Stefano Vignaroli - Delitos Esotéricos

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Unas desapariciones imprevistas inquietan a los habitantes de Triora, un pueblo del interior de Liguria. Caterina Ruggeri, comisaria de policía, deberá esclarecer los misteriosos delitos remontándose a 400 años atrás: el asesinato de una bruja parece esconder las causas de una esotérica venganza.
Después de haber desarrollado durante unos años la función de Responsable de la Unidad Canina de la Polizia di Stato, Caterina Ruggeri, licenciada en Jurisprudencia, es nombrada comisaria y asignada al Distrito de Policía de Imperia. La nueva comisaria se encontrará involucrada, nada más llegar a su nuevo puesto de trabajo, en una escabrosa investigación, en el curso de la cual deberá ajustar las cuentas a personajes ligados a una secta esotérica, en un pueblo que es un lugar de brujas por excelencia: Triora. A partir del descubrimiento del cadáver carbonizado de una mujer, al término de la operación de la extinción de un incendio en el bosque, la Comisaria Ruggeri, ayudada por su inspector jefe Giampieri, un ex militar experto en tecnología informática y conductor de autos deportivos, deberá extender su investigación a hechos ocurridos en esos lugares incluso en periodos lejanos en el tiempo. Un importante protagonista de la aventura es también el perro de la Comisaria Ruggeri, Furia, su fiel Springer Spaniel, incomparable rastreador, que en más de una ocasión le prestará una valiosa ayuda.
Translator: María Acosta

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―Gran Patriarca, revélanos el camino para acceder a la Sabiduría Universal ―volvió a decir Aurora ―y te estaremos agradecidas y te honraremos durante el resto de nuestra vida mortal.

―Veréis, hay dos vías para alcanzar el objetivo, una más rápida y otra más lenta. Larìs, que es más joven, seguirá esta segunda vía, tendrá todo el tiempo para consultar los textos, asimilar cuanto contienen y aprender a usar, con la ayuda de los Maestros, su Tercer Ojo, el de la sabiduría, con el que conseguirá percibir el aura de las personas que están a su alrededor y penetrar en sus pensamientos, entrando en contacto con sus mentes. Es un recorrido largo que yo mismo hace tiempo escogí, y que requiere constancia, concentración y aplicación. Para ti, Aurora, que en cambio tienes prisa por asimilar todo con rapidez y volver a tu patria para combatir las fuerzas del maligno, te tengo reservada una vía más corta.

Batiendo las manos, llamó a Hiamalè, que condujo a Larìs fuera de la habitación, mientras que por la otra puerta entraron dos jóvenes sirvientas con una tisana humeante para el anciano patriarca. Roboamo bebió con cuidado, luego, de una bandeja que le traía una de las sirvientas, cogió un estuche y de él extrajo una jeringa.

―Papaverina. Inoculada en el pene, permite una erección duradera para una relación satisfactoria incluso en una persona anciana como yo. Te transmitiré todo mi saber y mi ciencia por medio de un vínculo carnal, después de lo cual tendrás acceso al Santa Sanctorum.

Las sirvientas ayudaron a Aurora a desvestirse y a tumbarse sobre los cojines dispuestos a tal fin sobre el pavimento, luego se ocuparon del anciano, lo liberaron de los vestidos, le pusieron la inyección, lo masajearon bien, y cuando entendieron que estaba preparado para consumar la relación con la recién llegada, se retiraron a un ángulo de la habitación. La relación con el anciano procuró a Aurora un inmenso placer. Cerró los ojos y se abandonó a los movimientos de Roboamo. En la cima de la excitación, alcanzado un intenso placer, comprendió que con el flujo líquido estaba penetrando en ella un calor que la invadía desde la punta de los pies hasta el último cabello. Estaba asimilando de un solo golpe toda la sabiduría que el anciano había acumulado en decenios de permanencia en aquel lugar inaccesible. En un momento dado, Aurora se dio cuenta de que Roboamo yacía inmóvil encima de ella. Todavía tenía el miembro turgente, debido al efecto de la papaverina, pero ya no respiraba, había muerto. Con un delicado movimiento, apartó a un lado el cuerpo de Roboamo y con bastante dificultad se desacopló de él. Mientras las sirvientas se hacían cargo del difunto, Aurora se volvió a vestir y fue asaltada por el miedo: ¿cómo llegar al Santa Sanctorum sin la ayuda de Roboamo? Pero luego, concentrándose, comprendió que, además de la sabiduría, había asimilado todo lo que había conservado en su memoria y, por lo tanto, ya conocía el camino que debía seguir para alcanzar la meta. Pero había más, la relación acabada de consumar la había transformado, tenía la piel más lisa, los senos más duros, las piernas más esbeltas, los cabellos menos sutiles, en definitiva, se sentía rejuvenecida. Buscó un espejo, que le devolvió la imagen de una veinteañera, la imagen de ella misma pero con cuarenta años menos. Con las manos se tocó el rostro, como para cerciorarse de que lo que veía fuese real y no una visión. Las arrugas habían desaparecido, sus ojos verdes brillaban, no había ni sombra de la opacidad del cristalino, los cabellos habían vuelto a su color castaño natural. Pero no tenía tiempo para pararse en elementos fútiles. Debía llegar hasta La Chiave di Salomone .

