Wiley Ludeña - Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021
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La referencia a lo relativamente estable del paisaje urbano y arquitectónico colonial resulta apenas la constatación de un hecho que se deriva fundamentalmente de una sociedad colonial, jerarquizada, cortesana y con los grupos de poder funcionando bajo una estructura vertical de control sedimentada en más de 250 años. El agrietamiento del paisaje aludido resulta en este caso consecuencia no solo de la propia descomposición del régimen colonial, sino de la ausencia de un vigoroso proyecto emancipador en materia de transformación de los fundamentos funcionales, éticos y estéticos de la arquitectura y el urbanismo requerido por la naciente República. La causa primera alude a lo que acaba de expresarse: que la arquitectura y la ciudad de la República temprana en toda su precariedad, desconcierto e incapacidad de prefigurar el futuro reflejaba exactamente aquel tejido social surgido de las guerras de la independencia, completamente endeble, desestructurado y lleno resquebrajaduras derivado de las múltiples tensiones, divisiones y pugnas faccionales entre los diversos grupos de interés.
¿Qué población y territorio tenía el Perú el día de la declaratoria de su independencia de la corona española el 28 de julio de 1821? Ante la inexistencia de registros precisos o fiables sobre la población y la extensión del territorio que marquen una línea de base para el inicio de la vida republicana, puede asumirse como un indicador de referencia indirecta la información censal de los datos de población de 1827, el primer registro del periodo republicano más cercano al inicio de la República. Para este año la población del Perú alcanzaba la cifra de 1 516 690 habitantes y, la de Lima Cercado, 58 326 habitantes (Gootenberg, 1995, pp. 21-22). Según la información procesada por Bruno Seminario y María Alejandra Zegarra, el Perú de 1827 contaba con un territorio de 2 117 096 km² y, del conjunto de la población, el 18,63% vivía en la costa; el 65,74%, en la sierra y, en la selva, el 15,63% (2014, p. 1).
El abandono y éxodo masivo de más 10 000 miembros de la nobleza española peninsular y americana, entre 1820 y 1822, implicó la desaparición violenta y súbita de la clase dominante colonial. El vacío dejado no fue cubierto por otra clase cohesionada y reconocida socialmente, sino por un conglomerado de intereses más o menos compartidos entre múltiples divergencias entre la elite criolla urbana, los comerciantes y la elite criolla provinciana de hacendados y terratenientes señorialistas6. Si bien este último sector de poder había experimentado grandes pérdidas durante los días de la campaña emancipadora, logró mantener y recuperar lentamente su capacidad productiva en el campo y la ciudad, tanto que en la década de 1830 algunas haciendas registraban una producción sostenida y cierto nivel de expansión y modernización en términos de infraestructura y arquitectura, sobre todo, aquellos casos que lograban articularse en el sur a la cadena productiva del capitalismo industrial mercantil impulsado por las «casas comerciales» ubicadas entre Arequipa, Puno y Cusco7. Este es el sector social que, tras la desaparición de la nobleza urbana colonial, la nobleza terrateniente colonial y la aristocracia mercantil del Tribunal del Consulado, dominó durante la República temprana, y estaba constituido por un «conglomerado de comerciantes, militares, terratenientes, abogados y extranjeros que tenían su residencia en Lima» (Quiroz, 1987, p. 220). Para los primeros años de vida republicana no es posible referirse a la existencia de una clase dirigente, sino a una fracción o grupo de la clase dominante que funge de dirigente8. Lo que quedó, por consiguiente, como clase dominante es este conglomerado perteneciente a la elite criolla urbana de segundo nivel, que había estado directamente articulada con la burocracia colonial y los privilegios de la corona, como es el caso de los medianos y pequeños comerciantes, profesionales liberales e intelectuales, artesanos interesados en una mayor libertad para su ejercicio. Finalmente, en la base de la pirámide social, se encontraban los criollos postergados, así como la población indígena, mestizos y la población negra y de castas9.
