Sarah MacLean - Once escándalos para enamorar a un duque

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Once escándalos para enamorar a un duque: краткое содержание, описание и аннотация

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LA HERMANA PEQUEÑA DE LOS INCORREGIBLES RALSTON PROMETE SER EL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADA. Juliana Fiori es un espíritu apasionado. Es impulsiva, valiente, decidida y poco le importa lo que opine el resto de la alta sociedad londinense, lo que la convierte en el blanco favorito de los cotilleos de la ciudad. Es nada más y nada menos el tipo de mujer que el duque de Leighton querría tener lo más lejos posible. El duque tiene una intachable reputación que proteger, pero Juliana está dispuesta a demostrarle que nadie puede resistirse a la pasión, aunque se trate del mismísimo duque de Leighton, y tiene dos semanas para demostrárselo.

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Le había concedido dos semanas.

No era un plazo arbitrario. Le había dado dos semanas para llevar a cabo su tentativa, pero al final sería él quien le demostrara a ella que la reputación estaba por encima de todo. Cuando concluyera el plazo, enviaría el anuncio de su compromiso nupcial al Times , y Juliana aprendería que la pasión era un camino tentador…, pero tremendamente frustrante.

No le cabía duda de que, de haber rechazado su ridículo desafío, Juliana habría embaucado a otro hombre para sus grotescos planes, alguien que no estuviera en deuda con Ralston y que no tuviera el más mínimo interés en evitar su ruina.

En realidad, le había hecho un favor.

«Que haga lo que quiera».

Esas maliciosas palabras fueron un fogonazo, y después la tentadora visión de Juliana. Sus largos y desnudos miembros enredados en las sábanas de lino, su cabello extendido como satén sobre la almohada, sus ojos del color de zafiros de Ceilán, prometiéndole el mundo mientras sus carnosos labios se curvaban y susurraban su nombre, cada vez más cerca.

Durante un instante cedió ante la fantasía —pues no pasaría de eso— e imaginó cómo sería tenderse a su lado, abrazar su largo y exuberante cuerpo, y sumergirse en su pelo, en su piel, en sus cálidas y acogedoras caderas, y dejarse llevar por la pasión que ella tanto estimaba.

Sería como estar en el paraíso.

La había deseado desde el mismo día en que la conoció: joven, lozana y tan distinta de las muñecas de porcelana obligadas a desfilar delante de él por madres que apestaban a desesperación.

Y durante un breve instante pensó que podría ser suya. A sus ojos, le había parecido una exótica joya extranjera, precisamente el tipo de esposa que se ajustaba a las necesidades del duque de Leighton.

Hasta que descubrió su auténtica identidad y el hecho de que carecía completamente del honor exigible a la futura duquesa. Incluso entonces había considerado la posibilidad de hacerla suya. Pero no creía que Ralston aceptara de buen grado que su hermana se convirtiera en la amante de un duque, y mucho menos de uno a quien repudiaba.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos —afortunadamente— por el enérgico sonido de otros cascos de caballo. Leighton se enderezó sobre la silla, ralentizando de nuevo el ritmo del animal, y, al mirar hacia el otro lado del prado, distinguió a un caballo y a su montura cabalgando a galope tendido, que se dirigía hacia él a una imprudente velocidad incluso para un jinete obviamente experimentado como aquel. Leighton se detuvo, impresionado ante el movimiento sincronizado de amo y bestia. Sus ojos recorrieron las largas y gráciles piernas y los fuertes músculos del negro corcel para después pasar a evaluar el cuerpo del jinete, que formaba un mismo ser con el caballo, inclinado sobre el cuello de la criatura, susurrándole palabras de ánimo. Simon buscó los ojos del jinete para mostrarle su reconocimiento con un asentimiento, de un jinete experimentado a otro, y entonces se quedó petrificado.

Los ojos que encontró eran de un azul intenso y relucían con una mezcla de desafío y satisfacción.

Tuvo la certeza de que acababa de conjurarla, puesto que no cabía ninguna posibilidad de que Juliana Fiori estuviera allí, en Hyde Park, al amanecer, vestida con una indumentaria masculina y cabalgando a una velocidad suicida, como si estuviera en la mismísima pista de Ascot.

Detuvo su montura de forma inconsciente, incapaz de hacer nada más que observarla progresar hacia él, ignorando o menospreciando el descrédito y la ira que amenazaban con dominarlo, dos emociones que se enfrentaban en un combate poderoso y perturbador por el control de su mente.

