Wiley Ludeña - Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021
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Si no es la destrucción total de toda preexistencia del viejo sistema, los nuevos regímenes provenientes de revoluciones o guerras emancipadoras, como es el caso del Perú en 1821, recurrieron al uso resignificado de aquellos símbolos, lugares, edificios o lugares de emplazamiento del poder derrotado para evidenciar precisamente el efecto de sustitución de un poder respecto a otro. Fue el camino elegido por San Martín y sus huestes probablemente no por convicción estratégica, sino por una no tan oculta aspiración promonárquica.
La arquitectura y el urbanismo como formas de materialización del poder también cumplen el objetivo de una representación sacralizada del poder y la autoridad, que es también, finalmente, el objetivo supremo de toda forma de ritual y fiesta del poder. En este caso el espacio físico formalizado como arquitectura representativa y ciudad celebratoria se transforma en «un escenario extracotidiano de una representación en la que conviven el placer y la obediencia, la cohesión y el conflicto» (2014, p. 25).
Como había sucedido durante la Colonia, el poder y autoridades de la naciente República organizaron también las ceremonias, fiestas y otras actividades público-religiosas como formas e instrumentos de «propaganda» o mecanismos de dominación de la esfera de sensorial subjetivo de la plebe. En esta lógica, si bien la carencia de recursos hacia imposible la ejecución de una columna o monumento conmemorativo y mucho más de una nueva edificación o reforma urbana, de alguna forma la sola evocación de nuevos paisajes urbano-arquitectónicos (como la reforma de la Calle del Teatro) resultaba persuasivo para una colectividad ansiosa de encontrase con nuevos referentes de cambio real.
Los cambios se habían producido tan solo en la esfera de los anuncios y las buenas intenciones. Lo que de por sí, en el terreno de las obras concretas, conlleva su propio significado: ¿cambiar para no cambiar o mutatis mutandis?
Ciudad y arquitectura de la Republica temprana: ¿de las ideas a las obras?
Tras la liquidación del proyecto de la Confederación Perú-Boliviana, en 1839, el inicio de la década de 1840 coincide con una etapa que Jorge Basadre denomina la «Restauración», que representa en realidad —tras los aciagos primeros años de caos, militarismo autoritario y autocracias— una oportunidad de repensar el futuro del Perú republicano, esta vez desde los resultados de una experiencia errática de más de dos décadas de vida republicana, así como en función de las nuevas condiciones geopolíticas y la economía internacional del momento. El Perú no podía seguir sometido al designio de líderes sin arraigo nacional, como tampoco estar en permanente zozobra en medio de un debate ideológico fragmentado, intermitente y no conclusivo entre liberales, conservadores o constitucionalistas. Este debate, si bien no tuvo un correlato explícito en términos de urbanismo y arquitectura, significó un marco de referencia ineludible para la implementación de una serie de iniciativas, la mayoría de ellas nunca concretadas.
Este primer periodo de la historia del urbanismo y la arquitectura republicana representa igualmente —en su endeblez y carencia de aliento de futuro— un reflejo sombrío de este periodo de difícil alumbramiento republicano del país, en el que las cuestiones del «territorio», en su notación geopolítica, adquirieron una comprensible preponderancia sobre los dominios de la «ciudad» y la «arquitectura», en ese orden. En este periodo no solo no se produjeron grandes obras, sino que tampoco pudieron concretarse muchos de los pequeños proyectos. Esto es casi como una metáfora trágica de lo que sucedía en el terreno político institucional, en el que ninguno de los tres principales proyectos políticos encarnados por San Martín, Bolívar y Santa Cruz lograron concretarse o tuvieron apenas una vigencia entrecortada33. Se trató de un periodo convulso e incierto, como la propia república que representaba el Perú, donde lo único común —como nos lo recuerda Jorge Basadre— era, primero, que los tres personajes más influyentes (José de San Martín, Simón Bolívar y Andrés de San Cruz) eran extranjeros, y, segundo, que, a pesar de que cada uno de ellos enarbolaba concepciones políticas e intereses distintos, los vinculaba el «autoritarismo» revestido de pulsiones monárquicas, cesaristas napoleónicas o autocráticas, respectivamente.
