Yo hablaba de ellos como mis mejores amigos, aunque al terminar el curso Édgar dejó de invitarme y, en lo que iba del verano, apenas los había visto un par de veces. Cuando salía a pasear a mi perrito no me los encontraba y si les hablaba por teléfono me decían que no estaban en casa. Decidí refugiarme en mi cuarto jugando videojuegos todo el día. Mi padre solía reñirme cada mañana pidiéndome que, aunque fueran vacaciones, hiciera algo de provecho.
Una tarde, pocas semanas antes de volver a clases, salí a la calle como solía hacerlo. Fue el último paseo de Luke Skywalker. Habíamos andado un par de cuadras cuando me encontré con el grupo. A la hora de hacer equipos, Édgar y Emmanuel no me escogieron.Quise preguntarle a Édgar por qué ya no me había invitado a su casa, pero al acercarme parecía no darse cuenta de que estaba allí. Les pregunté qué habían estado haciendo durante el verano, pero ninguno respondió; solo me vieron con indiferencia. Intenté concentrarme en el juego, donde los tenía de contrarios. Para nuestra sorpresa, después de casi una hora, el juego estaba empatado. En una jugada a la ofensiva decidí adelantarme y, como estaba descubierto pues no contaban con que el gordito de la defensa se fuera al frente, me pasaron el balón. Ante la incredulidad de todos, hice un tiro sin que nadie se interpusiera. Fue un gol en el ángulo de la portería imaginaria marcada por un par de piedras. Incluso los niños del otro equipo aplaudieron. Luke ladraba dando vueltas sobre sí mismo como entendiendo mi logro: nunca había metido un gol antes. Corrí emocionado mientras todos me daban palmadas o me abrazaban. Todos excepto Emmanuel y Édgar.
Ellos empezaron a jugar de forma más agresiva que de costumbre. No había ocasión en que no lanzaran un golpe si tratabas de quitarles el balón ni tiro que no fuera un trayonazo con más fuerza que tino. Para cuando anochecía ya había recibido varias patadas, codazos y aventones por parte de ambos. No recuerdo haberme sentido tan enojado en la vida. Tanto que, en una jugada en la que venía Emmanuel encarrilado a la portería, no lo pensé mucho y me barrí directo a sus tobillos. Él se levantó furioso y, apenas me puse en pie, me tiró un puñetazo. Segundos después sentí una patada de Édgar. Como puestos de acuerdo, recibí un golpe tras otro de ambos en forma alternada. No tenía modo de enfrentarme a ambos, así que me tiré al suelo. Los demás les gritaron que ya estaba bien, que me dejaran, pero ellos no los escucharon y ninguno se metió para defenderme. Luke les ladraba frenético mientras me golpeaban, hasta que Emmanuel le tiró también una patada. Lo vi rodar un par de metros y les grité que se detuvieran, pero no pude siquiera levantarme. Édgar se acercó a Luke y le puso otro puntapié, con lo que lo mandó de regreso a Emmanuel que lo recibió con un pisotón en la cabeza. Me arrastré hacia él para protegerlo con el cuerpo. Ellos reían y los demás se alejaron en silencio. Les supliqué, llorando, que nos dejaran en paz. Ellos hicieron mueca de hartazgo y finalmente se alejaron. Tomé a mi perrito y, cargándolo, volví a casa.
Mi padre nos alcanzó en la veterinaria cuando salió del trabajo. Yo lloraba asumiendo la culpa de lo que había pasado. En ese momento me abrazó y aparecieron lágrimas en sus ojos. Nunca lo había visto llorar. Lo abracé de regreso y permanecimos así durante minutos, silenciosos, hasta que nos dieron la noticia: Luke no sobrevivió. Mis padres querían saber qué había sucedido, pero yo guardé silencio durante varios días hasta que, cansado y sin poder dormir, les confesé lo que pasó. Nunca supe si hablaron con los padres de Édgar y Emmanuel, pero los escuché discutir el tema muchas veces. Decidieron que nos cambiaríamos de casa y, en un par de semanas, justo antes de la entrada a clases, ya vivíamos al otro lado de la ciudad. Fui admitido en una nueva secundaria solo para hacer el tercer año; hice pocos amigos y mi desempeño fue mediocre. Me olvidé de Édgar, de Emmanuel y de las cascaritas. En la nueva colonia no conocía a ningún vecino, al parecer nadie salía a la calle ni había niños jugando futbol abajo de la banqueta. Mi padre no volvió a regañarme por el tiempo que dedicaba a los videojuegos. En cambio, a veces se me unía cuando llegaba del trabajo.
No volvimos a tener perro, y fue hasta hace pocos días que mis hijos me suplicaron por un cachorro que me acordé de aquel pequeño. Compramos un maltés al cual, en honor a mi perrito, quise bautizar igual. A mis hijos no les gustó el nombre y decidieron llamarlo, en vez de eso, Hulk. Yo, como todos los papás del mundo, renegué porque terminaría siendo quien lo cuidaría y suelo amenazarlos con que lo regalaré si no limpian sus heces y orinas. Por supuesto, basta que se acerque moviendo la cola cuando llego a casa para olvidarme del asunto. Ellos no lo saben, pero en secreto suelo llamarlo Luke.
Ave Barrera
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