Comunión con Dios
Todo lo dicho hasta ahora sobre la importancia de la oración, de meditar en la Palabra de Dios y de tener un momento específico de adoración indica la importancia de un devocional. La expresión «devocional» se usa para describir un periodo habitual que se aparta cada día para encontrarnos con Dios a través de Su Palabra y de la oración. Uno de los grandes privilegios del creyente es tener comunión con el Dios omnipotente. Esto lo hacemos al escuchar que Él nos habla desde Su Palabra y al hablarle a Él por medio de la oración.
Hay varios ejercicios espirituales que sería bueno realizar en nuestro tiempo devocional, tales como leer la Biblia completa en un año y orar por ciertas peticiones. Pero el objetivo principal de nuestros devocionales debe ser la comunión con Dios — desarrollar una relación personal con Él y crecer en nuestra devoción a Él.
Después de que comienzo mi devocional con un tiempo de adoración, yo acudo a la Biblia. A medida que leo un pasaje de la Escritura (usualmente un capítulo o más), hablo con Dios acerca de lo que estoy leyendo. Me gusta pensar en el devocional como si fuera una conversación: Dios hablándome a través de la Biblia y yo respondiendo a lo que Él dice. Esta mecánica contribuye a hacer del devocional lo que debería ser: un tiempo de comunión con Dios.
Luego de adorar a Dios y tener comunión con Él, yo dedico un tiempo para presentar ante Él distintas peticiones de oración. Seguir este orden me prepara para orar de manera más efectiva. He reflexionado sobre Quién es Dios, por tanto, no me apresuro a entrar en Su presencia de manera casual ni con exigencias. Además, me acuerdo de Su poder y amor, y al recordar que Él quiere responder mis peticiones y se deleita en hacerlo mi fe es fortalecida. De este modo, incluso mi tiempo para pedir se convierte de hecho en un tiempo de comunión con Él.
Al sugerir ciertos pasajes para meditar, o ciertos modos de adoración, o una práctica particular para los tiempos devocionales, no quiero dar la impresión de que crecer en devoción a Dios es simplemente seguir una rutina recomendada. Tampoco quiero sugerir que lo que me resulta útil a mí deba ser imitado por otros o que será útil para otros. Todo lo que quiero hacer es demostrar que el crecimiento en devoción a Dios, si bien es el resultado de Su obra en nosotros, viene como resultado de una práctica muy concreta por nuestra parte. Nosotros debemos entrenarnos para la piedad; y como aprendimos en el capítulo 3, el entrenamiento implica práctica —el ejercicio diario que nos capacita para adquirir mayor habilidad.
La prueba definitiva
Hasta ahora hemos considerado actividades específicas que nos ayudan a crecer en devoción a Dios: la oración, la meditación en las Escrituras, la adoración y el tiempo devocional. Hay otra área que no es una actividad sino una actitud en la vida: la obediencia a la voluntad de Dios. Esta es la prueba definitiva de nuestro temor de Dios y la única respuesta verdadera a Su amor por nosotros. Dios declara específicamente que nosotros le tememos al guardar todos Sus estatutos y mandamientos (cf. Deuteronomio 6:1–2), y Proverbios 8:13 dice que «el temor del S eñores aborrecer el mal» (LBLA). Yo puedo saber si de verdad temo a Dios al determinar si tengo un odio genuino por el pecado y un deseo sincero de obedecer Sus mandamientos.
En los días de Nehemías, los nobles y oficiales judíos estaban desobedeciendo la ley de Dios al cobrar usura a sus hermanos. Cuando Nehemías los confrontó, dijo: «No es bueno lo que hacéis. ¿No andaréis en el temor de nuestro Dios, para no ser oprobio de las naciones enemigas nuestras?» (Nehemías 5:9). Era como decir: «¿No deberían obedecer a Dios para evitar el oprobio de nuestros enemigos?». Nehemías consideraba que caminar en el temor de Dios era equivalente a obedecer a Dios. Si nosotros no tememos a Dios, no pensaremos que vale la pena obedecer Sus mandamientos; pero si verdaderamente Le tememos —si le tenemos reverencia y admiración— vamos a obedecerle. La medida de nuestra obediencia es una medida exacta de nuestra reverencia a Él.
