Obtener títulos conformes fue una lucha previa a la que siguieron las dificultades para la colegiación. Esto es, reconocidos los estudios cursados, los títulos no daban paso al ejercicio profesional, como normalmente sucedía con los varones, sino que este seguía vedado por instancias diversas. Si a principios del siglo XX encontramos un número relativamente relevante de mujeres dedicadas a las tareas de investigación ello no era tanto vocacional como obligado: realizar investigación no exigía entonces las inversiones en grandes equipos a las que estamos acostumbrados y podía hacerse relativamente en soledad. Muchas de las primeras licenciadas y doctoras no tuvieron otra posibilidad que llevar su trabajo a la investigación porque los ejercicios profesionales corrientes les estaban vedados.
En la segunda década del siglo XX todavía bastantes universidades seguían sin expedir títulos cuando el estudiante era mujer, en alguna tenían prohibida la entrada en las bibliotecas y la mayor parte de los ejercicios profesionales de las mujeres tituladas tenían que mantenerse en la esfera privada. El sufragismo concitó todos los diversos frentes hacia la demanda articulada del voto. Sus manifestaciones nos sorprenden todavía hoy: son ordenadas procesiones civiles en las que ocupan un lugar destacado las universitarias portando sus togas y birretes, en largas filas, llevando en ocasiones en las manos los títulos que no las habilitan ni para votar ni para ejercer. Ellas eran, empíricamente, la demostración palmaria del abuso masculino de poder. Para el feminismo sufragista no ya la educación, sino el reconocimiento de los derechos educativos, lo fue todo. Entendieron perfectamente cómo estaban vinculadas democracia y meritocracia y cómo, por lo tanto, las posiciones conseguidas debían usarse para alcanzar metas ulteriores. Por fin, gracias a la lucha feminista-sufragista, que se empeñó en el saber como el verdadero fundamento de la libertad y la igualdad, esta primera agenda fue consiguiéndose país por país, estado por estado. Primero el acceso a las aulas, luego los títulos, más tarde las colegiaciones y por último el ejercicio de las profesiones. Digámoslo: la exclusión ha terminado; dinámica de la excepción se encamina también al pasado. «Veinte veces renacerá en nosotros la esperanza tras haberla perdido otras tantas», escribía Mme. de Staël. Tomemos aire, aunque no reposo. La vida de nuestros derechos parece ir bien.
Empero… ¡Qué difícil es la relación de las mujeres con el saber, aun en estos tiempos nuestros! Aun ganada la libertad ya ahora mostrenca de sentarse en las aulas a título de corrientes, aun derogada la autodidaxia que fue la suerte preferente del talento femenino durante épocas enteras de saberes protocolizados… invito a que pensemos cuánto estigma pesa todavía sobre la osadía de saber. El feminismo es una de las filosofías políticas ilustradas que más ha contribuido a cambiar la entera faz del mundo que habitamos. Lo viene haciendo durante los tres últimos siglos. Pero le queda mucho por andar. Apenas ahora comenzamos a entrever el tejido en el que se asienta la sujeción femenina. Gracias al trabajo y las luchas feministas disfrutamos de una igualdad por decreto, cutánea, que todavía no ha penetrado en la médula en la que los prejuicios se reproducen. Y eso en Occidente, cuya manifiesta peculiaridad frente a todas sus formas civilizatorias coetáneas es el mantenimiento de los derechos inalienables individuales de las mujeres. Eso en nuestras sociedades «raras», weird , como las ha nombrado Diamond.
