Noemí Brenta - Historia de la deuda externa argentina

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La deuda externa es una de las cargas más pesadas de la economía argentina y uno de los límites más fuertes a su desarrollo autónomo. Es, también, un modo de sujeción al capitalismo financiero global. Este libro recorre la historia de la deuda externa argentina en las últimas cuatro décadas. Comienza con la dictadura-cívico militar, primer intento por imponer el modelo neoliberal y punto de partida del «problema de la deuda» tal como lo conocemos hoy, y analiza los gobiernos de Alfonsín, Menem y De la Rúa, durante los cuales el sobreendeudamiento fue cercando progresivamente a la democracia hasta estallar con la crisis de 2001 y el default. La renegociación emprendida por el primer gobierno kirchnerista, que incluyó la quita más grande de la historia, supuso un quiebre en esta tendencia y, por primera vez desde 1976, desplazó a la deuda del centro de las preocupaciones económicas. Sin embargo, la llegada al poder de Mauricio Macri, la apurada negociación con los fondos buitre y el festival de bonos desplegado desde el inicio de su gestión, seguido por el acuerdo con el FMI, marcaron el comienzo de un nuevo ciclo de endeudamiento, con su conocida contracara: bicicleta financiera, desindustrialización, pactos opacos con los acreedores y fuga de capitales. Un libro profundo y accesible a la vez, imprescindible para entender los mecanismos endiablados de la deuda y el modo en que esta impide construir una Argentina más libre e igualitaria.

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Y como Argentina baila en el aquelarre global de la financiarización, por voluntad, resignación o pusilanimidad de sus gobernantes y de los grupos beneficiados, la deuda externa no se destinó a aumentar la capacidad productiva del país y el bienestar de su población. Por el contrario, la nación quedó amarrada por décadas a continuar y aumentar la transferencia de valor económico a la esfera financiera, provocando la miseria de la mayoría de sus ciudadanos, en un juego macabro de vencedores y vencidos.

La deuda en moneda extranjera

A los fines prácticos, la deuda externa de Argentina puede asimilarse a su deuda en moneda extranjera (4). Éste era el criterio que se aplicaba antes de los años 1990. A partir de la semidolarización de esa década y de la proliferación de préstamos en dólares dentro del país, prevaleció el criterio de la residencia: la deuda es externa si el deudor no reside en Argentina, y en el caso de la deuda pública, además, la deuda se considera externa si se paga en el exterior y si su jurisdicción o ley aplicable no es argentina. Como existe reventa de los instrumentos de deuda, a veces no se conoce exactamente si los tenedores son residentes domésticos o extranjeros, entonces no es posible aplicar estrictamente el criterio de residencia para conocer la composición de la deuda, mientras que siempre se sabe si ella se emite en moneda nacional o extranjera. Por eso algunos autores prefieren este criterio para la deuda externa, y el Fondo Monetario Internacional (FMI) analiza la deuda pública utilizando ambos criterios, el de residencia y el de la moneda de emisión, nacional o extranjera.

Y justamente uno de los problemas principales que plantea la deuda externa es que el país debe pagarla en moneda extranjera, que sólo consigue entregando valor económico nacional y/o aumentando sus pasivos con más deuda. A su vez, la moneda extranjera, necesaria para pagar importaciones y otros conceptos, es históricamente escasa en Argentina y de disponibilidad muy fluctuante. Destinar divisas a la deuda debilita el crecimiento y empobrece a toda la economía, en el presente y también en el futuro, si, como es usual, los dólares entrantes por la deuda sirven para financiar la fuga de capitales y una serie de importaciones superfluas.

Un ejemplo actual ilustra la presión de la deuda externa sobre la disponibilidad de divisas. En 2018, Argentina debía pagar 35 mil millones de dólares por la deuda externa pública de la nación (5) (11 mil millones de intereses y 24 mil millones de amortización), según el presupuesto. Por otro lado, las importaciones requerían unos 68 mil millones de dólares, calculaba el gobierno. Es decir que se necesitaban 103 mil millones de dólares para atender la deuda externa y las importaciones. Pero las exportaciones, según las cifras oficiales, sólo serían de 62 mil millones de dólares (6). ¿Cómo obtener esos 41 mil millones de dólares faltantes, necesarios para cubrir el déficit comercial y servir la deuda externa nacional? Y este ejemplo es piadoso, porque no considera los pagos de la deuda externa de las provincias, ni la de los bancos, ni tampoco la deuda externa privada, ni tiene en cuenta el déficit en divisas por otros conceptos, como los fletes, seguros, comunicaciones, utilidades de las empresas extranjeras y demás pagos al exterior.

