La derrota no llevó a Allende a moderar sus posiciones ni a renunciar a proponer al país las grandes transformaciones que consideraban necesarias para poner fin a las injusticias que golpeaban a la mayor parte de la población. Así, el 10 de diciembre, en el Senado, defendió una vez más la necesidad de una reforma agraria al presentar una iniciativa para lograr una mejora sustancial en las remuneraciones de los campesinos (Archivo Salvador Allende, 5, 1990: 47-48):
Fui candidato de los partidos populares y en las provincias agrícolas del país obtuve una votación sin precedentes. El campesino chileno se ha movilizado. No se movilizó, como lo han dicho, artera y cobardemente, algunos editorialistas en cierta prensa llamada seria, porque alguna vez un hombre responsable de los partidos populares les hubiera ofrecido potreros pertenecientes a determinados propietarios. Eso jamás sucedió.
Tuve especial interés en ser yo, el candidato de los partidos populares, quien planteara al país la reforma agraria. Dicha reforma, señor Presidente y señores senadores, es un hecho social y económico imposible de detener en el país. Pero la planteé siempre con la responsabilidad del hombre que ha estudiado, junto con sus compañeros, esta materia; convencido de que la economía de Chile reclama una reforma agraria; con plena conciencia de que la realidad social chilena la exige. Y por eso he repetido, hasta la saciedad, que estamos gastando cien millones de dólares al año para traer alimentos que podríamos producir. Señalé la necesidad de esa reforma porque conozco, como médico, los déficits de alimentación.
Sé cómo está marcado el niño proletario y conozco las diferencias que existen entre los niños que van a las escuelas primarias y los de las preparatorias de los liceos. Es decir, lo hice con patriótico fervor, para evitar que mañana la insurgencia sin destino vaya, quizás, a caer en la violencia y puedan segarse vidas injustamente. Por eso hemos reclamado una preocupación seria sobre la reforma agraria. Y demostraremos esa necesidad con hechos, mediante datos irrefutables de la FAO y de la CEPAL que expondremos en la próxima semana.
Semanas después tuvo lugar el acontecimiento que cambió la historia de América Latina en el siglo XX, la Revolución cubana, que tuvo una gran influencia en la radicalización de las luchas populares y en la respuesta de las burguesías nacionales y el imperialismo norteamericano. En los primeros días de 1959, después de la liberación de Santa Clara y de la entrada triunfal en La Habana de los guerrilleros de la Sierra Maestra, Allende se encontraba en Venezuela para la asunción del poder por parte de su amigo Rómulo Betancourt y decidió viajar a Cuba. Allí, por mediación del dirigente revolucionario Carlos Rafael Rodríguez, pudo reunirse con el comandante Ernesto Guevara en el cuartel de La Cabaña (Debray, 1971: 69-72):
Ahí llegué yo y ahí estaba el Che. Estaba tendido en un catre de campaña, en una pieza enorme, donde me recuerdo había un catre de bronce, pero el Che estaba tendido en el catre de campaña. Solamente con los pantalones y con el dorso descubierto, y en ese momento tenía un fuerte ataque de asma. Estaba con el inhalador y yo esperé que se le pasara, me senté en la cama, en la otra, entonces le dije: «Comandante», pero me dijo: «Mire, Allende, yo sé perfectamente bien quién es usted. Yo le oí en la campaña presidencial del 52 dos discursos: uno muy bueno y uno muy malo. Así es que conversemos con confianza, porque yo tengo una opinión clara de quién es usted».
Después me di cuenta de la calidad intelectual, el sentido humano, la visión continental que tenía el Che y la concepción realista de la lucha de los pueblos, y él me conectó con Raúl Castro y después, inmediatamente, fui a ver a Fidel. Recuerdo como si fuera hoy día: estaba en un Consejo de Gabinete. Me hizo entrar y yo presencié parte de la reunión. Hubo una cena y después salimos a conversar con Fidel a un salón. Había guajiros jugando ajedrez y cartas, tendidos en el suelo, con metralletas y de todo. Ahí, en un pequeño rincón libre, nos quedamos largo rato. Ahí me di cuenta de lo que era, ahí tuve la concepción de lo que era Fidel.
