Y ¿cómo era la situación en materia educativa antes de 1857?
Hasta el siglo XVI existió una prohibición explícita a las niñas a acceder a la educación formal.
Durante el reinado de Carlos III, comenzó la preocupación por la educación de todas las clases sociales, incluyendo a grupos tradicionalmente marginados como las mujeres, los habitantes de los campos y los trabajadores de las ciudades. Esta política se convirtió en uno de los principales objetivos educativos de Carlos III, e incentivó la presencia de las niñas en las escuelas de primeras letras mediante la aprobación del Reglamento para el establecimiento de escuelas gratuitas para niñas de 1783. Esta apuesta por la educación surge al comprobar que era necesario formar a la población para mejorar el desarrollo económico del país. La visión de la educación era completamente utilitarista: se quiso reformar el sistema educativo tradicional para modernizar España.
Aunque a lo largo del siglo XVIII la legislación cambió y se permitió que las niñas acudieran a las escuelas de primeras letras, en la práctica este acceso autorizado ya a las niñas, al no ser obligatorio, no se hizo efectivo. ¿El motivo? Que se seguía considerando, mayoritariamente, a las niñas carentes de la inteligencia suficiente. Su existencia se justificaba como complemento del hombre y era útil solo para asumir las tareas domésticas y el cuidado de la familia.
Con la llegada de la Ley Moyano, setenta y cuatro años después, ya sí se obliga —no solo se recomienda— a las niñas a ir a la escuela, pero con el objetivo de educarlas para que desempeñen mejor los roles que se consideran propios de ellas: amas de casa, esposas y madres. De nuevo, esto cambió en 1970, es decir, hace escasos cincuenta años.
Para cambiar estas injusticias, para conseguir los mismos derechos que los hombres, las mujeres, con el apoyo de algunos hombres igualitarios, tuvieron que organizarse y luchar mucho.
Lucharon para poder ser consideradas inteligentes, tan capaces como los hombres y poder, así, estudiar. Para que se asumiera que su papel en el mundo no solo era cuidar de la casa, de la familia y de la descendencia. Lucharon, después, para poder trabajar y, más adelante, para poder hacerlo en profesiones que se consideraban de hombres. Lo consiguieron y nos lo consiguieron. Todos estos logros se alcanzaron, gracias a ellas, en nuestro país y en Europa, hace escasos cien años. Anteriormente, la vida de las mujeres y de las niñas era una vida como ciudadanas de segunda y, en gran parte de la historia, ni siquiera como ciudadanas. Este es nuestro pasado y nuestros niños y niñas de hoy llegan a un mundo que tiene esta historia.
El pasado influye en el presente. Cuando una sociedad tiene un pasado que ha defendido dura y extensamente la desigualdad entre hombres y mujeres, en su presente habrá muchos obstáculos para alcanzar la igualdad. Uno de los más poderosos es la costumbre. Esta empuja fuerte, por lo que para alcanzar la igualdad real es imprescindible legislar y desarrollar actuaciones concretas que cambien lo que se ha pensado, dicho y hecho durante tanto tiempo. Un ejemplo claro es el que analizábamos anteriormente: aunque en España a partir del siglo XVIII se permitía escolarizar a las niñas, la realidad era que no se las llevaba al colegio. No se las escolarizó generalizadamente hasta que la ley obligó a hacerlo porque, a pesar de que se podía, se seguía pensando sobre ellas como se había venido defendiendo durante tantos años atrás.
