Me orientó hacia el limitado corpus de este libro una pregunta subyacentemente similar a la que informó mi estudio sobre autores peruanos (Arguedas/ Vargas Llosa. Dilemas y ensamblajes, 2015): la que inquiere acerca de los impulsos que, desde una circunstancia histórica y cultural común, cristalizan en proyectos estéticos divergentes, ofreciendo una visión prismática de la cultura nacional y de sus imaginarios colectivos.
En el caso de los narradores mexicanos en los que se centra este libro, el análisis resultó mucho menos complejo que en el de los autores andinos, por el distinto volumen y grado de desarrollo de la obra literaria de estos escritores, y por su significado individual y papel protagónico dentro de los procesos de su tiempo. Fue, sin embargo, un ejercicio similarmente intrigante el de enfrentar las estéticas que estos escritores despliegan en sus textos de modo paralelo, creando mundos ficticios bien diferenciados y hasta opuestos, en algunos aspectos. No me interesó, en este caso, analizar comparativamente las divergencias o convergencias entre los respectivos proyectos literarios, ya que este reducido corpus no responde de manera puntual a coyunturas político-ideológicas como la de los escritores andinos analizados en mi libro (la Revolución cubana, el senderismo), o existenciales (el Premio Nobel, el suicidio), capaces de crear antagonismos manifiestos. Pero sí me sedujeron las estrategias que cada autor emplea para enfrentarse, con un arsenal propio, a los desafíos de una época poblada de conflictos y pobre en alternativas de superación de los horizontes necro-políticos que compartimos en el mundo globalizado.
Algunos de los puntos de análisis que marcan este estudio tienen que ver con aspectos previsibles. El primero, con el lugar de enunciación desde el que el texto es emitido en cada caso, entendiendo por tal la plataforma geocultural, pero también político-ideológica. Esta permite concebir el relato como una forma de producción simbólica que revela, mediatizadamente, la tensión entre el particular momento de desarrollo que atraviesa la cultura nacional y los procesos de transnacionalización cultural del capitalismo tardío.
La negociación entre localismo o regionalismo y dimensión global es realizada por los tres escritores mexicanos de manera distinta.
En el caso de Yuri Herrera, como enfatiza mi análisis, el procedimiento crucial es la depuración estética de sus referentes. Guiado por técnicas de economía narrativa que pulen la escritura, liberándola de esquirlas y asperezas, de aditamentos y digresiones, su narrativa se desliza exacta y afinada, como trabajada con cincel. Sus personajes y sus tramas evocan entre lugares fronterizos, la austeridad del paisaje desértico y la compleja simplicidad de las regiones, pero no, necesariamente, como son, sino como la imaginación de nuestro tiempo histórico nos permite pensarlas a partir de versiones y visiones dispares, sin duda desajustadas, contradictorias e interesadas que invaden el espacio público. Su literatura tiene lugar no en los escenarios elusivos de lo real, sino, más bien, en el espacio ya saneado de los imaginarios, cuando la realidad ha llegado a asentarse en imágenes, sonidos y, sobre todo, atmósferas. Éstas permiten interiorizar versiones singulares de lo que vociferan los noticieros y cantan los corridos, de lo que nos contaron que sucede y lo que suponemos que tiene lugar, aunque esos contenidos resulten ajenos a la experiencia del individuo común, e inalcanzables, en su inmanencia, desde el lenguaje, la racionalidad y la memoria. La prosa tersa de Herrera, contenida y lacónica, está poblada de ecos y huellas, y al mismo tiempo no se parece a nada. Imagina los espacios del cartel, la muerte y el amor en contextos atravesados por el vicio en el que se refugian las subjetividades alienadas y vulnerables de personajes-tipo que son únicos e inolvidables, porque enfrentan realidades ficcionales más grandes que ellos mismos. La escritura de Herrera es sensual, cautelosa y sabe dónde detenerse.
