Juan Pablo Aparicio Campillo - Segundos de miel

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La vida es una fusión de lo que pasa por la mente de las personas y de lo que ocurre alrededor. Constantemente aprendemos a fuerza de contrastar nuestros pensamientos con nuestras acciones u omisiones y estas con la realidad que percibimos como consecuencia de ello. El protagonista de Segundos de miel puede resultar desconcertante. Es solitario y, a la vez, no pone límites ni a su imaginación ni a su idea de una sociedad más amable; observa la vida y la experimenta con todas sus consecuencias, aun a riesgo de sufrir por quien haga falta, pues el amor no puede tener condicionantes. Cada paseo por su ciudad, Madrid, lleva una historia detrás en la que personajes sin conexión alguna convergen en su corazón.

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Lo triste y cierto es que ni estoy satisfecho con lo que hago ni me quedan horas para estar en casa. La preparamos con toda ilusión y ahora me falta tiempo para disfrutar un poquito. Una parte de mí crece constantemente a un ritmo demasiado fuerte incluso. Esa parte siente cómo hierve en mí la sangre, azuzada por la ilusión con la que vivo, y la envía sana y fuerte a cada región de mi cuerpo y las fuerzas se multiplican. Es como una droga. La otra parte, en cambio, muere y se apodera de mis ganas de vivir, me aloja en una sima de oscuridad de la que no puedo salir.

Creo estar volviendo la cara a la realidad. Mi mundo se desmorona, aplastado por la rutina mal llevada. Tengo por delante el camino de aprender a valorar cada momento inmutable que me brinda el paso de los días: la piel de un amor en el lecho conyugal, la respiración acompasada mientras leo antes de dormir. Hacer del día a día una rutina maravillosa es un don que seguramente no sé apreciar y su consecuencia ha tomado un rumbo funesto.

VII

He encontrado una fórmula para ayudar a Sara. Es un poco extraña y necesito su concurso. Tengo que comentárselo y para ello necesito que me llame. A aquel lugar yo no pienso volver y no tengo su número de teléfono, pues siempre llamó desde números ocultos. De todas formas, si lo tuviera, lo mismo le creaba una situación embarazosa. En tanto espero su llamada, voy organizando el plan. Será muy complicado, pero eso sí será responder a mi ofrecimiento de ayuda. El mayor problema será compaginar el enrevesado horario que ya tengo. He realizado un montón de cálculos, desde cuánto tardo de un sitio a otro dependiendo de la hora a la que salga hasta qué horas puedo dedicar a esta misión. He concluido que podría encontrar unas horas entre el día y la noche. Espero que quien tenga que ser admita mis limitaciones.

VIII

Llama Sara. Me produce alegría oír su voz. Todo quedaría en nada si ella no confiase en mí. Le digo que tenemos que vernos y hablar largo de lo que he estado pensando. Tras un breve silencio, advierto que no he prestado mucha atención a su estado de ánimo. Está mal; parece que hoy le han hecho daño y solo llama para obtener consuelo, pero es muy tarde para mí. No puedo mentir en casa ni puedo dejar a Sara con ese estado de congoja que adivino. Le pregunto dónde está y le pido que me espere unos minutos.

Termino inventando una excusa frente a Elena para volver al despacho a estas horas.

Otra noche desapacible, pero basta entrar en el coche y poner la calefacción y la música para darse cuenta de los privilegios de que gozamos los menos pobres de este planeta. Conduzco unos diez minutos hasta llegar a ella. Parece recuperada, tanto que me hace dudar de su necesidad. Sara ha aguantado el tipo en la calle mientras yo llegaba, pero pronto se desmorona entre sollozos. La veo afectada. Creo que debo llevarla al médico, pero se niega con una fuerza que asusta. Antes de empeorar su estado con una discusión, prefiero acceder a su negativa y llevarla a su casa.

En el trayecto no pronuncia palabra, salvo para darme las mínimas indicaciones de ruta. Aunque no deja asomar una lágrima, sé que llora. Me guío por la intuición, pues estoy algo desconcertado. No quiere conversar. Voy conduciendo y no puedo acompañarla o acariciar su mano para consolarla. Dejo que la música lleve a sus sentidos notas de alivio y amor que yo no sabré dirigirle. Estoy convencido de que Mahler lo pretendió cuando creó sus canciones del niño y, desde luego, el efecto sedante es palpable en Sara: su sensibilidad ha brotado con una fuerza que no conocía hasta ahora en ella.

