La vida como una noción sustancializada solo apareció dos mil años más tarde, junto con la ciencia que se proponía estudiarla. El término biología fue acuñado por el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck a principios del siglo XIX. Se oponía a las orientaciones de la época barroca en botánica y en zoología que tendían a reducir estas dos disciplinas al estatuto de mera clasificación. Al inventar este término definía un nuevo campo de estudio: “la ciencia de la vida” (Illich 2008, 618).
Un nuevo campo y un nuevo objeto, la vida en la que confluyen todos los vivientes. Al parecer, la lectura de los autores aquí recuperados puede ayudar a comprender mejor la segunda parte de Las palabras y las cosas. Foucault intuía que la biopolítica no era la introducción del hombre en los procesos biológicos, sino la imbricación muy marcada de hombres y animales en un proyecto general de gestión. La biopolítica por tanto no puede ser estudiada de manera humanista haciendo aparecer la pérdida de marcas culturales como un proceso de reducción de lo humano a lo animal (Agamben) o como la entrada de lo humano a procesos meramente biológicos. Debe y puede tratarse de manera deconstructiva, es decir, pensando en que las continuidades y los umbrales entre los vivientes no están claros. La biopolítica no puede ser un humanismo, debe ante todo tomar en cuenta también cómo se construyó ese objeto, tan problemático, que es “el animal”.
Indistinción, separación, continuidad
Pero ¿de dónde viene esta preocupación por la constitución del animal y de la naturaleza? De hecho, al menos por una revisión cotidiana más o menos profunda, la naturaleza es imposible de apresarse, de clasificarse, de catalogarse. ¿Evolución? ¿Progreso de las ciencias? ¿Mejor conocimiento del mundo? ¿Las percepciones sobre lo animal son asunto de una mejor gestión de la vida en el planeta? ¿Por qué la preocupación sobre el animal confluye en un espacio de clasificación, de problematización? ¿Significa ese discurso sobre la naturaleza una partición y una continuidad? El saber biológico introduce al hombre en la animalidad y al animal en la humanidad, al tiempo que el discurso moral los separa. Para Giorgio Agamben, “el conflicto político decisivo” de nuestra cultura radica en “preguntarse en qué modo el hombre ha sido separado del no hombre y del animal en lo humano (el misterio práctico político de la separación es más urgente que tomar decisiones sobre las grandes cuestiones, sobre los llamados valores y los derechos humanos)” (Agamben 2005, 28-29). Sin embargo, aunque estemos de acuerdo con el pensador italiano, debemos hacer una inflexión en este pensamiento de la separación y es que según lo hemos dicho aquí, la explicación de los saberes desde el siglo XVIII implicó que no había tal separación, que todos los vivientes fueron tratados por igual. A eso le llamamos biopolítica. Volver a separar cada uno de los vivientes en su singularidad nos parece que puede ser la inflexión. Ello nos permite pensar no un corte general y abstracto sobre lo humano y lo animal, sino una multiplicidad de cortes entre los miles y miles de vivientes. Un poco como la historia de cada uno de los caballos de Aldrovandi. O mejor aún, como la propuesta derridiana de la superación del umbral. El umbral, el límite entre lo humano y lo animal, ha sido uno de los factores que dieron cuenta de la separación abstracta entre hombre y animal. Tomaré dos ejemplos.
Recupero aquí el argumento de Agamben sobre la época: “En el corazón de un hombre habita, peligrosamente, un animal”. Ese cliché no debe ser tomado como algo inocente. Autores diversos piensan, desde la lógica del sentido común, que “los hombres tienen una parte animal que no pueden negar” o que “la modernidad ha negado la parte animal”. No es ello, desde luego, la hipótesis de una persona común, sino de connotados filósofos. Hipótesis que, dependiendo de su complejidad, se toma más o menos en serio. Pero, no es un discurso que no deba ser analizado. Todo lo contrario. Una vez hecha la separación entre las palabras y las cosas, correspondía hacerla entre los parlantes y las cosas, entre la naturaleza y el hombre, entre los animales y el hombre. Hay que hacer una demarcación estricta, objetiva entre unos y otros. Sobre todo, si hay especies muy parecidas morfológicamente al hombre. Así, Linneo se pelea con Descartes “que nunca ha visto un mono”, y que, sin embargo, los reduce a seres mecánicos. Pero también se pelea con los teólogos, de quienes no está dispuesto a aceptar la teoría de que la diferencia es que los animales no tienen alma. Así, estrictamente en un análisis de la morfología, Linneo introduce el tema del pigmeo y del hombre equiparándolos en una misma línea, buscando siempre rescatar alguna diferencia.
Pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista, que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos más que el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los otros dientes (cit. en Agamben 2010, 38).
El texto de Linneo no explica nada acerca de las diferencias o similitudes entre humano y no humano, más bien describe una preocupación y una “extravagancia” de Linneo al introducir el asunto de lo humano con el ejemplo del pigmeo. De cualquier forma, el texto muestra una discusión de la época. Esa discusión tiene que ver con la cuestión de los límites.
En general, en el antiguo régimen, las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y fluctuantes de lo que serían en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los órdenes y las clases, porque se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. […] Además la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas zonas de indiferencia en las que no era posible la asignación de identidades ciertas (Agamben 2010, 38).13
En estos términos, Agamben sigue varios textos de la época en los que el límite entre los monos y el hombre era “todo menos claro”. Lo mismo con las cuestiones relacionadas con el Orang Outang o con el pigmeo, que aparece como animal intermedio entre el mono y el hombre. En la época referida, las fronteras eran amenazadas y las preocupaciones implicaban ese terror a que en algún momento hubiese un espacio de indistinción (cuestión freudiana sobre el sueño y la imaginación) en el que las propiedades circularan por comparación entre unos seres y otros. La cuestión de los hombres lobo, por ejemplo, todavía fresca en la imaginación europea, no hacía referencia solo al out of law, a quien se le daba muerte con la ley, sino a la posibilidad real de devenir animal. Lo mismo con los datos de la experiencia, que debían ser sometidos a la “comparación” y en los que los hombres tenían, cada uno en sus facciones, su correlato animal: ya este tiene cara de gato, ya aquel de perro, etcétera.
Veamos lo que dice Agamben sobre la indistinción de la disertación de Edward Tyson sobre las relaciones entre hombres, monos y pigmeos, en cuyo título se muestra toda la complejidad y preocupación y que nos hace suponer que el desgarrón entre la vieja historia de Adrovandi y la de Jonston no es casual.
Basta con una simple mirada al título completo de la disertación para darse cuenta de cómo las fronteras de lo humano estaban no solo amenazadas por los animales verdaderos sino también por las criaturas de la mitología: Ourang Outang, Sive Homo silvestris, or the anatomy of a pygmie, compared with that of a monkey, and Ape and a Man, to which is Added a Philological Esssay concerning the pygmies, the cynocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients: Wherein it will appear, that they are either Apes or Monkeys, and not Men as Formely pretended (Agamben 2010, 40).
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