Mariana Travacio - Como si existiese el perdón

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Como si existiese el perdón: краткое содержание, описание и аннотация

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Como si existiese el perdón es una historia de venganza y redención. Mariana Travacio nos conduce a través de un mundo desolado, que traerá inevitablemente a la memoria las mejores páginas de Juan Rulfo, hasta un final inevitable que tiene sabor de venganza antigua. Inevitable decíamos, porque todos los personajes de esta historia parecen marcados por la fatalidad, pero también porque la autora no nos da la oportunidad de apartar la mirada de este libro duro y memorable, con un estilo tan desnudo y poético como los paisajes que describe. Un libro cargado de simbolismos, con una historia que atrapa e impacta por su crudeza. Desde la primera página, el lector comprobará que tiene en la mano algo más que un western kafkiano o una nueva vuelta de tuerca a la literatura gauchesca. Esta novela es, sobre todo, una fábula moral sobre la naturaleza humana, la violencia y la justicia."Bella en su terror apaciguado, profunda en su elocuente llaneza."
Debret Viana"Se inscribe en la mejor tradición latinoamericana."
Marcelo Carnero"Un relato brutal, semialucinado, del que emergen como únicos luceros la fraternidad y la posibilidad del amor."
Pedro Spinelli

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Esa mesa inauguró el bar que después tuvo dos mesas, porque lo del Tano era así: tenía dos mesas que él sacaba afuera de día, temprano, y metía adentro de noche, muy tarde. Salvo la siesta, en las mesas del Tano pasaba todo. Pero esa primera mesa nunca fue por el bar. Fue por Pepa, la de los ojos que calmaban al Tano por la pura congoja que le daba haber perdido a su mujer. La hermana del Tano no se cansaba de decirme que era preciosa. Unos pelos lacios que le caían hasta la cintura y unos ojos negros que miraban como dagas. Eso había perdido el Tano, allá joven, y eso añoraba todavía.

12

La hermana del Tano era tan flaca y tan alta que me hacía acordar a esos espinos que teníamos allá. Se transportaba desde esas alturas con unos pasos tan decididos que no me acostumbraba: la seguía mirando con la misma sorpresa de cuando llegamos, todavía sacudiéndonos la carrera del viaje. Tenía la cara limpia, sin rastros de queja. Y hablaba igual que el Tano, como si hubiesen nacido con todas las respuestas adentro. Una vuelta le pregunté por qué no tuvo hijos. Me dijo que no se le dio. Así me dijo: no se me dio, Manoel. Le pregunté si no había tenido marido. Sí, tuve, me dijo. Se murió enseguida. Le pregunté si no quiso buscar otro. Que no, me dijo. No, Manoel, tuve ese solo. Su casa era de una escasez persistente, pero a mí me parecía un palacio. Recién llegados, eso creí que era, un palacio de techos altos y paredes sólidas con un patio en el centro y ese zaguán por donde la veíamos pasar, cuando salía a la vereda, a tomar unos mates en la brisa corta de esos días. Con el tiempo me di cuenta de que era una de las casas más humildes y viejas de la ciudad. Pero cuando llegamos, más bien me parecía una fortaleza. Cuando el miedo apretaba, me calmaba mirar esas paredes. Nunca había soñado con una casa tan entera.

13

Nos preguntábamos seguido, al principio, si los hermanos de Loprete nos estarían buscando. Ni modo de enterarnos. Inventábamos.

Que habían vuelto y que habían encontrado el rancho del Tano vacío. Que de ahí se habían ido a lo de Juancho. Que Juancho no estaba. Que lo esperaron. Que cuando Juancho volvió les dijo que no sabía nada de nosotros.

Que habían vuelto. Que al ver el rancho del Tano cerrado, se fueron directo para lo de Juancho. Que Juancho les preguntó si era cierto que le habían rebanado una oreja al Tano.

Que habían vuelto. Que al ver el rancho del Tano vacío, fueron a buscarlo a Juancho. Que Juancho les dijo que no sabía para dónde habíamos ido. Que entonces le cortaron una oreja a Juancho.

Como haya sido, el Tano siempre me recordaba que aquella mañana, cuando lo invitó a Juancho a venir con nosotros, le dijo que nos íbamos a lo de un tal Ramírez, camino al norte.

Probablemente Juancho les dijera: se fueron para lo de Ramírez, camino al norte. A veces el Tano se fastidiaba con Juancho: terco, decía, muy terco, él tenía que venir con nosotros.

14

Seguía extrañando el olor de la tierra seca y las tardes de ginebras en lo del Tano. Quería volver a estar sentado en esas mesas, a la hora del resplandor, cuando empezaba la noche. Pero era inevitable pensar que, aunque volviéramos, ya no podríamos estar ahí, solo viendo pasar las horas, como antes. No dejaba de pensar en Juancho y en el viejo Antonio. Un día le pregunté al Tano qué hubiera pasado si en vez de venirnos nos hubiésemos quedado. El Tano se quedó callado, después sacudió la cabeza como si se quisiera sacar de encima algo que lo incomodaba y me dijo que él también pensaba seguido en eso. Yo pensaba en eso y también pensaba que ya quería volver. No me animaba a decírselo, pero quería volver. Me costaba quedarme en este pueblo, sin saber lo que había pasado allá, donde habíamos dejado nuestras cosas, cuando nos vinimos.