Si bien la liquidación del proyecto de la Confederación en 1839 y las posteriores tensiones bélicas del Perú con Bolivia y Ecuador configuraron un periodo tensional que se extendió hasta el inicio de la década de 1840, es evidente que este momento da cuenta no solo del fin de un primer periodo, que se inicia en 1821, caracterizado por un militarismo autoritario y una elite funcional a este, sino del inicio de otro nuevo periodo, en el que la construcción de la promesa republicana adquirió un nuevo perfil y otras condiciones de concreción. Estos cambios tendrán un notable impacto en la reconfiguración del territorio y la producción urbanística y arquitectónica del país. Este nuevo periodo, el de la «Restauración», no fue uno estructuralmente distinto, pues representa un momento en el que, por diversos factores —entre ellos el decantamiento del debate político en ciertos espacios de consenso—, se vuelve a pensar el futuro del Perú como República. Jorge Basadre resume este momento decisivo advirtiendo lo siguiente:
[...] más que una «restauración» lo que hubo en 1839 fue una «consolidación». Porque en 1839 quedó aclarado que el Perú sería, en el futuro, el Perú. Hasta entonces el país había vivido periódicamente bajo la sensación íntima de la transitoriedad de sus instituciones. [...] Bien es verdad, que, con un criterio exacto, este primer periodo de la República concluye todavía dos años después (1841), en la batalla de Ingavi, al fracasar el anhelo de que el Perú dominase Bolivia (2005, I, p. 192).
A partir de la década de 1840, esa arquitectura y urbanismo republicano, signados por la crisis y el desaliento, así como por la imposibilidad de concretarse en numerosas iniciativas del periodo inicial de vida republicana, empezó a tomar otro rumbo, no solo debido a un nuevo escenario de construcción política, sino, coincidentemente, debido a las primeras señales de reactivación económica producidos por la explotación del guano de islas, lo que se reconoce como el primer gran ciclo de expansión económica de la República. La década de 1850 se constituye, por ello, en una especie de espacio de transición entre un momento y otro. El proyecto de remodelación de la Alameda de los Descalzos, de Lima, de 1856, durante el gobierno de Ramón Castilla (1855-1857) puede considerarse como la obra culminante más importante del modesto plan en pro del embellecimiento de las ciudades y sus principales avenidas o alamedas de las tres primeras décadas de vida republicana. Pero también puede considerarse como el inicio de un nuevo y ambicioso plan de transformación de Lima y las principales ciudades del país como ocurrió en las décadas posteriores34.
La reforma encargada a Felipe Barreda se encuentra a medio camino entre la conservación del viejo formato generado a partir de su modelo de origen (la Alameda de Hércules, en Sevilla, y el Paseo del Prado de Valladolid) y una nueva configuración unitaria. A ello contribuyeron el rediseño de la capa vegetal de los jardines, la colocación de una verja de hierro forjado, lo que le otorgó un matiz de romanticismo paisajístico, así como la instalación de un nuevo mobiliario entre bancas, jarrones y doce estatuas de mármol traídos de Italia.
Con excepción de las intervenciones del presbítero arquitecto Matías Maestro Alegría, la controversia entre la persistencia del barroco popular y el advenimiento de una impronta neoclásica depurada probablemente era lo menos relevante en los aciagos tiempos antes y después de la independencia. Aquí se encontraban ya muy distantes el impacto de ese nuevo lenguaje arquitectónico inaugurado por Matías Maestro, no solo en sus numerosas obras de remodelación de las iglesias de Lima, sino en dos de sus obras civiles más significativas: el Cementerio General de Lima y la Escuela de Medicina de San Fernando. Esta era la situación del Perú y sus ciudades hasta mediados del siglo XIX respecto a la de otros países y ciudades de América que tuvieron otro destino menos crítico, caótico o de postración económica, como en México, Buenos Aires o Santiago de Chile. Sobre todo México, tras la Constitución en 1785 de la Academia de San Carlos de Nueva España, que impuso e irradió con determinación el decálogo neoclásico como el nuevo estilo arquitectónico de la Ilustración a través de una generación de arquitectos e ingenieros como Manuel Tolsá y Miguel Constansó, entre otros.
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