Decía que el feminismo, ese hijo no querido de la Ilustración, es practicante de la filosofía de la sospecha y pensamiento obligado a observar el obstáculo. De todo esto hay que hacer memoria. También hay que situar estos hechos y entender su orden de pertinencia. La memoria externalizada es lo que llamamos cultura. Es el monto del conjunto completo de habilidades y registros que nos permiten la interacción dentro de nuestro grupo. Como la cultura no es un conjunto cerrado u osificado, admite incorporaciones a la memoria común de elementos nuevos, tantos más cuanto más abierta sea. Por este procedimiento la memoria individual se vuelve transferible. Y, del mismo modo, la memoria puesta en común es aceptada y compartida por el grupo de referencia. Diversas memorias, que llegan de muy diferentes aferencias, son, por así decir, inoculadas en un sujeto. Cada individuo ha de transformarse en un ser memorioso. Eso lleva su tiempo y también su disciplina. Largos años. Los de nuestro aprendizaje formal. Es mucho el tiempo en el cual memorizamos. La memoria de lo que podemos llamar símbolos o mundo simbólico es la más compleja. Y a ella pertenece la memoria común de lo que es relevante. Otra característica de la memoria, que viene ahora al caso, es que cursa en buena connivencia con el poder, o mejor dicho, que es poder. Quienes tienen poder tienen memoria; es parte de él. La memoria es, a su vez, el rastro que el poder deja allí por donde ha pasado. Las gentes bien situadas e incluso postineras poseen abundantes memorias; en ocasiones esas mismas gentes, que llamaré ahora con menos confianza, las aristocracias, guardan su memoria en legajos, archivos y ceremonias, ya se trate de familias, instituciones, cleros o corporaciones. La memoria se escenifica y esa capacidad habla del poder de quien lo hace. Notablemente, cuando se investigan las ramas colaterales y decaídas de las grandes familias, por ejemplo, se observa que, al decaer, los sujetos han perdido la memoria del origen. No saben ya nada. No recuerdan nada, aunque su separación del tronco principal solo sea de tres generaciones. No les merecía la pena recordar.
La longitud de la genealogía de un individuo, un grupo o una corporación tiene directamente que ver con su importancia. Las estirpes no olvidan. Más bien asean a conveniencia su pasado, lo acomodan a lo respetable. Podemos saber que una gran fortuna aristocrática devino de la trata, pero difícilmente le gustará al heredero que le recordemos a su bisabuelo negrero. Preferirá que le consideremos «un gran hombre», «un coleccionista» o una persona con marcadas creencias espirituales, que de todo hay. Las memorias suelen embellecerse a poco que se las deje de mano. La memoria no es natural, y la colectiva es producto de una imposición o de un pacto. Escenifica el uno o la otra. Hurtar la memoria, prohibirla, es parte de la contienda. Si queremos darla por terminada tenemos necesariamente que hacer ajustes en lo que ha de conservarse como memoria común. Yo he decidido hoy hacer memoria.
Que cada una reflexione, que por edad algunas podemos, en la larga marcha que la trajo hasta aquí, que las más jóvenes recuerden que otras les han ganado sus derechos «naturales» a tener ambición y expectativas. Que todos hagamos honor y nos alegremos de esta novedad fundamental para la vida justa: Nuestra libertad. Porque la tenemos el talento ya no está prohibido. Solo ahora pediría a quienes gobiernan el saber, al menos en este grado de él, que ayuden a acabar con las barreras invisibles.
Yo, señoras y señores, lo había ocultado cuidadosamente, pero había venido a hablar del Espíritu Absoluto. De memoria, verdad y libertad. Al subir a este estrado no lo he hecho sola, sino acompañada de muchas que me precedieron y me abrieron el camino. Lo he subido con la memoria de Arenal, de Clara Campoamor, con el aliento de mis maestras amigas, Amorós y Camps, que me enseñaron y me aseguraron, y en la compañía también invisible de cuantas se aferraron a su inteligencia para resistirse a las mil ataduras de la costumbre. Me honro hoy en pisar este lugar excelente y me honráis muy por encima de mis merecimientos acogiéndome. Pero gustosa lo acepto porque sé, lo percibo, que en verdad, es a ellas y a nuestra tan joven libertad a quienes rendís este reconocimiento. Pues que el feminismo, al cual nuestro tiempo da carta de naturaleza, es nuestro principal aval en el duro debate de los valores que recorre el tiempo presente. Solo la libertad y el talento pueden ser de ayuda para descifrar unos tiempos en los que se necesita cada vez más luz.
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