Mariana Travacio - Como si existiese el perdón

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Como si existiese el perdón: краткое содержание, описание и аннотация

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Como si existiese el perdón es una historia de venganza y redención. Mariana Travacio nos conduce a través de un mundo desolado, que traerá inevitablemente a la memoria las mejores páginas de Juan Rulfo, hasta un final inevitable que tiene sabor de venganza antigua. Inevitable decíamos, porque todos los personajes de esta historia parecen marcados por la fatalidad, pero también porque la autora no nos da la oportunidad de apartar la mirada de este libro duro y memorable, con un estilo tan desnudo y poético como los paisajes que describe. Un libro cargado de simbolismos, con una historia que atrapa e impacta por su crudeza. Desde la primera página, el lector comprobará que tiene en la mano algo más que un western kafkiano o una nueva vuelta de tuerca a la literatura gauchesca. Esta novela es, sobre todo, una fábula moral sobre la naturaleza humana, la violencia y la justicia."Bella en su terror apaciguado, profunda en su elocuente llaneza."
Debret Viana"Se inscribe en la mejor tradición latinoamericana."
Marcelo Carnero"Un relato brutal, semialucinado, del que emergen como únicos luceros la fraternidad y la posibilidad del amor."
Pedro Spinelli

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Se bajaron de los caballos los tres juntos y lo increparon al Tano: usted no dice la verdad. El Tano le clavó los ojos al mellizo de Loprete, como si lo hubiese ofendido, y sin parpadear, lo retó: disculpe, ando un poco sordo, ¿cómo dice? Yo empecé a temblar. Tuve que apoyar el mate sobre la mesa para que no se me notara el espanto. Solo me calmaba verlo al Tano, impasible, mientras les retrucaba. En una de esas la cosa se puso fea. Yo me había distraído, con mi miedo, en alguna parte, y en eso levanto la vista y escucho: sordo lo vamos a dejar como que no nos cuente dónde lo tiene. Y el Tano seguía con la bravuconada, sereno, sin titubear: deben estar equivocados, amigos, siéntense a tomar unos mates y ponemos esto en claro. Lo agarraron al Tano ahí nomás y le rebanaron una oreja. Para que piense, amigo. Mañana nos damos una vuelta. Tal vez mañana usted recuerde que José estuvo aquí tomando unas ginebras.

Fue Juancho. Así me dijo el Tano apenas se fueron. Yo lo miraba, todavía espantado, sin reaccionar, mientras él recogía su pedazo de oreja de la tierra seca.

7

Aquella noche, después de tomar la ginebra en lo del Tano, los hermanos de Loprete salieron del pueblo camino al norte. Pasaron frente a lo de Juancho cuando ya se iban.

Eso mismo cuenta el viejo Antonio. Dice que fue cuando nació José. Que estaban todos afuera porque el calor no aflojaba esa noche. Que Juancho había salido un momento con su bebé en brazos, solo para que lo vieran, y que se había vuelto a meter. Que enseguida se oyeron los cascos de los caballos acercándose y que entonces Juancho salió otra vez para afuera. Que salió justo cuando los caballos se les venían de frente. Y que fue ahí cuando la cara se le desfiguró y el pobre empezó a correr como si lo hubieran poseído mil demonios. Salió disparado, dice Antonio, levantando la tierra seca. Dejaba pura polvareda a su paso. Los jinetes salieron detrás. Lo agarraron y lo trajeron de vuelta. Temblaba como un envenenado y le caía saliva de la boca como si le sobrara el agua en el cuerpo. Así nos dijo Antonio.

Ese susto de Juancho los trajo de vuelta, unos días más tarde. Fueron directo a verlo. Y a Juancho se le escapó. Se me escapó, don Tano, perdóneme. Solo les dije eso, que tomó unas ginebras con nosotros, que buscaba a Pepa, y que siguió camino al norte. Le juro, don Tano, le juro que no les dije que lo matamos. Esto supimos de Juancho, esa mañana, cuando el Tano fue a verlo con la herida de la oreja todavía abierta.

8

Nos vamos. Juancho dice que se queda. Por Ramona y el bebé. Así me dijo el Tano cuando volvió de lo de Juancho aquella mañana. A casa de mi hermana, vamos. Ella sabrá recibirnos. Yo le tenía respeto al Tano: le pregunté poco. Sabía que él había nacido ahí, en esa casa a la que ahora volvía. También sabía que había aparecido en nuestro pueblo buscando a una mujer de ojos negros que nunca encontró. Alcanzó a lavarse la herida, me hizo preparar un bolso, agarramos las cuatro cantimploras que teníamos y nos fuimos. Antes de salir, el Tano se puso a mirar fijo adentro del rancho. Al rato sacudió la cabeza, con la mirada todavía clavada en esas paredes, como si se estuviera despidiendo de algún fantasma que se dejaba ahí. Después cerró la puerta y me señaló el sur. Me dijo que caminaríamos treinta kilómetros hasta un lugar que él conocía: ahí están los Torales, ellos nos prestan los caballos. Empezamos la caminata con el sol tórrido del mediodía. A paso ágil, según el Tano, conseguíamos los caballos antes de las cinco. Mirá, Manoel, me dijo, para mañana a la mañana tenemos que estar lejos; a las cinco nos subimos a esos caballos y solo paramos para darles agua. Apenas escuché eso, apreté sin querer las dos cantimploras que llevaba encima. El Tano se dio cuenta: donde vamos hay arroyos, Manoel; este agua es nuestra.

