Wiley Ludeña - Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021

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Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es una sucesión de <ventanas> que se abren para revelar con detalle y profundidad algunos de los fenómenos más significativos que lograron transformar la ciudad, el urbanismo y la arquitectura en los doscientos años de historia del Perú republicano.

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Por lo menos en el rubro arquitectónico y urbanístico el sentimiento antihispánico no se tradujo en un abrupto desmontaje ideológico y operativo de la tradición virreinal. Se produjo una especie de nueva elite criolla y mestiza republicana. Elite de ideas liberales en la cuestión económica y de razonamiento ilustrado en los temas políticos y culturales con cuotas de racionalismo científico, utilitarismo y acentos de romanticismo nacionalista.

Dos décadas de vida republicana posiblemente impliquen poco tiempo para aplicar y consolidar cambios profundos en las estructuras sociales y la organización del territorio, las ciudades y la arquitectura en términos de la promesa republicana. Tiempo que además se hizo aún más breve si condensamos en un solo momento continuo todas las iniciativas y acciones proactivas que convergieron para encaminar el progreso de la nación. Ello frente al dilatado tiempo desperdiciado, durante estas dos décadas, en saldar cuentas personales de políticos y caudillos militares sedientos de poder y un país fatigado en medio de esa casi permanente «pestilente anarquía», a decir de Eugène de Sartiges, en el que vivía el Perú en esos primeros años de República.

Las épocas de cambio no siempre traen consigo un cambio de época. Eso es lo que aconteció durante las primeras tres décadas de vida republicana, como se evidencia, por ejemplo, en la vigencia casi inalterada —salvo el reemplazo de uno u otro símbolo y de nuevos contenidos— de los rituales del poder virreinal, cortesano y de jerarquías preestablecidas en el espacio y los comportamientos, lo que confirma aquello que sostiene Pablo Ortemberg al referirse al destino de los rituales políticos del poder: que estos siempre se presentan «como una de engañosas inmutabilidades» (2014, p. 361). Es verdad que la cultura y sus códigos pueden viajar a tiempo lento en contraste con el cambio incesante del mundo de la tecnología y la ciencia. La arquitectura, para bien y para mal, se nutre de ambos mundos como un campo de fuerzas en estado de permanente tensión entre las permanencias y los cambios de cuerpo o de piel.

Si bien en esta República temprana la ciudad o la arquitectura enunciadas como evocación republicana por formalizarse casi nunca pudieron materializarse en obras concretas, el debate que se produjo en el terreno de la validación de los símbolos patrios significó la galvanización de aquellas posturas que más tarde dieron lugar a la conformación de las principales tendencias y grupos de interés en el debate sobre «qué» es el Perú y las cuestiones de la identidad cultural de lo peruano. El crispado debate sobre la auténtica arquitectura «peruana» de la década de 1920 entre quienes defendían los estilos neocolonial, indigenista, neoperuano o neoinca y sus variantes intermedias tuvieron en este debate de la década de 1820 su punto de germinación. Y no se trató, en este caso, de un debate limitado al ámbito cultural y estético: aparecieron en juego —como había sucedido en los tiempos de la República temprana— determinados intereses sociales, económicos y políticos detrás de cada postura.

Como una especie de río subterráneo, si bien diversos aspectos de la vida social y material del país, como el funcionamiento de instituciones, rituales, pesos, medidas y monedas de origen colonial, se mantendrían casi intactas hasta mediados del siglo XIX, el advenimiento de la República había puesto los fundamentos de una nueva relación de identidad entre sociedad y territorio, entre arquitectura y representación de la esencia diferencial de lo peruano.

Desde la campaña de Simón Bolívar, si algo caracterizaba a los rituales del poder es la diferencia que empezaba a registrarse entre la vocación «cosmopolita» de los rituales limeños y el incaísmo telúrico que impregnaba a los rituales del sur peruano, especialmente andino. Diferencias previsibles al inicio, pero que luego empezaron a adquirir el sentido de proyectos políticos y culturales encontrados en función de los diferentes sectores sociales emergentes en pugna. En este inicial campo de polémica se escondían, en el fondo, las raíces de aquello que Ortemberg denomina el «incaísmo regional» y el «centralismo simbólico limeño» (2014, p. 348).

