Chris Colfer - Un cuento de magia

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Brystal tiene catorce años, una vitalidad contagiosa y una insaciable sed de conocimiento y aventuras. Por eso se niega a aceptar el destino impuesto a las mujeres en el Reino del Sur, donde las educan únicamente para que sean buenas esposas, madres y amas de casa, y ni siquiera les permiten leer. También todo lo relacionado con la magia está marginado y además se castiga con dureza. Pero Brystal, movida por su amor por la lectura, desafía la ley. Logra acceso a miles de obras entrando a trabajar en la biblioteca de su ciudad. Allí descubre una sección secreta, repleta de libros prohibidos, y entre ellos, uno de magia que le revelará su auténtica naturaleza: ¡es un hada, capaz de hacer hechizos! Cuando la atrapan y la condenan, aparece la misteriosa madame Weatherberry, que la rescata y la incorpora a su increíble proyecto: ¡una academia de magia! En ese maravilloso lugar, los alumnos aprenden a utilizar sus poderes para ayudar a los demás y demostrar así que la comunidad mágica puede contribuir a crear un mundo mejor. Brystal se siente feliz, al fin libre y aceptada. Sin embargo, pronto nuestra heroína y sus nuevos amigos deberán enfrentarse a un siniestro complot que no solo los amenaza a ellos y a la magia:
en sus manos está el futuro de todos los reinos."Una historia fantástica dinámica y absorbente: ¡los lectores se quedarán leyendo hasta tarde y soñarán en grande!" School Library Journal"Con sus potentes personajes y la absorbente trama, esta es una aventura totalmente gratificante." Publishers Weekly"Gustará a los amantes de la saga anterior, pero también a los nuevos lectores de Colfer." Booklist"Soy una gran fan de Harry Potter, y este es el primer libro que ha llenado el vacío que me dejó el fin de la saga." Freya, lectora de Reino Unido

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La señora Evergreen se detuvo en la puerta y se quedó en silencio. Brystal entendió que su madre estaba pensando, porque muy pocas veces se detenía por algo. La señora Evergreen miró de nuevo a su hija con seriedad y, por un momento, Brystal habría jurado que vio una leve chispa de empatía en sus ojos, como si llevara toda la vida haciéndose la misma pregunta y aún no hubiera encontrado una respuesta.

—A mí me parece que las mujeres ya tenemos suficientes cosas que hacer hoy en día —dijo para zanjar el tema—. Ahora vístete. El desayuno no se prepara solo.

La señora Evergreen giró sobre sus talones y salió de la habitación. De los ojos de Brystal brotaron lágrimas mientras observaba a su madre alejarse con sus libros. Para ella no eran un montón de hojas atadas con un trozo de cuero: sus libros eran amigos que le ofrecían la única salida de la opresión del Reino del Sur. Se secó los ojos con el dobladillo del camisón. Y las lágrimas no le duraron mucho. Brystal sabía que solo sería cuestión de tiempo que pudiera rehacer su colección; su «proveedor» estaba mucho más cerca de lo que su madre imaginaba.

Se detuvo frente al espejo para ponerse todas las prendas y los accesorios de su ridículo uniforme escolar: vestido blanco, mallas blancas, guantes de encaje blancos, hombreras blancas mullidas y zapatos de tacón blancos y con hebillas, y, para completar la transformación, se recogió su pelo largo y castaño con una cinta blanca.

Brystal miró su reflejo y soltó un largo suspiro que nació en lo más profundo de su alma. Como de todas las mujeres del reino, se esperaba de ella que fuera de casa pareciera siempre una muñeca viviente, y Brystal odiaba las muñecas. De hecho, todo lo que orientara a las niñas, aunque fuera mínimamente, hacia ser madres o esposas lo añadía de inmediato a la lista de cosas que detestaba, y dada la cerrada visión que tenía de las mujeres el Reino del Sur, con los años había hecho una lista muy larga.

Desde que tenía memoria, Brystal sabía que el destino le reservaba una vida fuera del confinamiento del reino. Sus logros la llevarían más allá de conseguir marido y tener hijos: ella viviría aventuras y experiencias; no se limitaría a cocinar y limpiar: encontraría una felicidad que nadie podría cuestionar, al igual que les ocurría a los personajes de sus libros. No podía explicar por qué se sentía de esa forma o cómo lo lograría, pero lo sentía con todo su corazón. Sin embargo, hasta que llegara ese día, no tenía más remedio que representar el papel que la sociedad le había asignado.

Por eso buscaba formas sutiles y creativas de seguir adelante. Para que su uniforme escolar le pareciera tolerable, llevaba las gafas de lectura atadas a una cadena de oro, como un relicario, y luego se las escondía debajo del vestido. No era muy probable que en la escuela hubiera algo que valiera la pena leer, pues a las jóvenes solo se les enseñaba a leer recetas básicas y señales de tráfico, pero saber que ella estaba preparada por si se daba la ocasión le hacía sentirse como si llevara un arma secreta. Y saber que se estaba rebelando, aunque lentamente, le daba la energía necesaria para superar cada día.

—¡Brystal! ¡Me refería al desayuno de hoy! ¡Baja de inmediato!

—¡Ya voy! —contestó.