Por su parte, las narraciones recibidas hasta ahora de Fernanda Melchor, sobre todo las novelas, parecen tomarla a ella misma por asalto. Desenfrenadas, persistentemente oscuras, morbosamente atiborradas de sonidos, imágenes y palabras, sus páginas transmiten los ritmos de la respiración agitada de personajes que no encuentran en la prosa un resquicio para tomar aliento, interioridades que se salen de sí, que desbordan la página. Heredera rebelde de resonancias lejanas del barroco funerario, sus textos se producen a sí mismos como excavaciones que incursionan en las fosas comunes del inconsciente colectivo. Las subjetividades de los personajes, que Barthes llamara “seres de papel”, parecen conformadas en un material áspero, irritante. Quizá por eso empujan incansablemente los límites del texto, se derraman hacia los márgenes –de lo social, de lo textual– empujan la sintaxis, reconquistan la lengua. Los asuntos superan a los personajes, pueden más que ellos. Sus espacios parecen una escenografía mínima en una representación teatral de bajo presupuesto, en la que los actores cubren heroicamente, y por demás, la precariedad de sus ambientes. Así es que ellos van y vienen desde y hacia los estereotipos; visitan y abandonan las fórmulas creativas; incursionan en la superabundancia y el decorativismo; toman elementos de la novela negra, del gótico, del neobarroco, apropian y reciclan estéticas de manera esporádica y sin comprometerse. Sus personajes, frecuentemente jóvenes impactados por un mundo incomprensible e intransitable, entran y salen de diversos territorios poéticos, inquietos, provisionales, proteicos y melancólicos.
Con Valeria Luiselli pasan otras cosas. Su literatura es calculada, cerebral, hipotérmica. Aún el manejo de los afectos parece responder en su escritura a un plan esbozado en un bloc amarillo, donde flechas y círculos indican cómo avanzar, dónde detenerse, en qué momento entra el fantasma, sale el gato, habla el niño mediano. Dosis apropiadas de moderado feminismo (que no dice su nombre); referencias meta-literarias a una infancia de viajes, experiencias y lugares míticos, proporcionan instrucciones para el tránsito textual. Listas interminables de personajes que deben ser citados; lugares singulares y detalles que apuntan al desorden de una bohemia desfasada, común en otras épocas, porciones suficientes de humor y de ironía, se distribuyen en páginas que conocen las preferencias del mercado: tropicalismo ma non troppo filtrado por un convincente academicismo y subsumido con sagacidad en temas que conectan con el mercado al que, desde Nueva York, puede tomarse el pulso con precisión. La de Luiselli es una literatura de gestos que convergen en el objetivo principal de dibujar cuidadosamente los contornos de la imagen propia. La autoficción cunde en las novelas como una vertiente que se retroalimenta. La tensión muy notoria entre exterioridad y cultura nacional no está resuelta en la obra de Luiselli, y éste es, a mi juicio, uno de sus puntos de interés. Otra característica es el empeño por encontrar asuntos que sólo oblicuamente conectan con problemáticas actuales. Atemperado por el sonido inexistente de los nativos americanos y por los hijos propios, que intentan recuperar la atención de sus padres, el tema de los niños perdidos en el desierto se diluye entre los audiolibros, los dibujos y las anécdotas cotidianas. El gesto de mirar hacia atrás en los ricos legados de la cultura mexicana desde una posición exterior, resguardada, aspecto bien analizado por Oswaldo Zavala, entrega una perspectiva interesante del modo en que lo nacional se desgaja en los escenarios globales y se recompone, como en los juegos de un caleidoscopio, desde formas diversas de ciudadanía cultural.
Arribamos así a tres modelos diferentes de posicionamiento intelectual en el que el fantasma de lo nacional se hace presente de distintas maneras. Como se ha visto, el lugar de enunciación se refiere a una serie de decisiones y posibilidades situacionales, y al modo de concebir la creación como trabajo intelectual, es decir, como producción de discursos ficcionales que emergen de sujetos concretos, relacionados con condiciones específicas de producción cultural. Estas poéticas provienen de muy diversos territorios existenciales, e involucran una comprensión diferenciada de la función del cuerpo y los afectos, de la clase, la raza y el género, del valor identitario de la lengua, el deseo y la creencia. Constituyen, entonces, formas alternativas de conciencia social y acercamientos singulares a la relación entre ficción y realidad, imaginación y racionalidad, saber, sentir y poder, nación y exterioridad posnacional.
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