Llegamos hacia las once y media. Aún no han vuelto las otras compañeras del piso sexto del destartalado bloque donde vive. Me pide que no la deje sola esta noche y es una petición que me mata porque no me siento capaz de negárselo, pero estoy muy intranquilo por Elena.

Sara permanece en silencio. Está agarrada con fuerza a mi brazo. Se acuesta en su cama, reposando la cabeza sobre mi pecho. Quizá es un acto reflejo propio de los recién nacidos, que buscan el tamtam que les acompañó durante su gestación. Dicen que el sonido de los latidos del corazón calma sus males porque les trae el recuerdo de sus mejores tiempos.

Presiento que le haría bien escuchar un cuento. Esta noche Sara es un poco hija mía. El otro día inventé una historia sobre un cordero y una gambita. Quizá la encontré entre las nubes mientras hacía el viaje de vuelta en el avión que me traía de Oviedo:

«Por la ladera de un monte que bajaba suavemente hasta la playa se extendía un pequeño prado donde vivía un corderito. Su única ocupación era la de pastar y pastar, pero lo que en verdad le gustaba era recostarse en la hierba, dejarse caer sobre sus patas delanteras y contemplar el movimiento del mar.

Disfrutaba imaginándose a lomos de la espuma blanca y viajando a otros prados; pero sabía que eso nunca sería posible. Ya desde más pequeñito sus padres le mostraron cuál era su destino. Le decían: “Come y engorda mientras puedas y no te preocupes de otras cosas, pues de nada te servirá. Aprovecha en tanto no vengan a por ti”. Con el tiempo comprendería su significado. A pesar de ello, él nunca faltaba a su cita con el mar porque allí creaba todos sus sueños.

Una noche de luna llena reposaba el corderito junto a la cerca que separaba el prado de su playa. Cualquiera diría que Rublete practicaba la meditación contemplando el monótono romper de las olas que terminaban en la arena.

Al incorporarse para volver al cobertizo, vio cómo la última ola había arrastrado tras de sí una forma minúscula que parecía jugar con ella. Rublete volvió a agacharse y, con los ojos bien abiertos, se dispuso a vivir aquella escena con gran atención. Se trataba de una gambita que bailaba graciosamente en las olas y, lejos de su banco, desafiaba al mismo Neptuno. Se bamboleaba y saltaba bien alto, dejando ver su delicada silueta en el aire, y después se zambullía nuevamente en el mar. Así largo rato hasta que desapareció.

“¡Cómo me gustaría divertirme así!”, decía Rublete. Todas las noches de luna llena la gambita acudía fielmente a su cita y el corderito asistía nervioso a ese bello ritual.

Pero una noche la simpática función tendría otro final. Sucedió que, al intentar zambullirse nuevamente mientras el agua replegaba, la gambita dio con sus antenas en la arena. Aquel diminuto ser brincaba, ahora torpemente, lejos de su medio. No flirteaba con el agua, se retorcía en la playa. Incapaz de salvar su vida, veía alejarse la marea.

Rublete no entendía qué estaba ocurriendo, pero presentía que algo no iba bien. Tenía que ayudar a su amiga. Se incorporó, tomó impulso y saltó. Los pinchos del alambre de acero que rodeaban el prado le recordaron que nadie antes había osado atravesar la cerca.

Magullado, mordido en su piel por tan mortal impedimento, la traspasó soportando el desgarro que producían los espinos de acero en su carne.

Una vez liberado del tormento, se apresuró a asistir a la gambita, cuya minúscula figura quedaba tendida en la arena. No sabía qué hacer. Instintivamente daba pataditas al cuerpo inerte hasta que con una de ellas consiguió dejarlo próximo a la resaca de espuma.

Permaneció un momento con la vista fija en el punto de luz de luna que reflejaba el caparazoncito ya mojado, devuelto a su medio. Había calma, pero también pena. Había llegado tarde. El reflejo de luna también recorría sus patas, dibujando pequeñas y brillantes burbujas a su alrededor. Sin darse cuenta, tenía las patitas en el agua.

En aquella noche clara, una lágrima cayó desde sus ojos. Levantó la vista hacia la blanca esfera y luego se giró rumbo al cercado.

Apenas Rublete hubo movido la primera patita, sintió en la otra un leve cosquilleo que al principio le sobresaltó, pues cada experiencia en el mar era nueva para él. Miró buscando una explicación y apreció unos preciosos ojitos negros que le miraban y unas finísimas antenas que se agitaban con fervor.

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