1.2LA DEFINICIÓN DE HOMBRES Y MUJERES EN LA HISTORIA AFECTA A LOS NIÑOS Y NIÑAS DE HOY
Actualmente, aunque la igualdad legal entre hombres y mujeres se haya conseguido, la influencia de este pasado tan largo sigue siendo fuerte y sigue dificultando que la igualdad legal se haga real en el funcionamiento social. Este pasado hace que las reacciones de los adultos ante el mismo comportamiento infantil no sean iguales si quien lo emite es un niño o una niña. Analizaremos esto en profundidad en el próximo capítulo. Este pasado hace que las niñas tengan que esforzarse más que los niños para alcanzar los mismos éxitos. Que a las niñas se les ponga difícil participar en actividades consideradas «de niños» y que a los niños se les ponga difícil participar en actividades consideradas «de niñas». Que a las niñas se les regalen más juguetes catalogados como «de niñas» y a los niños se les regalen privilegiadamente juguetes catalogados como «de niños». Hace que aún sigamos creyendo que hay actividades «de niños» y actividades «de niñas» y juguetes «de niños» y juguetes «de niñas». Este pasado explica por qué aún hoy en sociedades legalmente igualitarias las mujeres, en muchas empresas, aun realizando el mismo trabajo que un hombre, cobran menos; por qué el tiempo de trabajo doméstico que dedica una mujer, que trabaja las mismas horas que su marido fuera de casa, sigue siendo notablemente superior; por qué los puestos de poder están fundamentalmente ocupados por hombres; y un largo etcétera.
Para educar adecuadamente a niños y niñas, tenemos que hacernos conscientes de todo esto; de que el mundo en el que van a vivir aún no es igual para unos que para otras debido a la desigual consideración sobre hombres y mujeres que ha existido y que aún está presente. Para educar adecuadamente a niños y niñas, tenemos que aceptar que la influencia de un pasado de tres mil novecientos años no se borra en cien y, por tanto, de alguna manera, sigue condicionando y dirigiendo algunos de nuestros pensamientos y comportamientos a la hora de tratar y enseñar a niños y niñas.
Nuestros niños y niñas de hoy crecen en un mundo en el que se acaba de lograr que las mujeres sean consideradas inteligentes, capaces, fuertes y con la misma potencialidad que los hombres para desarrollar estas cualidades. Crecen en un mundo en el que se acaba de lograr que se considere normal y sano que un chico, que un hombre, llore; tan adecuado como si lo hace una chica o una mujer. Crecen en un mundo que acaba de asumir que la crianza de los hijos e hijas también es una tarea y una responsabilidad de hombres.
Estos logros son tan recientes que nuestros niños y niñas están expuestos a que se los pueda tratar o intentar educar con ideas que aún defienden unas diferencias que, empírica y científicamente, son inexistentes entre hombres y mujeres. De esta manera, las niñas, durante la educación primaria y secundaria, se pueden encontrar con que les digan que ellas no son tan buenas en matemáticas, que son más torpes en los deportes, o con los mapas, que no se les dan tan bien las ciencias como a los chicos, etc. O se pueden encontrar con que, cuando expresen su opinión o asuman liderar alguna tarea, sean menos atendidas, menos miradas y menos escuchadas que los niños.
¿Nos gusta como padres, como educadores, que a nuestras niñas se les transmitan estos mensajes? Y, peor aún, ¿nos gusta que los incorporen y que con ellos definan su identidad y se definan a sí mismas? ¿Nos gusta que nuestras niñas aprendan que son intelectualmente peores, de menor calidad que un niño? ¿Queremos que las niñas se conviertan en mujeres que no se sientan cómodas al tomar la palabra, liderar o ejercer la autoridad?
Si no queremos que aprendan esto, tenemos que empezar asumiendo que alguna vez van a recibir mensajes sobre la inferioridad femenina de manera implícita o explícita y que, por tanto, algo tendremos que hacer en nuestra educación hacia ellas para protegerlas de estos mensajes.
¿Y qué pasa con los niños?
Los niños, durante la educación primaria y secundaria, se pueden encontrar con que el trato que se les dé les arrebate su derecho a la vulnerabilidad y a la sensibilidad. Que se les diga: «Tú eres un hombre, así que tienes que ser siempre fuerte», «Tú eres un hombre, los hombres no expresan sus emociones, eso es de débiles».
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