15

Aquella noche se me desordenaba en la cabeza. Quería repasarla, pero se me escurría. Un día me animé: Tano, ¿quién de nosotros lo mató? Los recuerdos me llegaban rotos. Me acordaba de Loprete apoyando el filo del cuchillo en la garganta del Tano, después el Tano que le agarra la mano y echa la silla para atrás, Juancho que saca su cuchillo, Loprete en el piso, nosotros tres alrededor, después la sangre sobre la tierra y el Tano queriendo taparle la rajadura, como si pudiera borrarla con las manos.

Fui yo, me dijo.

Yo no estaba tan seguro, los tres teníamos cuchillos, pudo haber sido cualquiera. Se lo dije. Y se ve que mi duda lo animó, porque se tocó el muñón de oreja que le quedaba y me lo contó todo de una vez. Así me enteré que el Tano sabía quiénes eran. Que los Loprete eran dueños de grandes campos y que era cierto lo que Loprete contaba aquella noche: grandes campos de agua. Y que ahí habían ido a parar mi padre y mi madre. Por trabajo. Y que ahí habían muerto los dos. Que el padre de los Loprete se había empecinado con mi madre, así me dijo: se empecinó con ella, Manoel. Tu padre aguantó todo lo que pudo. Pero un día, mientras limpiaba las caballerizas, le explotó la ira que tenía adentro. Toda la ira junta, Manoel. Y se le fue encima al patrón. Eso pasó. Y ahí nomás se acercaron dos peones, y el hijo mayor de Loprete, y se armó una cuchillada que duró muy poco. Un peón quiso ayudar a tu padre, pero no se atrevió. Fue el que después anduvo aliviando sus culpas con el viejo Antonio, cuando volvió al pueblo, ya enfermo, para morir. Dice que tu madre se interpuso en la pelea. Así murieron los dos, Manoel, en esa cuchillada.

16

Yo quería volver, pero desde que supe la historia de mis padres, quería volver con más ganas, como si el nudo que tenía en el estómago se transformara en viento y me soplara por dentro. Quería ir a esas tierras de agua. A verlas con mis propios ojos; a ver si eran ciertas. Y tenía una congoja anudada a la garganta: unas ganas tremendas de matarlos a todos. Había un Loprete sepultado en lo del Tano; me faltaban ocho. Empezando por el que ayudó a matar a mis padres.

17

Se llama Manoel por mi marido, el portugués. Esto le decía mi abuela al viejo Antonio. Este niño tiene la fuerza de su abuelo, ya verás. El viejo Antonio se instalaba en una de las mesas, allá, en lo del Tano, a contarme de mi abuela. Ella llevaba siempre un rodete, me decía, un rodete plateado, porque así eran sus pelos, plateados, y los recogía arriba de todo, sobre su cabeza, en una trenza interminable que enroscaba todas las mañanas con la parsimonia del calor. Yo lo escuchaba al viejo Antonio y me acordaba de verla trenzándose los pelos, sin apuro, frente al espejo redondo que teníamos en el baño. Se llamaba Luisa, mi abuela, igual que la hermana del Tano. Al viejo Antonio le gustaba llamarla doña Luisa. Así me decía: en casa de doña Luisa siempre había el guiso, Manoel, siempre había, para el que quisiera. Y si venían muchos, doña Luisa agregaba unas papas, o una mandioca, y con eso había para todos. Sobre todo en invierno, cuando la sequía era grande y el frío se nos pegaba a los huesos. Cuando mi abuela se enteró de que mi padre ya no volvería, lo fue a ver al viejo Antonio. Me llevaba en sus brazos. Cuénteme todo, Antonio, todo lo que sabe. Tan firme miraba doña Luisa, Manoel, que era imposible mentirle. Algún día conocerás la historia que ella supo arrancarme entera ese mismo día. Tu abuela era dura, Manoel. Y más duro era tu abuelo, al que dicen que saliste. Esto me decía el viejo Antonio, allá, en lo del Tano, sin que yo me atreviera a preguntarle más.

18

En esa época se me había dado por pensar cómo hubiese sido tener a mis padres conmigo.

Y no tanto a mi padre, porque el Tano lo había reemplazado de algún modo; pero madre, salvo mi abuela, no había tenido otra.

Se me daba por pensar, por ejemplo, que de haber tenido una madre, quizás me hubiese alimentado menos de ginebras y más de guisos, o de sopas. No sé por qué se me daba por pensar así: que una madre hacía guisos, o hacía sopas, y alimentaba a sus hijos con eso.

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