La Revolución Cubana le enseñó que «un pueblo unido, un pueblo consciente de su tarea histórica, es un pueblo invencible». Después de aquel primer encuentro, Fidel Castro y Salvador Allende se convirtieron en amigos verdaderos, no sin mantener discusiones «profundas y fuertes», según Allende, quien también se consideraba amigo de Guevara. Precisamente a Debray le confesó que el Che le regaló uno de los primeros ejemplares de La guerra de guerrillas:
Este ejemplar estaba encima del escritorio del Che, debe haber sido el segundo o tercer ejemplar, porque –me imagino– el primero se lo dio a Fidel. Y aquí tienes una dedicatoria que dice: «A Salvador Allende que por otros medios trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che».
Con el Che se reencontró en 1961 en Montevideo, con motivo de las jornadas antiimperialistas organizadas en la Universidad de la capital uruguaya en respuesta a la Conferencia de Punta del Este en la que en aquellos días Kennedy lanzaba su propuesta de Alianza para el Progreso:
Esa noche el Che me invitó al hotel en que estaba hospedado para conversar durante la comida. En esa ocasión me presentó a su madre, la quería mucho. En medio de la conversación me contó un secreto del momento: al día siguiente viajaría a Buenos Aires, en forma reservada, invitado por el presidente argentino de la época, el civil Arturo Frondizzi. El viaje se realizó y la consecuencia del encuentro privado pero evidentemente político fue el derrocamiento de Frondizzi. Poco después el presidente de Brasil, Janios Cuadros, sería derribado por condecorar al Che a su paso por Brasil.
Salvador Allende fue un gran amigo de la Revolución cubana y la defendió en todos los foros. En infinidad de ocasiones proclamó que la dictadura de Fulgencio Batista y la tutela del imperialismo estadounidense sobre los destinos de la isla sólo dejaron el camino de la insurgencia a quienes quisieran luchar por la independencia nacional y la justicia social. En cambio, creía que en Chile la izquierda podía conquistar la Presidencia de la República en las urnas y desde el gobierno dirigir un proceso de hondas transformaciones que abriera paso a la construcción del socialismo. Asimismo, tenía presente la posibilidad de que Washington agrediera al gobierno revolucionario de La Habana, como le había sucedido en 1954 al presidente guatemalteco Jacobo Arbenz.
Precisamente, el 4 de diciembre de 1956 defendió desde la tribuna del Senado chileno las reformas que el derrocado presidente, a quien los senadores derechistas calificaban recurrentemente de «comunista», intentó llevar a cabo en su país (Archivo Salvador Allende, 1, 1990: 127-128):
¡Decir que Guatemala tuvo un gobierno comunista! ¿Por qué? ¿Se nacionalizaron las industrias? ¿Se expropió la tierra en su integridad? ¿Se terminó con la propiedad privada? No, señor Presidente. Entonces ¿qué razones se tienen? ¿Acaso no existía un Parlamento elegido por el pueblo y un Poder Judicial autónomo? (...)
¿También fueron comunistas, para muchos de Sus Señorías, Rómulo Gallegos y Rómulo Betancourt? ¡Claro! ¡Si se atrevieron a tomar dos o tres medidas contra las empresas del petróleo! Creo que les alzaron los impuestos y les exigieron respeto a los trabajadores... ¡y eso bastó!
Contra el gobierno de Gallegos, la más limpia expresión de la voluntad de un pueblo en la historia de América, se levantó la rebelión militar que Betancourt denunció como «la internacional de las espadas», acción bendecida y protegida por la hipocresía de la diplomacia internacional, inspirada por el Departamento de Estado.
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