Chile se ha convertido en una atracción para los emprendimientos con componentes tecnológicos, y es considerado por el informe “Condiciones Sistemáticas para el Emprendimiento Dinámico 2017 en América Latina”, de la Universidad Nacional de General Sarmiento, como el país más emprendedor de América Latina. Programas impulsados por la empresa privada y el gobierno han permitido que los emprendedores encuentren en Chile un lugar apropiado para hacer que sus ideas se conviertan en realidad y, además, que puedan acceder al fondeo necesario para impulsar sus negocios.
Pese a su retraimiento, el “continente olvidado” – como denomina Michael Reid a América Latina– venía recorriendo una trayectoria interesante. Un crecimiento esperanzador, aunque moderado. Nuestra modestia nos hacía pasar desapercibidos ante la academia internacional, que prefería posar su mirada en África (un objeto de estudio más extremo, y por ende más interesante), y ante los analistas (obsesionados con el juego geopolítico China-Estados Unidos). Sin embargo, ese no era un asunto del todo malo, pues en cierta medida los latinoamericanos habíamos entendido que más que concitar la atención de la comunidad internacional, nos convenía trabajar para hacer avanzar nuestra región. Y en esas estábamos, hasta marzo de 2020.
Covid-19: un futuro en suspenso
Tal vez fue la lejanía respecto de China. O tal vez se trató de uno de esos casos en los que la negación era mejor alternativa que la aceptación. Cualquiera que haya sido la realidad, lo cierto es que no fue sino hasta que aparecieron los primeros casos de Covid-19 dentro de las fronteras nacionales que en América Latina surgió la preocupación por el virus. Lo que pocos meses atrás era apenas un titular en las noticias, de la noche a la mañana se convirtió en una de las mayores amenazas que debían enfrentar los países.
Aunque se demoró en llegar, el nuevo Coronavirus se desplegó con una velocidad reminiscente del Blitzkrieg , la estrategia de “guerra relámpago” que permitió a los nazis hacerse con el control del Viejo Continente en un tiempo tan corto como inconcebible. Al igual que los ciudadanos de la “Europa libre”, los latinoamericanos quedamos abrumados con la velocidad de propagación del virus, especialmente cuando se hizo evidente que tendríamos que seguir las extraordinarias medidas que se empezaron a tomar allí. La sorpresa por las cuarentenas locales fue efímera solo porque fue sobrepasada por las cuarentenas generales decretadas en la mayoría de países europeos. Si bien era extraño ver a los habitantes de Italia y España encerrados en sus casas, la sola idea de imaginar a Colombia, Ecuador o Perú en las mismas condiciones era trágica. De antemano se sabía: América Latina no estaba en capacidad de pagar el precio necesario para enfrentar la amenaza del Covid-19.
El que inicialmente había sido tan solo un virus lejano, rápidamente se convirtió en una fuerza alrededor de la cual todos los destinos de las naciones latinoamericanas empezaron a gravitar.
El 26 de marzo de 2020 un artículo en The Economist anunció lo que hoy podemos constatar: que el virus enfermaría las ya débiles economías latinoamericanas 1 . La afectación a sectores claves de las economías de la región, como el turismo, la cultura, el comercio, el transporte y la moda (que representan el 24,6% del PIB y el 34,2% del empleo) 2derivó en una situación angustiosa para millones de personas y para los gobernantes de la región.
Los cuantiosos paquetes de alivios económicos dirigidos a los más desfavorecidos contribuyeron a mitigar la situación, pero no fueron suficientes –nada lo ha sido– para frenar lo que, a todas luces, es una verdadera tragedia humana. Cuando se contrastan los destrozos generados por el Covid-19 con la sensación de esperanza que los avances en la región había traído, es inevitable sentir frustración.