9

Cuando llegamos acá respirábamos agitados, como si los hermanos de Loprete nos fueran a alcanzar todavía. Eso nos duró mucho tiempo. Nos agarraba sobre todo de noche, cuando la hermana del Tano se iba a dormir y nos quedábamos a solas con nuestros recuerdos. El Tano nunca daba el brazo a torcer: yo le decía alguna cosa desde mi catre, para sacarle tema nomás, para dejar de pensar siempre en lo mismo, y el Tano giraba su cabeza, como para orientar mejor su balbuceo, y me decía: Manoel, es tarde ya, vamos a dormir. Yo dormía sobresaltado, incluso así me despertaba, con las tripas todavía apretadas por el susto, hasta que la hermana del Tano se nos aparecía cruzando el patio con sus patas largas, como si supiera cada día a qué hora abriríamos los ojos, con el mate en la mano, preguntándonos con su voz aguda si le ponía unas cáscaras de limón. Cuando le decíamos que sí, se iba derecho al limonero, dando esas zancadas decididas, caminando como si sus piernas fueran adelante y ella llegara siempre más atrás, y nos cebaba el mate hasta que el miedo aflojaba. Después de mi abuela, la hermana del Tano es lo más parecido a una madre que tuve. Y quizás el Tano fuera mi padre. Tenía un año cuando ya no supe de mi madre ni de mi padre. O supe. Lo poco que se decía en el pueblo. Lo poco que todos supieron por el viejo Antonio. Que mis padres habían ido a trabajar a un campo, para que yo tuviera. Y que de ahí ya no habían vuelto. Cuando murió mi abuela, el Tano me ofreció su casa. Me acuerdo muy bien de ese día: ¿te venís conmigo, Manoel? Yo tenía ocho años. La cama donde murió la abuela estaba desvencijada. El viejo Antonio la arregló: pronto serás un muchacho, Manoel, necesitarás una cama firme. Los vecinos metieron el resto de las cosas en dos bolsas. Así me mudé a lo del Tano: con esa cama y con las bolsas que los vecinos me dieron.

10

Al principio no me acostumbraba a este pueblo. Más que pueblo parecía una ciudad. El empedrado lo retumbaba todo en un eco ensordecedor. Eso era muy malo. Había noches que no dormía solo escuchando esos ruidos. El único sonido que me calmaba era el de la lluvia goteando sobre las piedras, cuando ya no llovía tanto, cuando las ramas de los árboles dejaban caer, con el viento, las últimas gotas de agua. Ese ruido me consolaba como si pudiera dormirme en él.

La primera vez que llovió estábamos en lo de Luisa, la hermana del Tano. Llovió bastante. Mirábamos llover desde la cocina, detrás del ventanal que daba al jardín. Agua pura cayendo del cielo. No podía dejar de mirar: nunca había visto llover así, con tanta gana. Nuestras lluvias eran más bien cortas: veíamos llegar tres o cuatro nubes negras, gordas, y sabíamos que no aguantarían su peso. Al rato descargaban unas pocas gotas, que caían desgarbadas, casi por error, sobre nuestra tierra, y después seguían de largo, a llover en otra parte. En cambio acá las nubes eran más claras y parecían decididas a mojarlo todo. Cuando paró la lluvia y salimos al jardín, sentí por primera vez el olor de la tierra mojada. Me acordé de Loprete y de sus campos de agua: la tierra no vuela, queda agarrada al piso; no hay viento que la levante. No se me olvida ese olor a tierra mojada, como no se me olvidan las palabras de Loprete antes de que lo matáramos.

11

Una vuelta el Tano se puso añorante. Me contó que la quería mucho, a su esposa, la que tenía acá, y que un día no la encontró cuando volvió del trabajo. Que por eso se fue allá, donde vivíamos, porque por allá le dijeron que andaba.

El Tano llegó a nuestro pueblo para cuando se supo que mis padres ya no volverían. Me contó que ya estaba cansado de tanto recorrer esas tierras sin encontrarla, cuando vio los ojos de Pepa, la hija del viejo Antonio, y decidió quedarse. Me dijo que sus ojos eran muy parecidos a los de su mujer, que miraban fuerte. Y que a poco de llegar se encontró un día yendo a lo del viejo Antonio a encargarle una mesa: me fui para lo de Antonio a pedirle una mesa que no necesitaba.

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