Estos espectáculos se realizaban al aire libre. Algunos, como veremos, con una coreografía tan aparentemente moderna que exigía que reo, verdugo y público, se fueran desplazando por la ciudad, con sus estaciones, o escenarios diversos, a fin de dar cumplida sentencia de la pena impuesta. Por regla general iban desde el tribunal a la plaza pública, al mercado.
Pronunciada la sentencia se le daba a ésta la máxima publicidad posible, ya que se trataba de mostrar la ejemplaridad del castigo. Era lo que se ha llamado la pedagogía del terror, la forma de luchar contra la violencia y la delincuencia, y que distaba mucho de considerar si el reo se merecía la pena o no. La vida tenía poco valor, y el castigo era, además, una forma de descargar la ira: la fiesta de la justicia se convirtió así en la fiesta de la atrocidad. 9
Las penas que se imponían eran pecuniarias, castigos corporales como azotes y mutilaciones; y, por supuesto, la pena de muerte. Las ejecutaba un funcionario conocido con el nombre de Morro de Vaques. Entre las penas corporales, la más ordinaria de todas era los azotes. Se azotaba al reo llevándolo por calles y plazas. Ahora bien, la forma de conducirlo estaba en consonancia con la falta cometida. Así unos eran llevados encima de un asno, desnudos, recibiendo su castigo en medio de la gritería de los desocupados. Otros eran obligados a correr delante del verdugo, yendo ellos con bragas y ellas con un paño alrededor de la cintura para tapar sus vergüenzas. Algunos recibían el castigo atados a un poste. 10
No podía faltar, ya que el castigo se ejecutaba por las plazas, el trompeta. Era, en realidad, el juglar de la ciudad, quien anunciaba, entre otras cosas, las muertes y exequias de los reyes; y las penas de los reos, tanto de meros azotes como capitales. Dicho trompeta, en los lugares más concurridos, cuando había conseguido reunir a un buen número de espectadores, leía la sentencia, que, inmediatamente, era ejecutada por el verdugo. El reo podía recibir entre cien y trescientos azotes. La escena, por lo tanto, se iba repitiendo a lo largo y ancho de la ciudad. Al parecer todavía asistía más gente a estos castigos cuando se ejecutaban por un adulterio, pues entonces a los azotes en sí se añadía el morbo y una malsana curiosidad 11por saber qué había pasado y cómo había sucedido. A veces era suficiente con dejar a los adúlteros, desnudos, expuestos a la vergüenza pública. No obstante, el castigo que más expectación despertaba era la pena de muerte.
Sabiéndolo, las autoridades elevaban los patíbulos en los lugares más concurridos, o en los próximos adonde habitaba el reo. La pena que se aplicaba era la horca y la decapitación. Esta última estaba reservada para los nobles. Los reos de adulterio, homosexualismo y herejía, eran condenados a la hoguera.
Parece ser que las horcas, en un principio, no eran permanentes. Se elevaban cuando se tenía que ejecutar a alguien. Se emplazaban en el mercado, en la puerta de la mancebía, en la plaza de Predicadores, en la de las Cortes, o bajo el puente de Serranos. Más tarde se hizo una horca de mampostería que se ubicó en el mercado, frente a la Lonja. Se derribó en el siglo XVII.