Esas pizcas de progreso quedaron opacadas por un virus que desnudó los problemas estructurales –que solían ser paisajes ocultos– de muchos países en la región. Los grandes retos históricos de pobreza y de inseguridad se agravaron en la mayoría de los países, pues es un hecho que en América Latina muchas personas viven en las mismas condiciones del siglo XIX, otras en las del XX, otras en las del XXI, y en unas pocas ciudades se está buscando que sus habitantes ya vivan en el futuro.
América Latina es la región más desigual del mundo. Y aunque, a partir del año 2002 se pudo observar una tendencia a la reducción anual de la desigualdad, entre 2017 y 2019 la reducción se estancó. Según la CEPAL, en 2015 el coeficiente de Gini indicó un valor promedio de 0,469 para diecisiete países de América Latina (0 representa ausencia de desigualdad y 1 desigualdad máxima). Para 2017 el valor se había reducido a 0,462, y en 2019 se situó en 0,460. La expectativa es que la pandemia perpetúe el estancamiento del coeficiente de Gini.
Pero la desigualdad económica no es el único gran problema en la región. El desempleo juvenil, la migración, el bajo acceso a la educación tecnológica, la disparidad en oportunidades debido al género, el daño de los ecosistemas, la discriminación por orientación sexual, son otros de los problemas cuyo alivio el coronavirus no ha hecho otra cosa que postergar. De hecho, en países como Colombia se estima que la pandemia generó retrocesos de diez años en los avances sociales logrados 3.
Y es que el saldo de una pandemia, de la que todavía (mientras escribimos estas líneas) no hemos emergido completamente, es aterrador: una caída del 8,1% del PIB en la región, el cierre de 2,7 millones de empresas (el 19% de las empresas latinoamericanas), 28,7 millones de personas que han caído en la pobreza, y 15,9 millones adicionales que han caído en la pobreza extrema 4. Parece, que la pandemia se ha ensañado con América Latina, pues sus efectos se han sentido más fuerte que en el resto del mundo, tanto en términos de mortalidad como económicos. El futuro de América Latina, con el que valía la pena entusiasmarse, ha quedado en suspenso.
El optimismo:una necesidad existencial
Puede que América Latina haya perdido las razones para mirar el futuro con optimismo, pero si algo no se puede poner en tela de juicio es que hoy en día mantenerlo es una necesidad existencial para la región. Solo con un vuelco radical hacia la acción y la generación de valor podremos empezar a salir del pozo en el que un virus despiadado nos ha sumergido.
El lugar común más repetido desde que empezó la pandemia es que toda crisis trae oportunidades. Vale la pena reiterarlo acá. Puede que el panorama actual no permita vislumbrarlo claramente, pues abundan las tragedias, la pobreza y el dolor colectivo de una región magullada. Pero eso solo refuerza una idea: que nuestra responsabilidad consiste en cambiar el lente y encontrar las evidencias que nos convenzan de que existen motivos de esperanza.
En una región tan afectada existen personas valientes que persisten en crear soluciones para cerrar brechas y aliviar tragedias. Muchos de ellos son emprendedores sociales que, como bien dice una de nuestras entrevistadas, hoy más que nunca son necesarios.
Es curioso el fenotipo del emprendedor. A la vez que debe imaginar un futuro posible –y hacerlo requiere una alta dosis de optimismo–, a menos que se vuelque a la acción su ambición no se traducirá en una realidad. Estamos, pues, frente a mujeres y hombres que mientras se debaten en los pantanos de la realidad se ven obligados a mantener la imagen mental de que las tierras arrasadas algún día serán fértiles, y que el hedor de la crisis dará paso al aroma de la prosperidad.
¿Qué soluciones se están creando para tantos y tan diversos problemas que aquejan la región? ¿Quiénes están buscando solucionar las dificultades más básicas a las que se enfrenta la humanidad, al igual que los nuevos problemas generados por el progreso? ¿Quién está creando soluciones escalables que los Estados puedan replicar y cuya ejecución puedan impulsar para por fin vivir en una América Latina próspera, donde la gente viva segura, saludable y productiva? ¿Qué están haciendo los emprendedores sociales para lograr los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS)?
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