Índice de contenido
- 1 - Érase una vez dos hermanas
-2- Cambio de planes
-3- Caminos cruzados
-4- Regreso a Des Bienheureux
-5- Tan jóvenes y bellos
-6- El futuro en sus manos
-7- Joyas esquivas y arena blanca
-8- Mañanas de sal y veladas de augurios
-9- Santuario
-10- El óculo
-11- Con las ganas
-12- En clave de Shakespeare
-13- La búsqueda del tesoro
-14- Tras el conejo blanco
-15- La mejor medicina
-16- Escapadas a medianoche
-17- Mensajes desde el otro lado del velo
-18- Llegó con la tormenta estival
-19- Un invitado inesperado
-20- La isla en ninguna parte
-21- Hallazgos y cerraduras
-22- Un lugar solo para nosotros
-23- Siguiendo al hada verde
-24- Reunión familiar
-25- El poder de tres
-26- Bienaventuradas las de corazón puro
Epílogo
Agradecimientos
Título: Una visita inesperada
© 2021 Irenea Morales.
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
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1.ª edición: noviembre 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita de la editorial.
Para Jaime, porque encontrarnos fue cosa de magia.
Te prometí que, si había un siguiente, sería para ti.
Gracias por sostener mi mano cada día.
«Oirá mi llamada en la lejanía. Silbará mi canción favorita. Sabrá montar un poni hacia atrás. Sabrá dar la vuelta a las tortitas en el aire. Será maravillosamente cariñoso. Y su forma favorita será la estrella. Y tendrá un ojo verde y otro azul».
«Amas veritas». Prácticamente magia
-1-
Érase una vez dos hermanas
Londres, 1913
Florence Morland nunca había llorado en público. Al menos no desde que podía recordar.
No lo hizo cuando perdió a su adorada hermana Felicity, siendo ambas todavía niñas; tampoco tras la muerte de su madre ni cuando falleció su padre, dejándola huérfana. Ni tan siquiera cuando enterró a su marido hacía ya cinco años.
Sin embargo, no mucho tiempo atrás descubrió que le resultaba harto saludable llorar durante algunos minutos en la soledad de su habitación. Era por eso por lo que, desnuda frente al espejo ovalado de nogal que reflejaba su cuerpo por completo, se permitió su dosis diaria de lágrimas. Solo un minuto. Con ese tiempo le bastaba para poner el contador a cero y deshacerse del molesto nudo que acostumbraba a anidar en su pecho.
Solo un minuto.
No necesitaba más.
Ni siquiera tenía claro por qué lloraba. Tal vez echaba de menos a Daisy, su hermana menor, que estaba a punto de regresar de un viaje por el continente. Aunque la verdad era que, en su ausencia, la vida de Florence se había vuelto bastante más tranquila y ordenada. De hecho, si en esos días había algo que consiguiera alterarla, era pensar en su regreso.
Aquella tristeza bien podría deberse a que, desde que había delegado la mayoría de sus responsabilidades para con la fábrica y sus otros negocios en la eficiente señorita Gaskell, su presencia en la oficina se había vuelto poco más que decorativa y, de repente, la embargaba una sensación desconocida para ella: se sentía inútil.
En realidad no tenía razones para apenarse. Precisamente aquel era el motivo por el que había contratado a Emily Gaskell y había confiado en sus maravillosas aptitudes de gestión: para poder tomarse un descanso de la responsabilidad que suponía administrar el legado de su padre y de su marido. Hacía tiempo que Florence soñaba con tener tiempo para disfrutar y evitar así envejecer tras pilas y pilas de documentos por firmar, con la única distracción de ir a ver, muy de vez en cuando, a la encantadora Lily Elsie en alguna comedia musical.
O tal vez lo que le pasaba realmente era que se sentía sola. Tal vez se mentía a sí misma cuando decía que no necesitaba a nadie a su lado. Tal vez echaba de menos una caricia, unas palabras de ánimo, una conversación hasta altas horas de la madrugada…
Su matrimonio no podía haber estado más lejos de ser perfecto; sin embargo, a veces se le hacía duro pensar que no volvería a compartir su vida con nadie.
Florence se soltó el cabello y echó un último vistazo al reflejo de sus rotundas caderas en el espejo, fijándose sobre todo en aquel punto especial cerca de la ingle derecha, donde la marca de nacimiento en forma de espiral se iba dilatando y volviéndose más clara con los años. Inspiró de forma pausada para borrar de su cabeza todos aquellos aciagos pensamientos y se cubrió con el fino camisón de muselina que la doncella había dejado sobre la cama. Hacía meses que, si bien a veces requería de su ayuda para vestirse, ya no solicitaba sus atentos servicios al prepararse para dormir. En los últimos tiempos, había empezado a desistir del uso del corsé en favor de una simple faja, e incluso aprovechó su último viaje a París para aprovisionarse de varias piezas más sencillas y livianas de Gaches-Sarraute, que podía ceñir y desabrochar ella misma.
Se introdujo con suavidad en las frescas sábanas de algodón egipcio y comenzó a mover brazos y piernas hasta recorrer cada pulgada del amplio colchón. Había llegado a acostumbrarse a volver a dormir sola. A no sentir la calidez del cuerpo de James a su lado, así como tampoco los suaves ronquidos que se acompasaban con el movimiento del pecho en el que Florence recostaba la cabeza, y que se habían convertido en una nana que la calmaba y la ayudaba a conciliar el sueño. Sin embargo, ahora su cama estaba tan vacía y tensa como ella.
Cerró los ojos, separó las piernas y empezó a subirse el camisón por los muslos con deleitosa suavidad, mientras imaginaba que el roce de la delicada tela eran caricias que le erizaban la piel. Sus dedos recorrieron el resto del conocido camino hasta dar con aquello que deseaba y que era lo único capaz de proporcionarle unos segundos de liberación. Ahogó sus gemidos para no perturbar el silencio de la casa y, al terminar, se sumió en un merecido sueño reparador.
***
—¿Quiere que le sirva el té, señora, o esperamos a la señorita Daisy? —preguntó de repente la doncella, sacándola de su ensimismamiento.
Florence dejó sobre la mesita el libro que había estado leyendo con avidez y echó un vistazo al reloj de plata situado en la repisa de la chimenea.
—Mejor tráelo ya, Phillys. No podemos confiar en la puntualidad de un tren. Y muchísimo menos en la de mi hermana.
—La cocinera ha preparado scones de los que tanto le gustan a la señorita. Ya sabe, para celebrar su regreso.
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