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Mariana Travacio: Como si existiese el perdón

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Mariana Travacio Como si existiese el perdón

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Como si existiese el perdón es una historia de venganza y redención. Mariana Travacio nos conduce a través de un mundo desolado, que traerá inevitablemente a la memoria las mejores páginas de Juan Rulfo, hasta un final inevitable que tiene sabor de venganza antigua. Inevitable decíamos, porque todos los personajes de esta historia parecen marcados por la fatalidad, pero también porque la autora no nos da la oportunidad de apartar la mirada de este libro duro y memorable, con un estilo tan desnudo y poético como los paisajes que describe. Un libro cargado de simbolismos, con una historia que atrapa e impacta por su crudeza. Desde la primera página, el lector comprobará que tiene en la mano algo más que un western kafkiano o una nueva vuelta de tuerca a la literatura gauchesca. Esta novela es, sobre todo, una fábula moral sobre la naturaleza humana, la violencia y la justicia."Bella en su terror apaciguado, profunda en su elocuente llaneza." Debret Viana"Se inscribe en la mejor tradición latinoamericana." Marcelo Carnero"Un relato brutal, semialucinado, del que emergen como únicos luceros la fraternidad y la posibilidad del amor." Pedro Spinelli

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Como si existiese el perdón

Como si existiese el perdón - изображение 1

Mariana Travacio

Como si existiese

el perdón

las afueras

© Mariana Travacio, 2016

Publicado por primera vez en Metalúcida, Argentina, 2016

© de esta edición, Editorial Las afueras, 2020

Av. Diagonal, 534, 2º 2ª

08006 Barcelona

www.lasafueras.com

ISBN: 978-84-121457-1-7

Diseño de la colección: Hermanos Berenguer

Maquetación: María O’Shea

Imagen de la cubierta: Gauchos en la provincia de Chubut, Argentina

Foto: Reiner Harscher

Un fantôme ne meurt jamais,

il reste toujours à venir et à revenir.

jacques derrida

1

Allá, donde vivíamos, venía el viento norte. Era un viento de calor que nos cercaba despacio hasta instalarse como un perro hambriento. Cuando nos tenía rodeados, dormíamos unas siestas interminables. Nos despertábamos cuando el sol se iba y el cielo quedaba con un resplandor que seguía levantando el olor de la tierra seca.

En una de las vueltas del viento norte, se nos apareció Loprete. Llegó lúgubre, un poco perdido, preguntando por Pepa. Hablaba sin urgencia, pero decidido. Busco a Pepa, dijo, apenas lo vimos en lo del Tano. Lo dijo seco, como si tuviera la boca vacía y se le llenara con eso. Lo miramos extrañados, un poco sorprendidos por su figura concreta en la tarde abrasadora, como si la bruma de polvo que nos envolvía esa tarde lo hubiese materializado para que así de repente preguntara por Pepa.

La única Pepa que conocíamos era la hija del viejo Antonio, que vivía en la otra punta. Antonio era carpintero. Sin Antonio no hubiéramos tenido dónde jugar a las cartas, ni dónde dormir. El Tano le sostuvo la mirada: para qué la busca, compañero. Y Loprete, que en ese momento no era más que una figura maciza recién salida de la bruma, no dudó: mire compadre, la ando buscando porque se me perdió. Y el Tano, después de mirarnos a ver si estábamos atentos, le dijo: bueno, siéntese aquí con nosotros, se toma una ginebra y nos cuenta cómo fue que se le perdió.

Así lo conocimos a Loprete. Y la Pepa que se le había perdido no era la nuestra. Eso lo sospechamos de entrada. Loprete se tomó cinco ginebras esa tarde, mientras se hacía de noche. Y Pepa no se le había perdido. Más bien se le había ido.

El Tano quiso ayudarlo: quédese con nosotros. Cuando amainen los calores, salimos todos a buscarla. Pero Loprete no quería: no puedo esperar. Si espero así, Pepa se me pierde del todo. Y el Tano que no: es puro desierto, amigo. Cálmese. Ya iremos. Y no sé si fueron las ginebras o algo que dijo el Tano, pero Loprete desenvainó el cuchillo antes de que pudiéramos ponernos de pie. Lo quiso gargantear al Tano y se armó una fea. Es que el calor trae malos humores, y el viento norte, allá, nos traía estas cosas. Loprete acabó malherido, y nosotros, sin remedio a la mano. Agonizó toda la noche. Lo enterramos poco antes del amanecer. Juancho hizo el pozo. Yo sostenía la lámpara. Y el Tano vigilaba que el cadáver no tuviera otro ataque de ira.

2

Cuando le contamos que nuestra Pepa era una muchacha de carnes jóvenes, de ojos negros, hija del carpintero, Loprete soltó una carcajada rabiosa que todavía escuchábamos, de tanto en tanto, cuando nos agarraba el recuerdo.