De manera similar, como ya hemos visto en el capítulo 2, Pablo afirmaba que su consciencia del amor de Cristo por él lo constreñía a vivir no para sí mismo sino para Aquel que murió por nosotros. Cuando Dios comienza a responder nuestra oración por una mayor consciencia de Su amor, uno de los medios que Él generalmente usa es permitirnos ver más y más de nuestra propia pecaminosidad. Pablo estaba cerca del final de su vida cuando escribió estas palabras: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Timoteo 1:15). Nos damos cuenta de que los pecados que cometemos como cristianos, aunque quizá no tan escandalosos exteriormente como antes, son más abominables a la vista de Dios porque son pecados contra el conocimiento y contra la gracia. Nosotros entendemos más y conocemos Su amor, y sin embargo pecamos voluntariamente. Y luego regresamos a la cruz y reconocemos que Jesús cargó incluso esos pecados deliberados en Su cuerpo sobre el madero, y el reconocimiento de ese amor infinito nos constriñe a enfrentar esos mismos pecados y mortificarlos. Tanto el temor de Dios como el amor de Dios nos motivan a la obediencia, y esa obediencia prueba a su vez que ambas cosas —el temor y el amor de Dios— son auténticas en nuestras vidas.
Un anhelo más profundo
Al concentrarnos en crecer en nuestra reverencia y admiración por Dios y en nuestro entendimiento de Su amor por nosotros, hallaremos que nuestro deseo de Él crecerá. Al contemplar Su hermosura, desearemos buscarlo aún más. Y conforme seamos progresivamente más conscientes de Su amor redentor, querremos conocerle de una forma cada vez más profunda. Pero también podemos orar para que Dios intensifique nuestro deseo de Él. Recuerdo una ocasión en que leí Filipenses 3:10 hace algunos años y reconocí un poco de la profundidad del deseo que tenía Pablo de conocer a Cristo más íntimamente. Mientras leía, oré: «Oh Dios, no puedo identificarme con el anhelo de Pablo, pero quisiera hacerlo». Con el paso de los años Dios ha comenzado a responder esa oración. Por Su gracia conozco empíricamente hasta cierto punto las palabras de Isaías: «Con mi alma te he deseado en la noche, y en tanto que me dure el espíritu dentro de mí, madrugaré a buscarte» (Isaías 26:9). Estoy agradecido por lo que Dios ha hecho, pero oro para seguir creciendo en este deseo de Él.
Una de las cosas maravillosas acerca de Dios es que Él es infinito en todos Sus gloriosos atributos, así que nuestro deseo nunca agotará la revelación de Su persona. Entre más lo conozcamos, más vamos a desearlo. Y entre más lo deseemos, más vamos a querer estar en comunión con Él y experimentar Su presencia. Y entre más anhelemos estar con Él y disfrutar de Su comunión, más desearemos ser como Él.
El clamor sincero de Pablo en Filipenses 3:10 expresa vívidamente este anhelo. Él desea conocer a Cristo y ser como Él. Quiere experimentar Su comunión —incluso la comunión del sufrimiento— y también el poder transformador de Su vida resucitada. Él quiere estar centrado en Cristo y ser semejante a Cristo.
Esto es la piedad: una actitud enfocada en Dios, o devoción a Dios; y un carácter semejante al de Dios, o carácter cristiano. La práctica de la piedad es tanto la práctica de la devoción a Dios como la práctica de un estilo de vida que es agradable a Dios y refleja Su carácter a otras personas.
En lo que resta de nuestros estudios en este libro, consideraremos el carácter semejante a Dios que debemos manifestar. Pero nosotros solo podemos construir ese carácter sobre el fundamento de una devoción total a Dios. Dios debe estar en el punto focal de nuestras vidas si queremos tener un carácter y una conducta piadosos.
Читать дальше