De la presente edición
El Libero
1ª edición en español en El Líbero, 2021
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“La praxis política (y lo mismo cualquier comportamiento)
no es nunca únicamente la parte aplicada de un conocimiento; es también, de modo irreductible, creatividad, intuición, olfato,
en una palabra, ‘arte’. Pero si la acción política es también arte, no es solamente arte. Exactamente como los comportamientos
económicos, los comportamientos políticos están constituidos por opciones, que se hacen con relación a ciertos fines, en función de los medios disponibles, que presuponen técnicas adecuadas.
¡Vaya, qué arte!
Cabe agregar que en nombre del arte se redime con demasiada frecuencia la ignorancia y se alienta la incompetencia.
Los grandes ‘artistas’ de la política contemporánea son cada vez más personajes que ignoran olímpicamente la relación entre los fines propuestos y los medios disponibles.
Por cierto, cuanto mayor es la ignorancia, tanto más fácil resulta querer (y prometer) todo y rápido. Será éste así, el arte del éxito,
pero no el arte político que necesitamos”.1
Giovanni Sartori
Índice
Prólogo Prólogo
Estado de alerta
I. Ardua Libertad
Hijastros de Lenin
Utopismo y tragedia
Los fines y los medios
La diosa Revolución
Camaradas
Visión del enemigo
El cristal con que miramos
II. El Horizonte
Treinta años
En tiempos de prueba
Cambiar, conservar
Epílogo
Entre el miedo y la esperanza
Prólogo
Estado de alerta
“Solo se aprende, aprende, aprende,
de los propios, propios errores”.2
Gonzalo Rojas
La primera parte de este ensayo se publicó en 1995, bajo el sello Ediciones Universidad de la Frontera, de Temuco. Se publica ahora con los cambios aconsejados por el paso del tiempo, y conserva la escritura predominante en primera persona, lo que era necesario para registrar la experiencia de haber pertenecido a las filas comunistas por más de 20 años, y para dar cuenta de lo que vino luego, cuando opté por seguir otro camino. La segunda parte está escrita desde la posición de observador del proceso de reconstrucción democrática y la ruta de progreso que ha recorrido nuestro país. Admito, en todo caso, que la palabra ‘observador’ tiene aquí un valor relativo, puesto que no he cesado de opinar en todos estos años, corriendo incluso el riesgo de parecer predicador.
No voy ligero de equipaje. Llevo, indelebles, las marcas de 1973. Allí se concentran, arremolinados, los rumores de conciencia y los dilemas que sigo tratando de resolver, ahora sin tener una morada segura en la que pudieran encontrarse todas las respuestas. He tratado de no echarle la culpa al empedrado para excusar mis yerros. Si se trata de comprender, creo que es obligatorio el autoexamen, y eso significa que no sirven de nada los subterfugios.
Se suele decir que el pasado es pasado, y punto. Pero sucede que el pasado lo llevamos a cuestas, y sus condicionamientos influyen en la forma en que sentimos y pensamos hoy. Allí, por supuesto, se mezclan las razones y las sinrazones. ¿Podríamos los chilenos hacer planes realistas para el futuro sin tener en cuenta lo que nos pasó en el siglo pasado, sobre todo entre 1970 y 1990? De ningún modo. Los traumas nos condicionan de una u otra manera, y será mejor si tenemos conciencia de los errores cometidos como comunidad.
A los jóvenes, la dictadura les parece prehistoria. Es comprensible. Nacieron y crecieron en condiciones de libertad, por lo que sienten que esa es la forma natural de vivir. Pero necesitan saber que todo eso costó conseguirlo. Hay un déficit de conocimiento de la historia y de asimilación de los valores de la democracia que es necesario corregir. Los jóvenes suelen ser generosos y entusiasmarse con causas que perciben como nobles, y pueden demorarse en percibir que aquello que brillaba no era oro. Sabemos que cada generación se siente llamada a cancelar el pasado y a establecer nuevas verdades, pero es vital que los jóvenes de este tiempo, que se beneficiaron de la democracia recuperada y accedieron a condiciones de vida que no conocieron sus abuelos, tengan conciencia de que nada bueno está asegurado y nada malo puede descartarse.
Las convulsiones que empezó a experimentar Chile a partir del 18 de octubre de 2019, debido a la irrupción de la violencia en gran escala, configuraron un riesgo real de fractura institucional, lo cual, si llegara a concretarse, significaría tropezar con piedras parecidas a las de hace medio siglo: el fundamentalismo ideológico, las veleidades frente a la violencia y, ciertamente, la inconciencia sobre el deber de cuidar las libertades. Sobreviviente de la tempestad del 73, estoy convencido hoy de que la política no es una especie de guerra, o de preparación para la guerra. Tal convicción es el puente entre la primera y la segunda parte de este texto.
En varios momentos de los últimos dos años hemos visto crecer el peligro de que se rompan los diques de la legalidad. Ante ello, numerosos políticos se han mostrado dispuestos a sacar ventajas incluso cuando el edificio institucional se agrieta y empiezan a caer trozos de cornisa. Si se desplomara la institucionalidad, probablemente se lavarían las manos.
Tenemos que aprender de la historia, pero ello exige mirarla de frente. Por desgracia, quienes han llegado a propiciar una “ruptura democrática y constitucional”, se muestran amnésicos respecto de los traumas sufridos por el país. Parecen creer que los espasmos y la fiebre son señales de buena salud y que, enseguida, vendría necesariamente la felicidad del pueblo. Es la inconciencia extrema sobre la posibilidad de que Chile se deslice hacia el desorden y el marasmo, lo que significaría que entrara en una etapa de inestabilidad de la cual le costaría muchos años salir.
Tenemos que vivir juntos y, por lo tanto, colaborar dentro del único marco de civilización que puede protegernos a todos: las instituciones y los procedimientos de la democracia representativa. Y precisamente respecto de este asunto cardinal se han extendido las confusiones, cuya expresión extrema es el afán refundacional de quienes parecen desear otro país. Allí, puede estar el germen de nuevos desgarramientos.
Solo podemos promover una política a escala humana, en tiempos humanos. No lo sabemos todo ni lo podemos todo. Más vale estar conscientes de ello, para no ceder a la desesperación absoluta ni dejarnos llevar por la esperanza absoluta. Si queremos mejorar la sociedad, tenemos que actuar según el principio de realidad, que exige tener los pies firmes en la tierra.
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