El Tano quiso saber si la Pepa que andaba buscando era su esposa. ¿Pepa es su mujer?, le preguntó. Loprete terminó la segunda ginebra y le contestó como si se tratara de un asunto muy serio: nunca necesité mujer.

Empezó a hablarnos de sus campos. Grandes campos, decía, y lluvias que hacían crecer los pastos y la hierba. Todos lo mirábamos incrédulos, esa tarde, casi noche, cuando se tragaba la tercera ginebra. Tuvo que apoyar el vaso para toser con el cuerpo cuando el viento le trajo algo de polvo a los pulmones. No estaba acostumbrado a la tierra seca. Eso se notaba.

Es que allá llueve, nos decía, y la tierra queda agarrada al suelo. No hay viento que la levante. Todo abril y todo noviembre son de agua. Nosotros lo escuchábamos absortos, pretendiendo descubrir dónde era la tierra esa, tan generosa, que daba tanta hierba. La nuestra era mezquina, nunca daba mucho, ni cuando nos tocaban las pocas lluvias que teníamos.

3

Al principio nos daban ganas de golpear la tierra, donde jugábamos a las cartas, ahí donde lo sepultamos. Queríamos golpear la tierra para que se despertara. En esos días nos agarraba seguido el recuerdo. No lo hablábamos, pero todos sabíamos. Nos juntábamos a tomar unas ginebras, como antes, pero la mirada se le iba al Tano, o se me iba a mí, o a Juancho, y todos sabíamos para dónde se iba. Se iba al vientre tajado de Loprete, a las manos del Tano queriendo taparle las tripas, a la sangre que lo mismo caía y que la tierra nuestra se tragaba sedienta, a las paladas de polvo cayendo sobre el cuerpo todavía caliente de Loprete. Y a las palabras del Tano haciéndonos jurar: esto nunca pasó.

4

Dos semanas después de que lo sepultáramos aparecieron tres hombres, a caballo, en lo del Tano. Juancho no estaba: su esposa lo había mandado a llamar porque iba a nacerle el hijo. Pero estábamos el Tano y yo. De eso me acuerdo. Los caballos venían levantando la polvareda desde el horizonte. Se oían los cascos contra la tierra seca. Todavía quedaba el resplandor de la tarde cuando llegaron. Uno solo, el más alto, se bajó del caballo cuando lo vio al Tano. Lo miramos bajar y pensamos que era Loprete, recién resucitado, que venía a reclamarnos lo que le habíamos hecho. Buenas tardes, dijo, ando buscando a mi hermano. Y el Tano, calmado, como si le hablaran de una gallina, o como si esa figura que se había bajado del caballo no fuera el mismísimo Loprete, les invita una ginebra. Siéntense, amigos, tomemos unas ginebras antes de que oscurezca. Así supimos que eran nueve hermanos. Estos tres salieron a buscar al que se había perdido cuando su madre avisó que lo había visto correr detrás de una cabra, al sol del mediodía, y que ya no lo había vuelto a ver. Desde entonces lo buscaban. Y el Tano, tranquilo, diciéndoles que nunca habíamos visto a un hombre así, ni tan alto ni tan delgado ni mucho menos tan parecido al que teníamos enfrente: José es mi hermano mellizo. Así nos describió al hombre que buscaban. Y el Tano, imperturbable, que no. Y debe haberles sonado convincente, porque tomaron esa sola ginebra y se excusaron: sabrán disculpar, pero tenemos que seguir; su madre lo quiere de vuelta.

5

Juancho siempre había dicho que quería que su hijo se llamara José. Pero cuando se enteró de que José era el nombre del Loprete que teníamos sepultado en lo del Tano, corrió a la casa a pedirle a Ramona que le buscaran otro nombre. Tiene que ser José, decía Ramona, como el abuelo. Y Juancho buscando un modo de convencerla. Pero no hubo caso: bastaba que Ramona lo mirara con esos ojos de niña buena para que Juancho cediera a todos sus pedidos. Siempre había sido así, desde aquella Navidad, cuando se conocieron en lo del viejo Antonio. Al viejo le gustaba contar la historia: tenían nueve años los dos. Ya era tarde y la madre de Ramona quería irse. Pensó que su hija estaría dormida sobre algún colchón, ahí adentro, pero cuando fue a buscarla la encontró sentada en la cama de Pepa. Ya no tenía las trenzas ni los moños rojos que le había puesto. Juancho estaba a su lado y le miraba la cabellera crespa como si fuera la de una santa a la que se le llevan ofrendas porque hace milagros. Con una mano le acariciaba el pelo y con la otra la peinaba con un cariño que daba respeto.

El hijo de Juancho se llamó José.

6

Los hermanos de Loprete volvieron a lo del Tano unos días después. Llegaron a media mañana, bastante decididos. Estábamos el Tano y yo, solos, tomando unos mates. Sentimos el galope, a lo lejos, mucho antes de que llegaran. El Tano enseguida me dijo: ahí vuelven, hablo yo. Así me dijo, tranquilo, mientras me daba el mate. Llegaron al rato.

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