Varios autores - Estudios sobre teatro medieval

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Se publican en este volumen una serie de comunicaciones sobre el teatro medieval de la península Ibérica que se presentaron en el XI Colloquium de la Société Internationale pour l'Étude du Théâtre Médieval (Elx, 2004). En ellas se examina el rico y complejo panorama del teatro medieval peninsular desde diversos ángulos: desde la teatralidad folclórica y la espectacularidad ceremonial a los textos dramáticos escritos en la frontera entre la Edad Media y el Renacimiento; desde el teatro de tema religioso al de tema profano. La pluralidad de aproximaciones metodológicas a dicha materia enriquece sustancialmente el volumen, ya que podemos encontrar aquí desde estudios que relacionan la materia teatral con las artes plásticas hasta los que plantean las fronteras entre el teatro y otras manifestaciones literarias, singularmente la poesía.

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Hay, además, un claro deseo por convertir en espectáculo toda realidad, tal como sucede en nuestra época, aunque en ésta se busca el aspecto comercial, y en aquélla la participación, la fiesta, la comunión. Así la liturgia ilustra muy bien esta tendencia, pues con el esplendor de sus edificios, trajes, y con su música, cánticos y lecturas, significa la verdad de la fe. Una fe que también necesita del cuerpo, del mártir que sufre, y en cuyos miembros atormentados se hace perpetuo el misterio salvador. No olvidemos la gran afición medieval a las reliquias, donde una gota de leche de la Virgen o el prepucio de Jesús van a subrayar la omnipresencia del cuerpo. 1Un cuerpo a través del cual, atormentado y destrozado, se podrá lograr la salvación, o dar testimonio de una fe; o cuyo sufrimiento servirá para llegar a la desesperación, y al máximo castigo posible al no concederle el poder al desesperado la confesión, absolución final, con lo cual la pena y el castigo será doble. Un cuerpo que, lacerado, ya sin vida, puede descansar en sagrado, reflejo de un alma que ha encontrado la paz y el descanso eterno, o ser arrojado, tras negar el consuelo de la Iglesia, a los caminos para pasto de bestias o pasteleros. Así ocurrió en 1559 con un preso al que iban a ajusticiar por varios asesinatos.

Se suicidó en la cárcel dejando escrito antes, con su propia sangre, que lo enterraran en sagrado porque moría como cristiano. No le hicieron caso: lo arrojaron al mar. Luego, en la orilla de la playa, excavaron un hoyo, donde lo enterraron. 2

Fue mucho antes, en 1456, cuando se alcanzó ya un cierto refinamiento. Entonces el conde de Corella, el lunes 27 de mayo, hizo ahorcar en la ventana de la casa de mosén Gauderich a un joven tejedor, justo en el momento de la consagración, y sin concederle la confesión. 3

La pena de muerte, lógicamente, y como ya hemos comenzado a vislumbrar, no va a ser ajena a esta carga ideológica dimanada del poder. Todo lo contrario: es una palmaria muestra de la justicia, es el espectáculo que de forma más clara y contundente va a plasmar el fin de los disidentes y marginados, de los que traspasan lo que el poder o las leyes consideran justo y recomendable. Los cuerpos de los reos, atormentados y mutilados, se convertirán en su redención y en el aviso a sus congéneres. También en una válvula de escape para una sociedad atemorizada por pestes y guerras.

La pena de muerte a fin de que sea efectiva, si se toma como un castigo ejemplar, tiene que ser pública. De lo contrario dicha ejemplaridad quedaría reducida a una mera venganza, o a un protegerse contra unas determinadas personas, que ni siquiera se merecen nuestra compasión. La mentalidad medieval es posible que viera en la pena de muerte un castigo, una venganza, al menos en ciertas ocasiones; pero también veía en ella, sobre todo, una advertencia. Advertencia que se hacía pública, tanto en su ejecución como en la exposición del cadáver del reo o de sus restos. No se entiende, de otra forma, el descuartizamiento de los ejecutados ni la distribución de sus miembros por puertas de entrada a la ciudad y cruces de caminos, los lugares más concurridos. Ni las burlas que tales prácticas generaron. Son de sobras conocidos los cuentos macabros sobre los restos de los ejecutados, el más famoso de los cuales lo hallamos en el capítulo VII de El buscón:

Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos, y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa verle en ellos, haciendo mesa franca a los grajos. Pero yo entiendo que los pasteleros desta tierra nos consolarán, acomodándole en los de a cuatro. 4

