Título original: A Tale of Magic
Traducción del inglés de Julián Alejo Sosa
Revisión y adaptación de Débora Martínez Domingo y Gabriela Buch
Ilustraciones de cubierta e interior: Brandon Dorman - © Hachette Book, Inc.
Armado de ebook: Tomás Caramella
Primera edición: septiembre de 2020
© Christopher Colfer, 2019
© VR Europa, un sello de Editorial Entremares, s.l., 2020
c/ Vergós, 26, 08017 Barcelona - www.vreuropa.es
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-84-124074-2-6 - Depósito legal: B-16.732-2020
Maquetación: José María Díaz de Mendívil - Adaptación de cubierta: Silvia Blanco
Impreso por GraphyCems
Este libro se ha impreso en papel procedente de bosques gestionados de forma sostenible y que ha seguido un proceso de fabricación totalmente libre de cloro.
A todos los valientes que se atrevieron a ser ellos mismos cuando nadie los aceptaba. Soy quien soy gracias a vosotros .
Prólogo
En los cuatro reinos la magia estaba prohibida, por decirlo de forma sutil. Según la ley, la magia era el peor delito que una persona podía cometer, y para la sociedad no había nada más despreciable. En casi todas partes, el simple hecho de estar relacionado con una bruja o un brujo convictos, era una ofensa que se castigaba con la muerte.
En el Reino del Norte, los infractores y sus familias eran juzgados y rápidamente quemados en la hoguera. En el Reino del Este se requerían muy pocas pruebas para sentenciar a la horca al acusado y a sus seres queridos. Y en el Reino del Oeste, las supuestas brujas o los presuntos brujos eran ahogados sin derecho a juicio.
Las ejecuciones rara vez las llevaban a cabo los cuerpos de seguridad o los oficiales del reino, sino que, por lo general, los castigos los aplicaban grupos de ciudadanos furiosos que se tomaban la justicia por su mano. Aunque los soberanos de los reinos no promovían esas brutales prácticas, las toleraban completamente. Es más: los monarcas estaban encantados con que la gente tuviera un objetivo en el que descargar su ira que no fuera el gobierno. Por eso veían con buenos ojos tal distracción e incluso la promovían durante los tiempos de inestabilidad política.
—Quien elige el camino de la magia elige el camino hacia la condena —anunció el rey Nobleton del Norte, cuya negligencia estaba causando la peor hambruna en la historia del reino.
—No debemos mostrar empatía hacia personas con unas prioridades tan abominables —añadió la reina Endustria del Este poco antes de subir los impuestos para financiar su palacio de verano.
—La magia es un insulto a Dios y a la naturaleza y un peligro para la moral —resaltó el rey Belicton del Este, cuyas declaraciones, por suerte para él, distrajeron a la gente de los rumores que corrían sobre los ocho hijos ilegítimos que había tenido, cada uno con una amante distinta.
Cuando una bruja o un brujo eran descubiertos, era casi imposible que escaparan de la persecución. Muchos huían hacia el denso y peligroso bosque que crecía entre las fronteras de los reinos y que se conocía como el Entrebosque. Por desgracia, esa zona era el hogar de duendes, elfos, goblins, trols, ogros y todas las especies que los humanos habían desterrado a lo largo de los siglos, y las brujas y los brujos que buscaban refugio entre sus árboles solían encontrar una muerte rápida y violenta a manos de alguna de esas bárbaras criaturas.
La única compasión, si podía considerarse como tal, que brujas y brujos podían encontrar estaba en el Reino del Sur.
En cuanto el rey Campeón XIV heredó el trono de su padre, el fallecido rey Campeón XIII, dictó su primer decreto real: la abolición de la pena de muerte para todos los practicantes de magia condenados. En su lugar, los delincuentes serían sentenciados a pasar el resto de su vida en prisión realizando trabajos forzosos, y se les recordaría cada día lo afortunados que debían sentirse. Ahora bien, es importante mencionar que el rey no enmendó la ley por pura bondad, sino con el objetivo de sentirse en paz con un recuerdo traumático.
Cuando Campeón era niño, su madre fue decapitada por mostrar un «interés sospechoso» por la magia. Fue el propio Campeón XIII quien la denunció, por eso a nadie se le ocurrió cuestionar la acusación o demostrar la inocencia de la reina, aunque los motivos del rey sí fueron cuestionados el día siguiente a la ejecución de su esposa, cuando se casó con una mujer más joven y guapa. Tras la prematura muerte de su madre, Campeón XIV no pudo dejar de contar los días hasta que logró vengar aquella muerte destruyendo el legado de su padre. Y en cuanto la corona fue colocada sobre su cabeza, dedicó gran parte de su reinado a borrar a Campeón XIII de la historia del Reino del Sur.
Ya en la vejez, Campeón XIV pasaba la mayor parte del tiempo haciendo lo mínimo posible. Redujo sus decretos a quejas y gestos de exasperación, y en lugar de hacer visitas reales, saludaba a las multitudes con pereza desde la seguridad de un carruaje en movimiento. Y lo más parecido a un discurso que dio en los últimos tiempos fueron las protestas acerca de que los pasillos del castillo eran «demasiado largos» y los escalones «demasiado altos».
Campeón XIV convirtió evitar a la gente en un pasatiempo, sobre todo con respecto a su engreída familia. Comía solo, se acostaba temprano, dormía hasta tarde y le encantaba echarse largas siestas (y que Dios tuviera piedad de la pobre alma que lo despertara antes de hora).
Sin embargo, hubo una tarde en que el rey se despertó temprano, y no por el descuido de uno de sus nietos o por la torpeza de una de las criadas, sino por un cambio repentino en el tiempo. Campeón XIV se despertó asustado por la lluvia torrencial que azotaba las ventanas de su habitación y por los fuertes vientos sibilantes que resoplaban por la chimenea. Cuando se había acostado, el día era soleado, no había rastro de nubes, por lo que la tormenta cogió por sorpresa al soberano, todavía adormilado.
—¡Me he despertado! —anunció Campeón XIV.
Luego esperó a que el sirviente que estuviera más cerca se presentara a toda prisa en su estancia y lo ayudara a bajar de su enorme cama. Sin embargo, nadie respondió a su llamada.
El rey se aclaró la garganta con una agresividad intencionada.
—¡He dicho que me he despertado! —gritó de nuevo, pero sin recibir respuesta tampoco esta vez.
Al soberano le crujieron las articulaciones mientras se bajaba de la cama a regañadientes y musitaba una retahíla de insultos al tiempo que avanzaba afanosamente por el suelo de piedra en busca de la capa y las pantuflas. Cuando estuvo vestido, abrió de un golpe la puerta de su estancia con la intención de descargar su enfado en el primer sirviente con el que se cruzara.
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