A los nobles, para ser ejecutados, por decapitación, se les elevaba el cadalso en la plaza de la Catedral, frente a la calle de Caballeros o frente al Real. Los autos de fe se ejecutaban también en la plaza de la Catedral o en sus alrededores, es decir, en la plaza de la Almoina. Los herejes y los acusados de crímenes nefandos eran ejecutados, quemados vivos, en la Pechina, frente al jardín Botánico. 12
Se buscaban, pues, los lugares más concurridos para ejecutar las penas. Máxime si se trataba de autos de fe, que tenían sus propias características: participación de las autoridades religiosas, civiles y personal del Santo Oficio, así como el uso de una vestimenta especial, con los clásicos capirotes para los acusados, y un lenguaje muy elaborado con el que se informaba al pueblo de los pecados de los condenados. 13
Se podía condenar a muerte por los motivos más diversos. Básicamente los castigos se producían cuando había faltas de tipo político, asesinatos, o éstas se cometían contra la ortodoxia y la moralidad. Germana de Foix fue una de las grandes promotoras de estos espectáculos, dada su saña en ejecutar a cuantos agermanados caían en sus manos. 14De éstos, cabe destacar la ejecución de mosén Joan, el portugués, el 9 de agosto de 1524. No fue entonces la muerte en sí en donde recayó la espectacularidad, sino en la degradación que tuvo que padecer dicho sacerdote. Se organizó todo con sumo cuidado: en la plaza de la seo, donde se producían los autos de fe, se elevó un catafalco. Sobre éste colocaron una gran tarima y una mesa con todo lo necesario para decir misa: dalmáticas, cáliz, vinajeras de plata, misal, breviario, tijeras, cuchillo, un candelabro de plata con un cirio apagado, una campana y unas llaves.
A las nueve de la mañana subieron al catafalco el arzobispo y el sacristán. Aquél se colocó en la parte más alta, estando rodeado de todos los jueces. Poco después llegó el reo, rodeado por cinco o seis maestros de Teología. Lo hicieron subir a lo alto de la tarima. Allí le leyeron la sentencia, tras lo cual lo vistieron como si fuera a decir misa. Se colocó entonces el reo al lado del arzobispo, quien lo degradó despojándolo, una por una, de todas sus vestiduras sacerdotales. Luego subió el barbero, quien le cortó el cabello, deshaciendo así su tonsura. Antes, con el cuchillo, le habían raspado los dedos, dado que estos eran los que elevaban la Forma en el momento de la consagración. El arzobispo lo exhortó a bien morir, lo confesó y lo absolvió de la excomunión. Llegados a este punto abandonaron el lugar los jueces, los comisarios y los curas, condenándolo los representantes de la Rota a ser descuartizado. Su cabeza se expondría en la plaza de Játiva. Al reo, entonces, le quitaron las ropas, le pusieron las de la cofradía de los Inocentes, le colocaron una cadena alrededor del cuello, e hizo el recorrido de costumbre, aunque fue a pie, y no lo llevaron arrastrando, como era preceptivo. 15
Los espectáculos medievales y renacentistas rara vez fueron unos espectáculos estáticos. Desde las entradas reales hasta las procesiones o los funerales, se exige de los participantes un movimiento continuo a fin de poder disfrutar de todo el espectáculo en todas y cada una de sus manifestaciones. El estatismo quedará reservado para los rituales dentro de la catedral. Al menos, para alguno de ellos. Los demás tendrán la calle o la plaza, o plazas, como escenarios, lo cual impondrá un movimiento continuo, tanto de «actores» como de espectadores. No podía dejar de suceder lo mismo con las penas de muerte. Tenemos un primer ejemplo de este movimiento en la ejecución de Joan Canamás, quien atentó contra la vida de Fernando el Católico. Condenaron al reo no a la pena que merece, sino a la máxima que se le pueda aplicar. La ejecución se realizó en Barcelona, sobre un patíbulo móvil en el que iba el reo atenazado con tenazas ardientes. En primer lugar en la plaza del Blat le cortaron la mano derecha; a continuación en la calle o plaza del Born le sacaron un ojo. Delante de la Lonja le cortaron la otra mano; en la Plaza Nueva le cortaron la nariz. En el Portal Nou le vaciaron el ojo que todavía conservaba. Después en la calle, o plaza, Canyet, le fue sacado el corazón en vivo siendo después descuartizado, echando sus cuartos a los perros. Se le niega, por lo tanto, como última pena, descansar en tierra sagrada.
En el bando en el cual se anuncia la ejecución se tiene un especial cuidado en advertir a la gente, de la condición y estado que sea, bajo pena de muerte, que no tire piedras
o pretenda herir al reo con arma o cuchillo, a fin de que la ejecución se pueda realizar cumplidamente y por quien debe ejecutarla. El público, pues, no sólo asistía a estas ejecuciones, sino que, a veces, hasta intervenía en las mismas. 16
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