Bromas macabras aparte, la pena de muerte estaba considerada como un castigo ejemplar, y, por lo tanto, de visión obligada. Como veremos por los testimonios aportados, no hacía falta obligar a la gente a asistir a estos espectáculos justicieros. Cabe considerar, por otra parte, que durante la Edad Media fueron muchos los libros que se compusieron sobre el arte de bien morir. La buena muerte era aquella que se anunciaba, que se veía venir, y que daba tiempo a disponerse, a despedirse de deudos y parientes, y a hacer de la misma un espectáculo público. Nada más aleccionador, al respecto, que las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. O, en el caso contrario, el grave problema que se generó en la Corona de Aragón cuando el rey Joan II murió de repente, propiciando así que Bernat Metge, su secretario de cartas latinas, compusiera Lo somni, obra mediante la cual trata de demostrar la buena muerte, pese a lo imprevista de la misma, del rey. En manos de Metge lo que se consideraba un castigo, se convierte en una prueba que ha puesto Dios a los súbditos de dicha corona.

Ante una ejecución capital, por lo tanto, el espectáculo podía ser doble: se trataría, por una parte, de asistir a él sencillamente como a un castigo ejemplar, para ver lo que le sucede a quien se enfrenta contra el poder establecido. Y, por otra; de comprobar hasta qué punto la iglesia o los predicadores han tenido éxito y han sido capaces de ablandar o rendir al que va a perecer. El padre de Pablos, el buscón, es muy consciente de su papel, y ofrece todo el valor del que es capaz: se percata de que falta un escalón para llegar al cadalso, y lo advierte, se limpia las barbas, se ajusta la soga a la nuez, y le dice al confesor, a fin de abreviar, que da las oraciones por dichas. 5

Suponiendo que el espectador necesitara de alguna justificación para estar al pie del cadalso, el primer sentimiento que se crearía, por lo tanto, ante un ajusticiamiento, sería el de saber si aquélla era una buena muerte o no. Hubo consideraciones contrapuestas al respecto. Para Martínez Gil ese titubeo es bien perceptible en la ambivalencia que despertaba en el público, en el que se mezclaba la atracción y el rechazo, la complacencia y el horror. 6Sea como fuere, nunca faltaban espectadores en las penas de muerte:

Por la rueda o por la horca, por degüello o por hoguera, la ejecución se desarrolla como una auténtica interpretación dramática, donde el patíbulo es el escenario, el verdugo y el condenado, los dos actores principales, los mirones en turbamulta, los espectadores. 7

A estos castigos ejemplares se había llegado, al parecer, por un cambio de mentalidad. Si en un principio se había considerado que el pecado y el delito se podían redimir, se pasó luego a considerarlos, y juzgarlos, como un crimen contra el estado y la divinidad.

No podemos olvidar, por otra parte, que era ese concepto de crimen o de rebelión el que estaba presente en el castigo de la época clásica, la pagana, y aún antes. Al fin y al cabo nada cuesta más de erradicar de un país o de una civilización que sus costumbres.

El sentido de la justicia era todavía pagano en sus tres cuartas partes. Era necesidad de venganza. La Iglesia había tratado, ciertamente, de endulzar los usos jurídicos, impulsando a la mansedumbre, a la paz y al carácter conciliador; pero el sentido del derecho propiamente dicho no se había modificado por ello. Al contrario, se había hecho aún más extremado, incorporando a la necesidad de sanción el odio al pecado. Mas el pecado era con harta frecuencia, para aquel vehemente espíritu, aquello que hace el enemigo. El sentido de la justicia había ido extremándose poco a poco, hasta llegar a ser un puro saltar del polo de un bárbaro concepto del ojo por ojo y diente por diente, al polo de la aversión religiosa por el pecado. Simultáneamente se sentía más y más la urgente necesidad de que el Estado castigase con rigor. El sentimiento de inseguridad, el exagerado temor, que implora el poder público en toda crisis una política terrorista, se había hecho crónico en la última Edad Media. La idea de que hay que purgar todo crimen fue retrocediendo paulatinamente, para convertirse en una supervivencia casi idílica de antigua ingenuidad, a medida que se consolidaba la idea de que el crimen significa al mismo tiempo un peligro para la sociedad y un ataque a la majestad divina. De esa suerte fue el final de la Edad Media una época de florecimiento embriagador de una justicia minuciosa y cruel. No se paraba mientes ni un momento en si el malhechor había merecido su castigo. Se experimentaba la más íntima satisfacción ante los actos ejemplares de justicia, que practicaban los príncipes por sí mismos. De tiempo en tiempo iniciaban las autoridades campañas de rigurosa justicia, ya contra los ladrones y bandoleros ya contra las brujas y encantadores, ya contra la sodomía. Lo que nos sorprende en la crueldad de la administración de justicia en la última Edad Media, no es una perversidad morbosa, sino el regocijo animal y grosero, el placer de espectáculo de feria que el pueblo experimenta con ella. 8

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