Así pues, y sintetizando la primera idea que trataremos de demostrar, parece que puede afirmarse que las administraciones públicas españolas (todas ellas), al hacer descansar sus procesos de selección y detección del talento para incorporarlo al desarrollo de funciones públicas en estos sistemas tradicionales están, muy probablemente, desperdiciando talento y capacidad de trabajo, dejando fuera a un número apreciable de personas que podrían desarrollar mejor sus funciones que las que son a la postre efectivamente seleccionadas. Ello plantea evidentes problemas respecto del cumplimiento de la idea de igualdad en el acceso al empleo público o de la garantía de cumplimiento de una selección efectivamente basada en la idea de mérito y capacidad, que deberían ser tenidos muy en cuenta, junto a sus causas, a la hora de diseñar un posible nuevo sistema. Junto a esta dimensión, muy criticable por cuanto altera el derecho de la ciudadanía a acceder a las funciones públicas si son las personas más adecuadas y capacitadas para desarrollarlos, e íntimamente combinada con la misma, esta situación comporta también una rémora objetiva. Supone un importante lastre a la eficacia de la acción pública, por cuanto se están perdiendo posibles recursos (humanos, en este caso) que podrían mejorarla. La sospecha de que no estemos seleccionando a las y los mejores de entre aquellas personas que puedan tener interés en desarrollar su trabajo en el seno de nuestras administraciones públicas es, a fin de cuentas y por muchas razones, el principal motivo de inquietud que nos lleva a considerar necesario un replanteamiento en profundidad del modelo.
En segundo lugar, es más que dudoso que un proceso de selección basado sustancialmente en el recurso a las oposiciones clásicas para la selección de los puestos funcionariales más sensibles (o concursos-oposición para los demás), por mucho que sea cierto que sí supone un indudable aprendizaje de determinados contenidos, aporte los conocimientos, destrezas y habilidades que se requieren para el óptimo ejercicio de las funciones públicas. El caso del acceso tradicional a los grandes cuerpos jurídicos (judicatura, fiscalía, notarías, registros, abogacía del Estado, etc.), que es también el que se emplea para la selección de personal empleado público autonómico de primer nivel, basado fundamentalmente en la realización de pruebas de tipo memorístico, es paradigmático en este sentido. La preparación de los contenidos de las pruebas de selección aporta, indudablemente, unos conocimientos teóricos de un enorme valor a los seleccionados y contienen elementos que deberían ser conservados y tenidos en cuenta, por su indudable valor, pero que aun pudiendo ser importantes no lo son en la forma en que se están llevando a cabo (Ramió y Salvador, 2018). Por ejemplo, estos conocimientos las más de las veces no son requeridos con posterioridad para los trabajos a desempeñar, y los que sí lo son probablemente habrían podido ser adquiridos por personas válidas sin excesivas dificultades a posteriori con mucho menos esfuerzo y, sobre todo, sin requerir de una completa dedicación a la adquisición de los conocimientos durante un considerable período de tiempo.
Por el contrario, las pruebas de selección no prestan la más mínima atención a la identificación de capacidades y potencialidades que sí van a tener una relación directa con el desempeño en el puesto de trabajo: flexibilidad, capacidad de aprendizaje, creatividad, aptitudes para el trabajo en equipo... cada vez más necesarias y sobre las que, por esta razón, y a justo título, los procesos de selección en el sector privado hacen creciente hincapié. En definitiva, las administraciones españolas no solo es que seleccionen a su personal de un modo que no necesariamente va a permitir identificar correctamente a los mejores candidatos, sino que ni siquiera están poniendo el foco en, dentro de aquellos que según sus procedimientos serán los supuestamente mejores, analizar qué competencias y capacidades serán las realmente importantes para desempeñar correctamente sus futuras funciones, a fin de poder comprobarlas, exigirlas (y potenciarlas) en el marco del proceso de selección.
En tercer lugar, el sistema actual genera un efecto discriminatorio muy claro, que comporta barreras de entrada adicionales muy relevantes para determinados colectivos, que quedan en la práctica excluidos de facto , en amplio número, del proceso de selección. El muy relevante coste económico, tanto directo e indirecto como de oportunidad, que implica para las personas aspirantes preparar unas oposiciones de corte clásico supone una barrera prácticamente infranqueable para los potenciales interesados e interesadas procedentes de entornos socioeconómicos menos favorecidos. Nótese, además, que la barrera es tanto más difícil de superar cuanto mayor es el atractivo del empleo público en cuestión y, por lo tanto, más tiempo cuesta preparar la correspondiente oposición.
La existencia de esta barrera engendra así un sesgo en la selección basado en razones socioeconómicas y no de capacidad que además de vulnerar el principio de igualdad de toda la ciudadanía en el acceso a los empleos públicos es muy negativo para los intereses públicos. La Administración no solo está, así, discriminando indirectamente a todos aquellos colectivos sociales menos favorecidos sino que está desperdiciando mucho talento y capacidad de trabajo que las personas que los conforman podrían ofrecer a la colectividad. También está, inevitablemente, contratando a personas menos capaces pero socialmente favorecidas por circunstancias diversas, que van a ofrecer peores resultados en el desempeño de estos trabajos que pagamos entre todas y todos y que revierten en un beneficio común, pero que forman parte de aquellos grupos sociales que pueden facilitar a sus miembros la preparación de este tipo de pruebas con más desahogo y mayores facilidades.
Este problema, sin duda gravísimo, ha sido señalado y debidamente resaltado por recientes informes de expertos, como el encargado por el gobierno valenciano (IMLFP, 2016: 110-111), pero ello no ha provocado hasta la fecha, más allá de la denuncia del problema, que se plantee un cambio en el modelo. El caso valenciano, por ser el más reciente, ilustra bien sobre el modo de funcionar de nuestras administraciones públicas frente a esta cuestión: aun identificando el problema ello no lleva a cuestionar el modelo sino antes al contrario su consolidación (IMLFP, 2016: propuesta 55) que se ve atemperada únicamente con la propuesta de una previsión de becas específicas para la preparación de las oposiciones o medidas de corte semejante (IMLFP, 2016: propuesta 56).
Estas propuestas, además, en la mayor parte de los casos, no se acaban poniendo en marcha o lo hacen con la inevitable poca ambición y escasa profundidad 1 de lo que no es sino un parche, de manera que los sistemas de becas de este estilo —que ya existen en algunas comunidades autónomas o incluso para algunas grandes oposiciones tradicionales estatales financiados por estructuras corporativas como colegios profesionales (por ejemplo, Colegio Notarial de Catalunya, 2019), o incluso algunas instituciones privadas—, son francamente insuficientes y no logran modular, en la práctica, los efectos sistémicos del modelo de selección más allá de, al menos, permitir a algunos concretos ciudadanos paliar este problema de igualdad de base que generan. De hecho, los costes económicos de un programa de becas que pueda aspirar a paliar de verdad este problema y no meramente a parchearlo serían de tal magnitud que no resulta extraño que tales iniciativas nunca hayan pasado, tanto en España como en las diferentes comunidades autónomas, tanto a nivel público como con iniciativas privadas equivalentes, de ser meramente testimoniales.
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