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Para todos los profesionales de la salud mental, defensores y pioneros. Gracias por esparcir la luz. Y a todos los trabajadores esenciales que recientemente redefinieron la palabra heroísmo.
Comenzó a mitad de la noche, mientras el mundo dormía. Ni bien la luz de los faroles de la calle se desvaneció y su intensidad disminuyó en el Reino del Sur, cientos de hombres de todo el reino (trescientos treinta y tres para ser exactos), de pronto, salieron de sus casas al mismo tiempo.
Esta actividad peculiar no había sido planeada ni ensayada. Los hombres nunca habían hablado de esto y ni siquiera conocían la identidad de sus compañeros. Provenían de distintas aldeas, de distintas familias y orígenes, pero todos estaban secretamente unidos a una causa maléfica. Y esta noche, luego de permanecer un largo tiempo en silencio, esa causa finalmente cobraba vida.
Cada uno de ellos salió a la noche con una túnica plateada inmaculada que prácticamente brillaba a la luz de la luna. Llevaban máscaras del mismo color con dos ranuras sobre sus ojos, cubriéndolos casi por completo, y un lobo blanco y feroz en el pecho. Los uniformes ominosos los hacían ver más como fantasmas que como humanos, aunque, en muchos sentidos, sí eran fantasmas.
Después de todo, habían pasado siglos desde la última aparición de la Hermandad de los Justos.
Los hombres abandonaron sus hogares y se aventuraron hacia la oscuridad, todos en la misma dirección. Viajaban completamente a pie y caminaban tan lento que sus pisadas no emitían ningún sonido. Una vez que dejaron sus pueblos y aldeas atrás y se aseguraron de que nadie los hubiera seguido, encendieron sus antorchas e iluminaron el camino por delante. Sin embargo, no avanzaron por los caminos de piedra por mucho tiempo; su destino se encontraba más allá de cualquier ruta transitada y no figuraba en ningún mapa.
La hermandad cruzó colinas verdes, atravesó pantanos densos y arroyos someros mientras caminaban por territorio inexplorado. Nunca habían ido a su destino ni lo habían visto con sus propios ojos, pero tenían tan presentes las indicaciones que cada árbol y roca se sentía como un recuerdo.
Algunos hombres habían viajado desde mucho más lejos que otros. Algunos avanzaban rápido y otros mucho más lento, pero dos horas pasadas la medianoche, los primeros de los trescientos treinta y tres viajeros empezaron a llegar. Y el lugar era exactamente como esperaban.
En la parte más al sur del reino, a los pies del cordón montañoso del Mar del Sur, se encontraban las ruinas antiguas de una fortaleza caída en el olvido. Desde lejos, la fortaleza parecía el esqueleto de una criatura enorme que el mar había arrastrado hacia la orilla. Tenía paredes de piedra escarpadas que estaban horriblemente dañadas y destruidas. Había cinco torres a punto de derrumbarse que se elevaban hacia el cielo como dedos de una mano esquelética y numerosas rocas filosas que colgaban sobre un puente levadizo como dientes de una boca gigante.
La fortaleza no estaba ocupada desde hacía más de seiscientos años, incluso las gaviotas la evitaban cuando volaban por la brisa nocturna. Pero más allá de su aspecto tenebroso, era sagrada para la Hermandad de los Justos, ya que era el lugar de nacimiento de su clan, un templo para sus creencias, y había servido de cuartel general durante los días en los que imponían su Doctrina Justa sobre el reino.
Pero luego llegó un tiempo en el que la hermandad había impuesto con tanto éxito su doctrina que ese centro de operaciones ya no era necesario. De este modo, cerraron las puertas de su amada fortaleza, colgaron sus uniformes y se recluyeron. Con el paso del tiempo, su existencia se convirtió en un mero rumor que luego se transformó en un mito, un mito que casi cayó en el olvido. Durante siglos, generación tras generación de la hermandad permaneció al margen y en silencio mientras admiraba la forma en la que sus ancestros habían moldeado al Reino del Sur y, por consiguiente, al resto del mundo.
Pero el mundo estaba cambiando. Y el silencio de la hermandad estaba llegando a su fin.
Temprano ese día, una serie de banderas con la imagen de un lobo blanco aparecieron a lo largo de los pueblos y aldeas del Reino del Sur. Las banderas eran pequeñas y la mayoría de los ciudadanos apenas las notaban, pero para estos trescientos treinta y tres hombres, las banderas acarreaban un mensaje inconfundible: era hora de que la Hermandad de los Justos regresara . Y entonces, más tarde esa noche, cuando sus esposas e hijos dormían, los hombres recuperaron sus uniformes de sus escondites, se vistieron con sus túnicas plateadas, se pusieron las máscaras plateadas sobre sus rostros y abandonaron sus hogares para dirigirse a la fortaleza del sur.
Los primeros en llegar tomaron sus posiciones en el puente levadizo y vigilaron la entrada. A medida que llegaba el resto, formaron una fila y recitaron un antiguo pasaje antes de ingresar: “Todos han de temer a los tres treinta y tres”.
Una vez que se les permitió entrar, la hermandad se reunió en un patio inmenso en el corazón de la fortaleza. Los hombres se quedaron parados en completo silencio, mientras esperaban a que el resto del clan llegara. Se miraban entre sí con extrema curiosidad, ya que ninguno de ellos había visto a otro compañero del clan antes. Se preguntaban si reconocían a alguno de los ojos que los miraban a través de las máscaras, pero no se atrevían a preguntar. La primera regla de la Hermandad de los Justos era nunca revelar la identidad, en especial entre compañeros. Según ellos, la clave del éxito de una sociedad secreta era que todos se mantuvieran en secreto.
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