Finalmente, quiero mencionar que esas últimas palabras cobran un valor particular. Las partes de esta investigación fueron llegando a mí desde Ibagué, Colombia, durante el aislamiento preventivo y necesario que nos impuso la pandemia mundial desatada en el año 2020. Si bien existieron situaciones muy complejas en nuestras sociedades contemporáneas, esta interpeló, especialmente, a quienes nunca habíamos atravesado dificultades y privaciones de esta naturaleza, en las que el tiempo y el espacio parecen cerrarse girando en torno a sí mismos.
Mientras llevábamos adelante con el autor un nutrido proceso de intercambio hasta llegar a este momento en el que me encuentro cerrando este prólogo en el día ciento veinte del aislamiento, venía a mi mente una y otra vez el título del trabajo de John L. Austin How to Do Things with Words? ( ¿Cómo hacer cosas con palabras? ), publicado en 1962. Aunque en ocasiones adjudiqué esta asociación a mi admiración por las propuestas de este filósofo sobre el lenguaje como acción y a cómo esto se evidenciaba en los análisis de Oscar Iván Londoño Zapata, es claro ahora un porqué más profundo, más íntimo. Durante estos meses, las lecturas, los intercambios, las reflexiones fueron derribando las barreras que imponían el aislamiento físico y la distancia. Así, en su proceso mismo de generación, las palabras que dan forma a este libro construyeron para mí una coordenada espacio-temporal de libertad. Es así también, concretamente, el modo en que se hacen cosas con palabras.
ANÁLISIS DISCURSIVOS
Introducción
“Oh, gloriosa divinidad, conduce mis palabras”
Las creencias y prácticas religiosas tradicionales, construcciones naturalizadas por la Iglesia que tienden a racionalizar e institucionalizar el acceso a la experiencia trascendental, constituyen elementos constantes en la historia de las religiones. No obstante, en las últimas décadas han entrado en tensión por el desarrollo de creencias y prácticas esotéricas, en razón de que suscitan la comprensión de la existencia humana y de los objetos del mundo desde otras perspectivas. Es por ello que las iglesias “ven amenazada su tradicional hegemonía sobre el campo de las creencias y rituales, precisamente por discursos y prácticas que ellas califican de neopaganismos” (Parker, 2009: 338). Por lo cual, ante la crisis de los relatos religiosos dominantes, que tuvieron capital vigencia durante el siglo XX, el panorama actual de la religión se ha transformado.
De acuerdo con Hervieu-Léger (1996, 2004), las nuevas formas de creer se caracterizan por la privatización de lo sagrado en vista de que las personas elaboran su propio marco de sentido a partir de variadas opciones de creencia, que se van configurando por la diversificación del mercado religioso, la fluidez de pertenencias y la movilidad de redes. De modo tal que la religiosidad contemporánea se desinstitucionaliza, esto es, se autonomiza de las creencias y prácticas dominantes y de sus formas de control sobre el acceso a las experiencias sagradas. Desde la posición de la autora, la religión ha cruzado los límites de las instituciones debido a que sufre un estallido mediante el cual las doctrinas tradicionales se desmoronan. Las migajas de creencias, en consecuencia, son recolectadas por los sujetos en menús individuales con los cuales configuran una religiosidad al estilo “hágalo usted mismo”.
Estos cambios hacen que los individuos se acerquen a doctrinas con prédicas diversas, es decir, les permiten conocer otras prácticas sociales –como el esoterismo– que los conducen a pensarse y a pensar el mundo desde otras posiciones. Parker (2009) plantea que los seres humanos no solo usan la religión para expresar alegría o tristeza, también la emplean para otorgarles sentido a los vacíos producidos por un estilo de vida consumista; asimismo, usan simbolismos religiosos como terapia para subsanar la sofocante vida urbana y sus contradicciones socioculturales causadas por el capitalismo. “En todo caso, los fieles no están simplemente escogiendo y mezclando religiones. Lo que de veras están haciendo es reinventando sus propias formas de religión” (Parker, 2009: 351).
Siguiendo a Bubello ( Revista Luthor , 2019), el esoterismo conforma un conjunto heterogéneo de corrientes culturales, como la alquimia, la antroposofía, la astrología, la cábala cristiana, el espiritismo, el gnosticismo, el hermetismo, la magia, el ocultismo, la teosofía, entre otras, que se diferencian de la religión tradicional y de la ciencia porque comparten una visión del ser humano, del mundo y del cosmos anclada en creencias y prácticas específicas. Desde la posición de Reneé de la Torre (2006: 31), “los nuevos sincretismos mágico-religiosos se interconectan con las culturas populares tradicionales y con novedosas tecnologías de la comunicación, posibilitando hibridismos donde se funden saberes de Oriente con los de Occidente; tendencias modernas fundamentadas en la ciencia, la tecnología y la cultura de masas con conocimientos ancestrales basados en los conocimientos mágicos; antiguos conocimientos en medicina herbolaria con nuevas técnicas terapéuticas; los rituales de revitalización de las antiguas deidades «paganas» con los mitos contemporáneos sobre la presencia de fuerzas sobrenaturales y extraterrestres”.
El sincretismo entre creencias religiosas católicas, indígenas, africanas, hindúes, orientales, entre otras, reapropiadas y resignificadas a partir de sus contextos de producción, circulación y consumo, ha permitido la configuración del esoterismo como una práctica social donde las personas construyen saberes eclécticos procedentes de tradiciones heterogéneas para explicar fenómenos a través de rituales (López, 2012; De la Torre, 2013). De tal forma que “los nuevos eclecticismos religiosos […] se manifiestan como síntesis de una memoria mitológica acumulada que se nutre de conocimientos y rituales prehispánicos, de símbolos católicos y de una cultura mass-media que pone a disposición del consumo cultural una gama de conocimientos de tipo mágico-esotérico” (De la Torre y Mora, 2001: 114).
El esoterismo, como práctica social de notable arraigo en la vida cotidiana, no solo es transmitido de generación en generación –en el ámbito del espacio privado–, sino que es ampliamente difundido –en el dominio del espacio público– desde su mercantilización. El fenómeno globalizado de la industria del esoterismo, entonces, influye en las prácticas religiosas ligadas a creencias populares y provee bienes que han contribuido a configurarlo como una actividad comercial de alta demanda y rentabilidad. Por consiguiente, el progresivo desarrollo de la “industria de la suerte” les permite a adivinos, astrólogos, augures, brujos, chamanes, clarividentes, curanderos, hermanos, indios, maestros, médiums, mentalistas, nigromantes, numerólogos, pitonisas, profetistas, psíquicos, rezanderos, sanadores, santeros, tabaqueros, tarotólogos, videntes, entre otros, ofrecer variados servicios y productos.
Desde la experiencia individual de insatisfacción, producida a causa de la pobreza, el desempleo, las bajas ventas, el hostigamiento laboral, la mala suerte, la envidia, la infidelidad, las rupturas amorosas, la inseguridad, las enfermedades desconocidas, entre otras problemáticas, se construyen creencias y prácticas que sustentan la demanda y la oferta de servicios y productos esotéricos. Así, consultorios, centros, tiendas, programas esotéricos, entre otros, configuran espacios de enunciación donde los esoteristas ofrecen soluciones “efectivas” y “confiables” a los avatares de la salud, el dinero y el amor. En consecuencia, la idea según la cual la felicidad se obtiene con “salud, dinero y amor” es cristalizada en aquello que ofrece lo esotérico porque es presentado como una alternativa “legítima” para solucionar los problemas de ciertos públicos.
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