—Mío —contesto, mientras me inunda la idea irracional de que puedo haber empaquetado algún tipo de arma por error.
—¿Qué tiene aquí adentro? Se ve muy extraño en la máquina de ra- yos X —dice, mientras abre el cierre de mi maleta—. Pareciera llevar un montón de cositas serpenteantes apiladas una encima de la otra —me explica.
Cositas serpenteantes. Esa es una forma de decirlo.
—Eh, son hair ties1 —digo mientras él abre la maleta.
—¡Ah, sí! Me parecían familiares —dice, sonriendo—. ¡Esas gomas con forma de espiral que no dejan marcas en el cabello ni provocan dolores de cabeza! ¿Las que vienen tres en un cubo de plástico?
Me quedo mirándolo, francamente asombrada. Este tipo de seguridad, viejo y calvo, ¿sabe sobre mis gomas elásticas?
Mi nombre es Sophie Trelles-Tvede. En 2011, cuando era una estudiante de 18 años cursando el primer año de Administración en la Universidad de Warwick, inventé una goma elástica con forma de espiral a la que llamé invisibobble.
Entre mi cofundador, Felix, y yo invertimos en el negocio USD 4.000 (alrededor de 3.000 libras esterlinas), que es el equivalente a unos 1.350 vodka tonics de un bar estudiantil.
Por entonces no soñábamos ni de casualidad con que nuestra pequeña idea, nuestro minúsculo producto, podría convertirse en una marca global comercializada en peluquerías, farmacias de Norteamérica y Europa, lujosas tiendas departamentales, gigantescas empresas norteamericanas de mercado minorista, cadenas de moda, tiendas generales y de belleza, aeropuertos, cruceros y ¡hasta en las capas heladas de Groenlandia! (donde el transporte está a cargo de trineos tirados por perros). Jamás jamás imaginé que cambiaríamos para siempre la forma en que las hair ties se hacen, se promocionan y se venden.
Pero, de algún modo, lo hicimos. Desde que iniciamos, vendimos más de 100 millones de hair ties alrededor del mundo, en 85.000 puntos de venta repartidos en más de 70 países. Hoy facturamos decenas de millones de dólares al año, pero, sobre todo, cambiamos la categoría de accesorios para el cabello y el escenario de venta minorista para productos capilares.
Esta es la historia de invisibobble.
1. Cintas para el cabello. (N. del T.)
1.
Construyendo bicicletas para peces
• A veces debes obligarte a hacer amigos.
• El aburrimiento es el padre de la invención.
• Sujetar el cabello con un cable de teléfono no te da dolores de cabeza.
Bum. Bum. Bum. Plaf. Plaf. Plaf.
Aún antes de ver lo que pasaba, escuchaba a los hombres arrojando camas. Gritaban, maldecían y tiraban de las estructuras de metal de a una, cuatro o cinco a la vez, antes de arrojarlas, sin ceremonia, desde el camión al suelo. Parecían las camas de una prisión, y yo me acostaría sobre una de ellas. Y lo haría cada noche como estudiante de primer año de Administración en la Universidad de Warwick, en el Reino Unido.
Mi mamá y yo presenciamos el espectáculo de las camas de pie, junto al edificio que sería mi residencia. Se trataba de un bloque feo y bajo de la década de 1970. Estaba, al menos, a 20 minutos a pie del campus universitario (y que era algo así como mi cuarta opción). La Universidad de Warwick se sentía tan lejos de Zúrich, Suiza —desde donde volamos— como se podía llegar a estar.
Nací en Dinamarca en 1993. Nos mudamos a Suiza cuando todavía era bebé porque mis papás creyeron que sería un buen lugar para iniciar un negocio. Tuve la suerte de crecer en una casa de color salmón en un pueblo junto a un lago. Allí vivían menos de 2.000 personas. Crecí rodeada de colinas verdes, ganado y el aroma confortable del cálido estiércol vacuno. Era el tipo de lugar donde los trenes siempre pasan a tiempo, la limpieza es casi perfecta y las personas parecen brillar con el aire alpino.
