Sarah MacLean - Once escándalos para enamorar a un duque

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Once escándalos para enamorar a un duque: краткое содержание, описание и аннотация

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LA HERMANA PEQUEÑA DE LOS INCORREGIBLES RALSTON PROMETE SER EL ESCÁNDALO DE LA TEMPORADA. Juliana Fiori es un espíritu apasionado. Es impulsiva, valiente, decidida y poco le importa lo que opine el resto de la alta sociedad londinense, lo que la convierte en el blanco favorito de los cotilleos de la ciudad. Es nada más y nada menos el tipo de mujer que el duque de Leighton querría tener lo más lejos posible. El duque tiene una intachable reputación que proteger, pero Juliana está dispuesta a demostrarle que nadie puede resistirse a la pasión, aunque se trate del mismísimo duque de Leighton, y tiene dos semanas para demostrárselo.

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Juliana sintió cómo el odio se apoderaba de ella.

—No es verdad. Me preocupo mucho por ellos. Jamás haría nada que… —Se detuvo. Jamás haría nada que pudiera incomodarlos.

Aquello no era del todo cierto. Al fin y al cabo, ahora mismo estaba en un oscuro balcón en compañía de un hombre.

El duque pareció intuir sus pensamientos.

—Su imprudencia será su ruina… y posiblemente también la de su familia. Si se preocupara por ellos, intentaría comportarse como una dama y no como una…

Leighton se detuvo antes de pronunciar el insulto. Pero Juliana lo oyó de todos modos.

Y entonces percibió que la calma se aposentaba en su interior.

Deseaba humillar a aquel hombre perfecto y arrogante.

Si la consideraba una imprudente, se comportaría como tal. Lentamente, Juliana apartó el brazo de él.

—¿Realmente cree que está por encima de la pasión? ¿Que su mundo perfecto puede regirse únicamente por normas estrictas y experiencias indolentes?

El duque dio un paso atrás ante el desafío que destilaban sus palabras.

—No lo creo. Lo sé.

Juliana asintió.

—Inténtelo. —Leighton enarcó una ceja, pero no dijo nada—. Permítame que le demuestre que ni siquiera un duque frígido puede sobrevivir sin pasión.

Leighton continuó inmóvil.

—No.

—¿Tiene miedo?

—No, falta de interés.

—Lo dudo.

—Realmente le importa un comino su reputación, ¿verdad?

—Si tanto le preocupa la suya, su excelencia, le recomiendo que traiga una carabina.

—¿Y si me resisto a su vida tempestuosa?

—Entonces se casará con la uva y todo estará bien.

Leighton parpadeó.

—¿Uva?

Lady Penelope. —Se produjo una larga pausa—. Pero… si no puede resistirse… —Se acercó a él, su aliento era una tentación en el frío aire de octubre.

—¿Entonces, qué? —preguntó él con voz grave y oscura.

Ya era suyo. Conseguiría que se arrodillara. Y su mundo perfecto con él.

Juliana sonrió.

—Entonces su reputación estará en serio peligro.

El duque guardó silencio; el único movimiento era el lento espasmo del músculo de su mandíbula. Un momento más tarde, Juliana pensó que podía dejarlo allí, con su amenaza cerniéndose en el frío aire nocturno.

Y entonces Leighton dijo:

—Le doy dos semanas. —Juliana no tuvo tiempo de disfrutar de la victoria—. Pero será usted quien aprenda la lección, señorita Fiori.

El recelo se impuso.

—¿Qué lección?

—Que la reputación siempre triunfa.

4

«Caminar o trotar es adecuado.

Las damas delicadas jamás galopan».

Tratado sobre las damas más exquisitas

«La hora de moda es cada vez más temprano…».

El Folleto de los Escándalos , octubre de 1823

A la mañana siguiente, el duque de Leighton se levantó con el sol.

Se aseó, se puso ropa de lino fresca y piel de ante tersa, se calzó sus botas de montar, se anudó su pañuelo al cuello e hizo que le trajeran su montura.

En menos de un cuarto de hora, cruzaba el gran vestíbulo de su palacete, donde aceptó un par de guantes de montar y una fusta de manos de Boggs, su atento mayordomo, y salió de la casa.

Llenándose los pulmones de aire matinal, fresco y henchido de los olores del otoño, el duque subió sin ayuda a la silla de montar, como hacía cada mañana desde el día en que asumió el ducado, quince años atrás.