Los rituales del poder, desde el primer día de la República, expresaron en sí la contradicción entre la continuidad o reutilización de los rituales precedentes y la necesidad de crear y usar nuevos códigos y sentidos. Esta controversia se expresaba, en múltiples circunstancias, como las diferencias entre la arquitectura efímera colonial, con la figura ecuestre del monarca coronado, y la estética revolucionaria francesa, con los monumentos celebratorios:

Durante el Protectorado son evidentes las continuidades del lenguaje ritual y plástico (por ejemplo, las equivalencias en la arquitectura efímera entre la estatua ecuestre de San Martín y la estatua del rey), se presentan imbricados importantes elementos de ruptura con el antiguo régimen. Proliferan los proyectos de monumentos permanentes, concebidos como nuevos soportes de la memoria colectiva (2014, p. 356).

La arquitectura es poder por ser hecha, casi siempre, desde el poder y el afán de construir una huella imperecedera para este. La recusación a lo viejo y el anuncio de un mundo nuevo como lo acontecido con algunas revoluciones políticas trae consigo previsiblemente nuevas arquitecturas y ciudades. Pero no siempre sucede así en el acto: como ya lo he dicho, las épocas de cambio a veces no generan inmediatamente cambios de época.

¿Aconteció lo mismo con la ciudad y la arquitectura de las primeras décadas de la vida republicana? Si existe algún vínculo entre José de San Martín y Simón Bolívar es que las propuestas de orden territorial y urbano se fundamentan en una racionalidad utilitaria y práctica inherente al pensamiento ilustrado, así como en una postura liberal con matices particulares. Como sostiene Leonardo Mattos-Cárdenas ambos «reflejan doctrinas liberales y algunas ideas del primer socialismo. Las ideas para una ciudad-capital, para una Canal de Panamá, para la conservación de monumentos y del ambiente parecen inspiradas en el utopismo» (2004, p. 179). Bajo estos presupuestos ideológicos el fomento a la descentralización territorial y reestructuración político-administrativa del territorio y las ciudades, así como la edificación de los nuevos equipamientos y símbolos de la República se encontraban supeditados al programa ilustrado del buen gobierno.

Si bien ambos libertadores compartían estos ideales de base, es posible que Simón Bolívar sea quien haya contado durante este periodo fundacional de la República con un mejor aparato conceptual y operativo respecto a los dominios de la arquitectura, el urbanismo y el manejo territorial. Sin embargo, más allá de este reconocimiento, e independientemente de los factores de contexto militar, político, social y económico, lo concreto es que la República temprana, entre 1821 y 1840, no pudo concretar casi ninguna obra importante en materia de arquitectura y urbanismo. Ello a diferencia de la magnitud y lo polémico de los severos cambios producidos en la escala del territorio nacional, como es el de su fragmentación y cercenamiento, así como la nueva organización política administrativa que perdura hasta la actualidad en sus fundamentos estructurales.

La ciudad y la arquitectura de este periodo inicial parecían detenidas en el tiempo, pero más deterioradas y opacas de vida que en los últimos años del régimen colonial, tal como lo reconocen los viajeros de la época. Pero ello no niega, sin duda, que algo nuevo estaba intentado emerger. El hecho de que no se pudiera haber construido nada nuevo, tampoco significa que esa «arquitectura hablada» enunciada por nuestros precursores no estuviera prefigurando —desde el decreto de San Martín de la Calle del Teatro hasta los proyectos de las calles arboladas en diversas ciudades pasando por los primeros «paseos» de la República— las bases de una nueva arquitectura y paisaje urbano para la República. Ya el acto, aunque sea retórico, de transmitir el mensaje del advenimiento de una nueva visión y modo de proyectar la ciudad, sus espacios públicos y monumentos, es una señal de cambio. En un sentido u otro, es lo que se produjo de modo intermitente durante los difíciles y confusos primeros años de nuestra vida republicana.

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