Juliana llegó finalmente a su lado y detuvo su avance con tal precisión que Simon supo inmediatamente que no era la primera vez que montaba con semejante energía y velocidad. La observó boquiabierto mientras ella se quitaba uno de sus guantes negros para acariciar el largo cuello de su caballo y le susurraba palabras de aliento en un italiano suave y jadeante; y entonces el animal reaccionó al contacto de su mano desnuda. Juliana dobló los largos dedos sobre el pelaje de la bestia, rascándolo enérgicamente para recompensarlo.

Solo entonces, tras elogiar debidamente al caballo, Juliana se volvió hacia él, como si aquel fuera un encuentro totalmente normal y apropiado.

—Buenos días, su excelencia.

—¿Está usted loca? —Sus palabras sonaron duras y severas, extrañas incluso para él mismo.

—He decidido que si Londres… y usted… están tan convencidos de mi cuestionable personalidad, no existe ningún motivo por el que deba preocuparme en exceso, ¿no le parece? —Agitó una mano, como si estuviera evaluando la posibilidad de que los sorprendiera la lluvia—. Desde que llegué aquí no había podido montar a Lucrezia como es debido. Y a ella le encanta…, ¿no es verdad, carina ? —Volvió a inclinarse sobre su cuello y a murmurar al oído de la yegua, que se pavoneó ante las cariñosas palabras de su ama y resopló de placer por ser tan adecuadamente alabada.

No podía culpar a la bestia.

Simon se deshizo de aquel pensamiento.

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Tiene idea de lo que podría ocurrirle si la descubrieran? ¿Qué lleva puesto? ¿Qué estaba pensando…?

—¿Qué pregunta desea que conteste primero?

—No me ponga a prueba.

Juliana no parecía muy intimidada.

—Ya se lo he dicho. Hemos salido a cabalgar. Usted sabe tan bien como yo que el riesgo de ser vistos a esta hora es mínimo. El sol apenas ha salido. Y respecto a mi indumentaria… ¿No cree que es mejor que vaya vestida como un caballero? De ese modo, si alguien me viera, no se detendría a mirarme dos veces. Y eso no ocurriría si me hubiera puesto un vestido de montar. Además, estoy segura de que estará de acuerdo conmigo en que montar como una mujer no es tan divertido.

Con la mano desnuda, Juliana trazó la larga extensión de su muslo para destacar su atuendo, y Simon no pudo evitar seguir el movimiento con la vista, apreciando la torneada curva de su pierna, pegada en el flanco del animal. Tentándolo.

—¿Lo está, su excelencia?

Simon levantó la vista para mirarla a los ojos, y reconoció en estos un regocijo petulante que no le gustó nada.

—¿Si estoy qué?

—¿Está de acuerdo conmigo en que es menos divertido montar como una mujer? Es tan adecuado. Tan… tradicional.

El duque volvió a sentirse invadido por una irritación muy familiar, y con esta recuperó la cordura. Echó un vistazo a su alrededor para comprobar que en la amplia extensión del prado no hubiera más jinetes. Estaba vacío. Gracias a Dios.

—¿Qué la ha llevado a cometer una locura como esta?

Juliana sonrió, lentamente, con la satisfacción de una gata al sumergir por primera vez los bigotes en un cuenco lleno de leche.

—Porque es una sensación maravillosa, ¿por qué iba a ser?

Sus palabras fueron como un golpetazo en la cabeza, suaves, sensuales e inequívocas.

Y completamente inesperadas.

—No debería decir esas cosas.

Juliana frunció el ceño.

—¿Por qué no?

—No es apropiado. —Simon fue consciente de la necedad del comentario incluso antes de verbalizarlo.

Juliana emitió un suspiro exagerado y doliente.

—¿No hemos superado eso ya? —Cuando él no respondió, ella continuó—: Reconozca, su excelencia, que no está aquí montado en su caballo, cuando el cielo aún está velado de oscuridad, porque considere que cabalgar es simplemente agradable. Está aquí porque para usted también es una sensación maravillosa. —Apretó los labios hasta formar una fina línea y después emitió una corta risita cómplice que provocó en Leighton un escalofrío de reconocimiento. Juliana volvió a ponerse el guante, y él observó sus movimientos, paralizado por la precisión con que la piel se adaptaba a la delicada red de sus dedos—. Niéguelo si quiere, pero lo he visto.

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