A comienzos del año, el ministro de Finanzas anunció que tomaría unos 30 mil millones de dólares de deuda nueva, y el resto entraría como capital especulativo para aprovechar las altísimas tasas de interés (lo que permite el gran negocio del carry trade o bicicleta financiera), más unos 5 mil millones de dólares de inversión directa. Pero el horizonte mundial y nacional de 2018 era mucho más oscuro que lo imaginado. Los capitales entrantes menguaron y los salientes se aceleraron; el Banco Central permitió una gran devaluación del peso y al mismo tiempo perdió 12 mil millones de dólares de reservas. Todo esto justificó, según el gobierno, un acuerdo stand by con el FMI, el ingrediente que faltaba para sellar la condena de Argentina a la prisión de los deudores (7). Más allá de la coyuntura, este párrafo apunta a mostrar que los requerimientos de divisas para atender la deuda externa son elevados, limitan la disponibilidad de dólares para otros usos y además dependen de circunstancias volátiles y ajenas al control de las autoridades del país. La deuda externa argentina es un cristal sumamente frágil y peligroso, capaz de arruinar la vida de la inmensa mayoría de los habitantes del país.

Frente a este panorama, puede objetarse que la cuestión no es para tanto, porque lo importante de la deuda pública es mantener al día el pago de los intereses, y que usualmente el principal se va cancelando con nuevas colocaciones. Pero en la deuda externa esto es muy gravoso, porque significa un drenaje permanente de divisas, y por lo tanto, una limitación constante al desarrollo del país, que las requiere.

Pagar los intereses y renovar el capital implica que siempre salen más dólares por vía de la deuda que los que ingresan, de manera que si la deuda externa no se aplica a usos que a su vez generen divisas como mínimo para abonar los intereses y que contribuyan a cambiar la estructura productiva del país, con el tiempo la escasez de moneda extranjera se agrava y la renegociación o el default se vuelven inevitables. Los gobiernos que subestiman la deuda externa no sólo renuevan el capital sino que también toman deuda nueva por encima de la capacidad de pago para servir la ya existente, hasta que la bola de nieve crece a tal punto que derrumba toda la economía.

Muy distinto sería si el peso argentino se usara como moneda mundial, como el dólar de Estados Unidos. La deuda externa estadounidense es enorme, 19 billones de dólares (8), casi igual a su Producto Interno Bruto (PIB), pero sólo 1,3 billones son en moneda extranjera, de manera que no necesitan ajustar ni salir a buscar dólares prestados para pagar sus intereses, sus importaciones, las ganancias de las empresas extranjeras o cualquier otra obligación con no residentes. Ellos fabrican sus propios dólares, su deuda externa es como la deuda interna del mundo, mientras éste acepte denominar las transacciones internacionales en dólares y guardar los bonos del Tesoro estadounidense como reservas de los bancos centrales. Tan importante para el poder hegemónico es este privilegio, que cualquier intento de mellarlo ha sido y es ferozmente combatido, abducido por el sistema bajo control estadounidense o reducido a la irrelevancia. Así ocurrió con las tentativas de fijar los precios del petróleo en monedas distintas al dólar, o de usar las monedas nacionales para los pagos entre países, como los convenios entre los países del grupo llamado BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica), o la emisión homeopática de Derechos especiales de giro (DEG) del FMI como medio de pago internacional.

Cuando las medidas frente a la crisis iniciada en 2007 inflaron la deuda pública estadounidense, Kenneth Rogoff, economista del establishment , puso en blanco y negro las ventajas de financiarse en la moneda propia. Con el tiempo, dijo, la deuda federal podía licuarse, acelerando un poco la inflación; si ella fuera del 6% anual, la deuda se desvalorizaría en ese porcentaje acumulativamente (cuadro 1.1), y en pocos años se reduciría. Estados Unidos tiene también la ventaja de compartir la erosión de su deuda con los tenedores de sus bonos, en el país o en el extranjero. Pero Argentina carece de este privilegio.

Cuadro 1.1 La deuda en moneda nacional se licúa con la inflación

Año emisión Deuda, valor nominal Inflación Deuda, valor real
1 $ 100 - 100
2 $ 100 6% 95
3 $ 100 6% 89
4 $ 100 6% 84
5 $ 100 6% 79
6 $ 100 6% 74

La cuestión se agrava porque los mismos países centrales son quienes cambian las condiciones de la economía mundial para responder a sus coyunturas internas. Así ocurre con la Reserva Federal. Como considera que Estados Unidos ya superó la Gran Recesión, desde 2016 empezó a aumentar las tasas de interés, luego de mantenerlas bajísimas durante seis años (9) (gráfico 1.1), sin ningún cuidado por su impacto sobre el resto del mundo, como la salida de capitales desde los países emergentes, las mayores cargas de intereses sobre los presupuestos públicos o la presión bajista de los precios de las materias primas, en una enumeración mínima.

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