En la ciudad o en el campo, lloviera o hiciera sol, en invierno o en verano, el ritual era sagrado.

Hyde Park estaba prácticamente vacío a aquella hora tan intempestiva; eran pocos los interesados en montar a caballo sin la oportunidad de que otros los vieran, y aún eran menos los interesados en salir de sus casas tan temprano. Precisamente por eso Leighton disfrutaba tanto de los paseos matinales: el silencio roto solo por los cascos, por el sonido de la respiración de su caballo fundida con la suya mientras recorrían a medio galope los largos y solitarios senderos, que unas horas más tarde se llenarían con los miembros de la alta sociedad que todavía no se habían ido de la ciudad y que deseaban estar al tanto de los últimos cotilleos.

La sociedad elegante comerciaba con la información, y Hyde Park en un hermoso día era el lugar ideal para el intercambio de semejante producto.

Era solo cuestión de tiempo antes de que su familia se convirtiera en el producto del día.

Leighton se recostó sobre su caballo, incitando al animal a avanzar más deprisa, como si con aquello pudiera dejar atrás las habladurías.

Cuando se descubriera el escándalo que rodeaba a su hermana, los cotilleos circularían como la pólvora y su familia se quedaría sin nombre ni reputación que proteger. El ducado de Leighton se remontaba a once generaciones atrás. Habían luchado al lado de Guillermo el Conquistador. Y los que ostentaban el título y la venerable posición muy por encima del resto de la sociedad tenían grabada a fuego una regla inexcusable: que nada mancille el nombre.

Durante once generaciones, aquella regla había sido cuidadosamente respetada.

Hasta ahora.

Durante los últimos meses, Leighton había hecho todo lo posible para asegurarse de que su nombre continuara siendo inmaculado. Había dejado a su amante, se había dedicado con entusiasmo a su trabajo en el Parlamento y había atendido multitud de recepciones cuyos anfitriones dominaban la percepción que tenía la sociedad elegante del decoro. Había bailado danzas campestres. Había tomado el té. Había asistido a Almack’s. Había visitado a las familias más respetadas de la aristocracia.

Había difundido el respetable y aceptado rumor de que su hermana se encontraba en el campo durante el verano. Y después durante el otoño. Y dentro de poco durante el invierno.

Pero no era suficiente. Nada lo sería.

Y esa certidumbre —la aguda evidencia de que jamás podría proteger del todo a su familia del curso natural de los acontecimientos— amenazaba su serenidad.

Solo le quedaba una opción.

Una esposa adecuada e intachable. Una futura niña mimada de la sociedad elegante.

Aquel mismo día debía encontrarse con el padre de lady Penelope. El marqués de Needham y Dolby se había aproximado a Leighton la noche anterior y le había sugerido un encuentro para «hablar del futuro». Leighton no tenía motivos para dilatar la cuestión, pues cuanto antes tuviera la aprobación del marqués, mejor preparado estaría para enfrentarse a las lenguas viperinas cuando se destapara el escándalo.

Una sonrisa tímida acudió a sus labios. El encuentro era una mera formalidad. De hecho, el marqués había estado a punto de hacer la proposición él mismo.

No había sido la única proposición que recibió aquella noche.

Ni la más tentadora.

El duque se enderezó sobre la silla y tiró de las riendas para hacerse de nuevo con el control del caballo. Una imagen apareció en su mente: Juliana enfrentándolo como una guerrera en el balcón de Weston House, lanzando su desafío como si se tratara de un simple juego.

«Permítame que le demuestre que ni siquiera un duque frígido puede sobrevivir sin pasión».

Las palabras resonaron a su alrededor con su cantarín acento italiano, como si Juliana estuviera allí, susurrándole nuevamente al oído. «Pasión».

Cerró los ojos para deshacerse del pensamiento y volvió a espolear a su caballo, como si el viento cortante en sus mejillas combatiera las palabras y el efecto que tenían sobre él.

Juliana lo había provocado. Y había sentido tal ira ante la arrogancia de su tono de voz —por su convencimiento de que todos los principios sobre los que se asentaba su vida eran despreciables— que en aquel momento lo único que deseaba era demostrarle que se equivocaba, que su insistencia en la vacuidad de su mundo era algo tan ridículo como su estúpida apuesta.

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