Al inicio de la vida republicana las expresiones y filiaciones de orden político no se expresaban vía «partidos políticos», sino a través de los que Jorge Basadre (2005 [1939]) denomina «grupos» o «bandos políticos», que empezaron a perfilarse a partir de 1810 con ocasión de la elección de los representantes peruanos a las Cortes de Cádiz. Al arribar el Ejército Libertador a las costas del Perú, en 1820, el tejido político estaba compuesto por quienes al interior de la propia nobleza virreinal y criolla era partidarios del antiguo régimen colonial y opuestos a cualquier modificación de este y, por otro lado, por quienes, como José de la Riva-Agüero y el conde de la Vega del Rhen, promovían la independencia irrestricta e inmediata de España. Entre estos dos sectores y posiciones se encontraban diversos grupos identificados con fórmulas conciliatorias o de una «tercera posición», como sostiene Jorge Basadre: desde los que apostaban por la vigencia de la Constitución de Cádiz hasta los que promovían la instauración de una monarquía constitucional con un rey extranjero, posición que intentó promover José de San Martín (2005, I, pp. 37-38).
Tras la derrota de esta tercera posición y el triunfo inestable del liberalismo republicano, el debate político de este periodo inicial de la vida republicana se trasladó —después de la batalla de Ayacucho (1824) y el fin de la dictadura bolivarista (1823-1826)— al ámbito de la controversia entre las políticas proteccionistas, de libre mercado o la cuestión tributaria, así como a la cuestión indígena y esclava. Todo ello en medio de las pugnas faccionalistas y regionalistas de los caudillos de turno. El encuentro y desencuentro entre las diversas posturas en materia política y económica no era sino reflejo de la endeblez, ausencia de programa y objetivos definidos por parte de aquel grupo social que asumió en un sentido —seguramente sin proponérselo o merecerlo— el liderazgo de facto en la construcción de la naciente República. Aun así, este debate y su expresión en determinadas medidas económicas tuvo igualmente un efecto en el inicio de un proceso inicialmente lento de cambio del sistema urbano nacional y el posterior trasvase socioterritorial republicano, al priorizar las inversiones en ciertas ciudades puerto y determinadas vías de comunicación, entre otras magras inversiones.
Con una clase dominante social y económicamente no cohesionada, y más preocupada en negociar su precaria estabilidad, resultaba impensable plasmar un proyecto de transformación republicana del país y su territorio. Mucho menos en términos de una profunda renovación del paisaje urbano y la arquitectura del país. Por ello, los cambios en las escalas del territorio, la ciudad y la arquitectura se hicieron casi imperceptibles como una consecuencia natural de los procesos económicos de base. Durante las dos primeras décadas de la República el paisaje urbano de ciudades como Cusco, Jauja o Lima no había experimentado casi ningún cambio que no fuera el de irradiar una atmósfera de abandono y parálisis en el tiempo, cuando no mantenerse en estado ruinoso, ya sea por la destrucción realista de muchos pueblos, como Cangallo, que fueron arrasados por el apoyo a la causa patriota, o por la falta de mantenimiento o uso de una serie de inmuebles abandonados tras el éxodo de sus propietarios españoles.
Más allá del estado de anarquía política y depresión económica o, precisamente, por esta causa, el escenario espacial de la naciente república continuó siendo estructuralmente casi el mismo que el del régimen colonial. Hecho producido, entre otras razones, por la implementación preponderante de una política de sustitución simbólica sin destrucción ni resignificación estructural de las arquitecturas preexistentes, como fue la voluntad y el estilo de las medidas adoptadas por José de San Martín y Simón Bolívar sobre el particular. En estas condiciones el paisaje urbano de las ciudades del Perú se mantuvo casi inalterado respecto a las estructuras morfológicas de base colonial, pero esta vez dotado de una figuración externa resignificada superficialmente con los nuevos símbolos de la naciente república. Con otras denominaciones, rostros y personajes —uno con pretensiones monárquicas, el otro con aspiraciones de dictador vitalicio, además de una seguidilla de militares codiciosos e iletrados—, el tejido social del país y el entramado espacial se mantendrían casi invariantes hasta mediados del siglo XIX.
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