Intentando seguir los recuerdos impresos en la mente por Roboamo, volvió a descender las escaleras hasta la planta baja. En un salón con las paredes decoradas buscó una estatua dorada que representaba un gato. Colgando del cuello de éste último observó un medallón con forma de pentáculo. Lo giró y vio abrirse un pasaje en la pared de fondo, la única en la que no había ventanas. Entró en un largo pasillo semi oscuro, iluminado de vez en cuando por la débil luz de antiguas lámpara de aceite. Al final del pasillo, una escalera de caracol descendía hacia los subterráneos hasta otro salón ricamente decorado. Fue derecha hacia una maciza puerta dorada, enriquecida con bajorrelieves de oro puro, que representaban episodios de la vida del Rey Salomón. No había una cerradura para abrir la puerta ni otros artilugios. Para acceder al Santa Sanctorum se necesitaba una orden vocal, distinto según los días de la semana y de las horas del día. Aurora, calculando que en aquel momento debería invocar a la luna, pronunció en voz alta:

―¡Levanah!

La maciza puerta dorada comenzó a desplazarse en el interior del muro, de doble hoja, dejando libre acceso a la más secreta de las estancias del templo. En el centro de la misma, sobre una columna de un metro y medio aproximadamente, una caja de marfil se suponía que guardaba el libro y el anillo con el sello de Salomón, el talismán más potente de todos los tiempos. Muy emocionada, abrió la caja. El libro estaba en su sitio pero el anillo, no. Quien había llegado antes que ella había conseguido robarlo, asegurándose un poder nada desdeñable y difícil de combatir, en caso de que fuese utilizado para fines maléficos. Pero ahora la maga no tenía tiempo para pensar, tenía toda la noche para asimilar todo cuanto Salomón había escrito muchos siglos atrás, algo que no había recibido de la memoria de Roboamo, ya que él, aunque tenía acceso al Santa Sanctorum, nunca había tenido el valor de enfrentarse al texto sagrado. Cuando estuvo segura de haber aprendido de memoria todas las fórmulas e invocaciones, volvió a poner el libro en la caja y salió, recorriendo al revés el mismo camino que había seguido para llegar hasta allí. Cuando salió del salón, observó que desde las ventanas empezaban a entrar las primeras luces del alba. Giró el medallón sobre la estatua del gato, devolviéndolo a la posición inicial, y el pasaje del que acababa de salir se cerró.

Era el momento de volver a casa, en Liguria, y esta vez el viaje sería breve. Utilizaría el tele-transporte, que era una nueva magia que acababa de aprender. Pero primero debía despedirse de Larìs. Volvió al claustro, donde se encontraban las habitaciones de los huéspedes, observando que Ero y Dusai, ya levantados, conversaban en el borde de la piscina. A ambos se le escapó una apreciación sobre el nuevo aspecto de Aurora.

―¡Cáspita! Ojalá hubiese sido así el otro día ―comentó Dusai.

La maga evitó contestarle y llamó a la puerta de Larìs, que todavía estaba inmersa en el mundo de los sueños. Vio a ésta última que abría la puerta, medio dormida, observarla con aire interrogativo. Cuando Larìs se dio cuenta de que quien estaba delante era su compañera de viaje, se frotó los ojos pensando que quizás todavía estaba soñando.

―¡Sí, soy yo! ―afirmó Aurora ―Me voy pero permaneceremos en comunicación telepática. Cuando te necesite, lo sabrás, y serás capaz de llegar hasta mí en el menor tiempo posible.

Luego acercó sus labios a los de Larìs y la besó.

―¡Hasta pronto!

Aurora salió del templo y llegó a una llanura solitaria, donde se sentó en el suelo, teniendo cuidado de no cruzar las piernas, se concentró en el lugar al que debía ir y pronunció la fórmula mágica. Como su fuese capturada por un torbellino, por una especie de tromba de aire, su cuerpo se desvaneció para reaparecer en Triora, en el interior de su vivienda.

―¡Ya estoy en casa!

1 Capítulo 4

Nos dirigimos a pie hacia la escena del delito que ya había sido delimitada por las tiras de plástico blancas y rojas con las palabras Polizia di Stato . El lugar estaba ennegrecido por el incendio y empapado por el agua usada para apagarlo, pero lo que asombraba era el olor nauseabundo que se veían obligados a respirar. El olor de la carne humana quemada que todavía aleteaba en el aire era realmente insoportable. Cuando vio el cuerpo consiguió a duras penas contener la náusea. A primera vista parecía un maniquí, doblado sobre sí mismo, pegado a una cancela metálica que cerraba una especie de gruta, la forma humana ennegrecida por las llamas. No había rastros de cabellos y por todas partes se entreveían los huesos en medio de algunos jirones de piel apergaminada. Se intuía que era el cuerpo de una mujer por la silueta de los senos. A la altura de las muñecas y tobillos se notaban como una especie de filamentos de plástico fundido, índice de algo que debió servir para atar a la víctima a la cancela. El médico forense estaba llevando a cabo las primeras observaciones en el cuerpo mientras que los hombres de la científica estaban esperando pacientemente a que éste terminase para iniciar su trabajo. Diciendo a Mauro que me esperase, me acerqué traspasando la barrera de tiras de plástico. Cuando advirtió mi presencia, el forense, levantó la cabeza y se sacó los guantes de látex, moviendo la cabeza. La persona que estaba tendiéndome la mano era una mujer de unos treinta años, menuda, cabellos cortos oscuros, ojos oscuros y un pequeño piercing dorado en la nariz.

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