A medida que caminábamos por los largos pasillos de la residencia, me sentía más y más melancólica. Los estudiantes internacionales teníamos permitido llegar una semana antes para acostumbrarnos a las particularidades de la vida estudiantil. Había muy poca gente alrededor. Mi dormitorio se encontraba al final de un largo corredor de puertas cerradas. Además de una de aquellas camas maltratadas, había un lavabo, un armario, una silla y un largo escritorio de madera clavado a la pared. Me pregunté qué me esperaría.
Mamá me dijo adiós entre lágrimas y comprendí que para hacer contacto con otro ser humano iba a tener que visitar el campus principal y almorzar la comida gratuita de la universidad. Sin embargo, había un problema. Sufro de un síndrome conocido popularmente como “cara de perra”2. Lo heredé de mis papás. La gente no solía sentirse cómoda conmigo naturalmente. Si a esto le sumo que soy bastante tímida y no muy buena para las conversaciones triviales (algo en lo que tuve que volverme experta), iba a tener que hacer un gran esfuerzo para cultivar nuevas amistades.
Me miré en el espejo, practiqué mi sonrisa y respiré hondo. Abrí la puerta e, inmediatamente, vi a otra chica en el pasillo. Era francesa, se llamaba Marie. Caminamos juntas al campus. ¡Gracias a Dios por Marie!
La mayor parte de los primeros meses me la pasé yendo a fiestas, durmiendo, concentrándome en no morir por mis resacas inducidas por el vodka tonic y aprendiendo a lidiar con la suciedad de un piso de estudiantes.
Alrededor de 18 de nosotros compartíamos una cocina. Un día alguien cocinó un pollo en una cacerola inmensa y lo abandonó sobre la cocina. Nadie reclamó la propiedad del ave hervida. Después de unas tres semanas, la llevamos hasta un rincón de la sala. Con el tiempo, por la tapa de la cacerola, comenzó a salir una pelusa blanca, que gradualmente fue trepando por la pared. Resultado: pasaba el menor tiempo posible en la cocina.
Era un asco, pero no lo más asqueroso. Sin duda, los baños eran peores que la cocina, especialmente los miércoles por la mañana. La noche del martes era la más intensa en el club del campus. Después de varias horas de copas, besuqueos y tal vez un curry a las 2 de la mañana, nuestros sistemas digestivos estaban en problemas y resultaban en la destrucción de los inodoros.
Por esos días decidí que era buena idea comprar una bicicleta para recorrer la distancia que separaba la residencia de la universidad. Lo que no calculé fue que tener ruedas significaba esperar hasta el último segundo antes de dejar mi habitación y luego matarme pedaleando para llegar a tiempo a las clases. Llegaba tarde más de lo que me hubiese gustado, sin aliento y muy sudada. Después de unas pocas semanas, prácticamente dejé de ir a las clases.
Hacia diciembre comencé a experimentar horribles sentimientos de culpa. Había una especie de luz roja de alarma en mi cabeza que fue creciendo. Lo cierto es que había hecho muy poco durante las últimas diez semanas. A medida que se acercaban las vacaciones de invierno, no podía evitar sentirme avergonzada e insatisfecha.
Este curso de Administración en Warwick había sido mi sueño, pero ¿la verdad? ¡Estaba aburridísima!
Pensé acerca de lo que podría hacer con mi tiempo en forma productiva. “¿Unirme al equipo de básquetbol? Nah, tengo un hombro en mal estado y una rodilla poco confiable”. “¡Ya sé! Voluntaria en una caridad. ¿Pero mantendría mi compromiso?”. “¿Qué hay del esquí?”. Me anoté al equipo de la universidad, pero renuncié en forma inmediata cuando descubrí que esquiaban en AstroTurf3.
Necesito estar muy muy interesada en una actividad para poder destacarme en ella; de lo contrario, olvídenlo. Desesperada por encontrar algo para ocupar mi mente, me encerré en mi dormitorio durante una semana completa de diciembre. Me senté en el escritorio clavado a la pared, pensando en cosas que podría hacer y vender; un proyecto paralelo que, idealmente, me permitiera dejar de sentir aburrimiento y culpa.
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