Turquía y otros países, y los reproches por izquierda y derecha de su incapacidad para anticipar las catástrofes, el FMI incluyó una evaluación de la deuda pública y de alarma temprana en sus informes periódicos sobre los países miembros, a partir de modelos que fue adaptando a las crisis de deuda de la eurozona, disparadas desde la Gran Recesión, iniciada en 2007, que aún hoy deja sentir sus coletazos.
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