картинка 8

La familia Evergreen vivía en una casa de campo espaciosa a unos pocos kilómetros de la Plaza Mayor de Colinas Carruaje. El padre de Brystal era un juez ordinario reconocido en el tribunal del Reino del Sur, lo que garantizaba a la familia más riquezas y respeto que a la mayoría. Por desgracia, como su sustento provenía de quienes pagaban impuestos, era considerado de mal gusto que los Evergreen disfrutaran de «extravagancias». Y como el juez no valoraba nada más que su buena reputación, privaba a su familia de esos gustos «extravagantes» siempre que podía.

Todas las pertenencias de los Evergreen, desde la ropa hasta los muebles, eran de segunda mano, regalos de sus amigos o vecinos. No tenían ni una cortina a juego, la vajilla y los cubiertos pertenecían a servicios distintos y cada silla había sido hecha por un carpintero diferente. Incluso el papel de las paredes había sido arrancado de otras casas y formaba una caótica mezcla de estampados variados. Su propiedad era lo bastante grande como para emplear a un personal de veinte personas, pero el juez Evergreen creía que los sirvientes y los peones eran la «mayor extravagancia entre todas las extravagancias», por lo que Brystal y su madre se veían obligadas a encargarse del cuidado del jardín y las tareas del hogar ellas solas.

—Remueve la avena mientras preparo los huevos —le pidió la señora Evergreen cuando Brystal al fin apareció en la cocina—. Pero no la mezcles mucho esta vez, ¡tu padre detesta que la avena quede demasiado blanda!

Brystal se puso un delantal encima del uniforme escolar y cogió la cuchara de madera de su madre. Llevaba menos de un minuto junto al fuego cuando una voz cargada de pánico las llamó desde la habitación de al lado.

—¡Mamááá! ¡Rápido! ¡Es una emergencia!

—¿Qué ocurre, Barrie?

—¡Se me ha soltado un botón de la toga!

—Ay, Dios mío —musitó la señora Evergreen—. Brystal, ve a ayudar a tu hermano con el botón. Y arréglalo rápido.

Brystal cogió el costurero y se dirigió a toda prisa hacia la sala de estar que había junto a la cocina. Para su sorpresa, encontró a su hermano de diecisiete años sentado en el suelo. Tenía los ojos cerrados y se mecía hacia delante y hacia atrás con un montón de tarjetas en las manos. Barrie Evergreen era un joven delgado de cabello castaño alborotado, inocente y nervioso desde su nacimiento; sin embargo, ese día lo estaba extremadamente.

—¿Barrie? —lo llamó Brystal con suavidad—. Mamá me ha dicho que viniera a arreglarte el botón. ¿Puedes dejar de estudiar un momento o quieres que venga más tarde?

—No, ahora está bien —dijo Barrie—. Puedo repasar mientras lo coses.

Se puso de pie y le entregó a su hermana el botón que se la había soltado. Al igual que todos los estudiantes de la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje, Barrie llevaba una toga larga y gris y un sombrero negro cuadrado. Mientras Brystal enhebraba la aguja y le cosía el botón en el cuello del traje, Barrie miraba con atención la primera tarjeta. Como no dejaba de tocarse el resto de los botones mientras permanecía concentrado, Brystal le dio una bofeteada en la mano antes de que arrancara otro.

—La Ley de Purificación del 342..., la Ley de Purificación del 342... —leyó Barrie para sí mismo—. Fue promulgada cuan­do el rey Campeón VIII culpó a la comunidad de trols de vulgaridad y desterró a los de su especie del Reino del Sur.

Satisfecho con la respuesta, Barrie dio la vuelta a la tarjeta y leyó la respuesta correcta en el dorso. Por desgracia, se había equivocado y reaccionó con un quejido largo de derrota. Brystal no pudo evitar sonreír ante la frustración de su hermano: le recordaba a un cachorro intentando atrapar su propia cola.

—¡No tiene gracias, Brystal! —gritó Barrie—. ¡Voy a suspender el examen!

—Ay, Barrie, tranquilízate —le dijo ella, riendo—. Te irá bien. ¡Llevas toda la vida estudiando leyes!

—¡Por eso será tan humillante! ¡Si no apruebo hoy, no me graduaré! ¡Si no me gradúo, no seré juez adjunto! ¡Si no soy juez adjunto, no llegaré a juez ordinario como papá! ¡Y si no llego a ser juez ordinario, nunca seré juez supremo!

Como todos los hombres de la familia Evergreen que lo precedían, Barrie estaba estudiando para juez del sistema de tribunales del Reino del Sur. Asistía a la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje desde que tenía seis años, y a las diez en punto de esa mañana se presentaría a un examen muy riguroso que determinaría si sería juez adjunto. Si aprobaba, Barrie se pasaría la siguiente década procesando y defendiendo criminales en diver­sos juicios. Una vez que su tiempo como juez adjunto terminara, se convertiría en juez ordinario y presidiría juicios, igual que su padre. Y, en caso de que su carrera como juez ordinario satisficiera al rey, Barrie podría ser el primer Evergreen en convertirse en juez supremo del consejo asesor del rey, donde ayudaría al soberano a crear las leyes.

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