Irenea Morales - Una visita inesperada

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Los planes de la joven viuda Florence Morland de presentar a su hermana pequeña, Daisy, en sociedad y disfrutar de la temporada londinense se ven truncados cuando recibe una tentadora invitación: la nueva propietaria deDes Bienheureux, la idílica finca del norte de Francia que antaño perteneció a la familia, desea que ambas se unan al resto de sus invitados para pasar el verano entre sus bucólicos jardines.El recuerdo de antiguos amores, así como el anhelo de los nuevos, florecerá nada más traspasar su mágico umbral, y las dos hermanas descubrirán, entre sesiones de espiritismo y escapadas a la luz de la luna, que no todo es joie de vivre y que los secretos que se esconden la una a la otra no son nada comparados con los que atesora la antigua mansión familiar.Un mal ancestral acecha aletargado entre raíces y sombras, esperando la oportunidad de ser liberado.

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—De eso nada, jovencita. Vamos a hablarlo ahora.

—Vaya, parece que ya se te ha curado el mutismo.

—¿Cómo puedes soltar una noticia así y esperar que me quede tan tranquila? ¡Teníamos planes! Una lista de pretendientes con buenas rentas y linajes… ¡Creía que querías todo eso! —Hizo un gesto semicircular con la mano, como si señalara un caldero de oro al final del arcoíris.

—¡Claro que lo quiero! Y lo tendré. Con Lance.

—¿Lance?

—Lance Hamilton —confirmó con una gran sonrisa mientras se acercaba a su hermana y se ponía de rodillas frente a ella—. ¿Lo ves? Es que ni siquiera me has dejado decirte su nombre. Su abuelo es el vizconde Artherton.

—¿Por qué me resulta tan familiar?

—Lance es hijo natural de la hija de lord Artherton —susurró como si hubiera alguien más en la habitación que pudiera oírlas—. Por lo visto, el anciano vizconde se ha quedado sin herederos, así que no ha tenido más remedio que reconocerlo y darle su apellido.

—Recuerdo esa historia. Hace unos meses se comentaba en algunos salones. —Florence tenía la mala costumbre de llevarse la uña del dedo pulgar a la boca y mordisquearla cuando necesitaba pensar—. Deben de estar arruinados. Seguro. Ese hombre necesita una unión por conveniencia y solo busca tu dinero.

—Bueno, tú entiendes de ese tipo de matrimonios, ¿no? —En cuanto lo soltó y vio cómo el semblante de su hermana se ensombrecía aún más, se arrepintió—. Florence, lo siento. No debía decir eso. —Ambas necesitaron unos segundos de silencio para serenarse y la más joven aprovechó para ponerse en pie—. La señora Coddington conoce bien a la familia. Te aseguro que no tienen problemas económicos.

—¿Y qué otro motivo tendría para hacer las cosas así? ¿A qué viene tanta urgencia para comprometeros? Sin ni siquiera venir a conocerme e iniciar un cortejo como es debido.

—¿Tan difícil es creer que alguien haya podido enamorarse perdidamente de mí?

—Ese nunca ha sido el problema, te lo aseguro. —Guardó silencio un momento, hasta que una súbita idea anidó en su cabeza—. Daisy, por favor, dime que no habéis intimado.

—¿Qué? ¡No! ¡Por supuesto que no! —protestó la otra ruborizándose.

—¡Si te has puesto del color de las amapolas! —graznó llevándose las manos a la cabeza—. ¡Maldita señora Coddington! No sé cómo confié en ella para que te mantuviera a salvo. ¡Esa mujer solo utiliza la cabeza para sostener el sombrero!

—¡No ha pasado nada entre Lance y yo!

—Júralo por la memoria de papá.

—Te lo juro por cualquier otra cosa pero, por el amor de Dios, no metas a papá en esto. Me he sonrojado porque me ha sorprendido que tan siquiera lo insinuaras.

—¿Y dónde se encuentra tu querido señor Hamilton en estos momentos? —quiso saber Florence.

—Regresó a Inglaterra con nosotros; sin embargo, debía continuar su camino hacia el norte para reunirse con su abuelo. Supongo que, entre otras cosas, para llevarle las buenas nuevas. Ya hemos comprado los billetes de vuelta a Francia para dentro de dos semanas, así que nos reencontraremos entonces.

—¿Estás tratando de decir que pretendes pasar el verano junto a tu prometido sin ningún tipo de supervisión?

—Bueno, no estaremos solos. Millie Coddington también vendrá y, como sus padres no pueden volver a ausentarse de Londres, la acompañará su tía Martha. Estará la señora Siddell, por supuesto, y el resto de sus invitados.

—Lo siento. Sigues sin tener permiso para ir —sentenció la mayor—. Viendo el resultado de tu última aventura, se me hace bastante difícil volver a confiar en ti.

—¡Podrías vigilarme con tus propios ojos! También estás invitada, ¿recuerdas? De hecho, Geneva insistió bastante en que nos quería a ambas allí. Has leído su carta, ¿no?

Florence recordó de golpe haber arrojado la carta de malas maneras sobre el tocador al llegar al dormitorio tras la trifulca del día anterior. Estaba tan encendida que ni siquiera quiso conocer su contenido.

—La verdad es que no, aunque dudo que leerla me haga cambiar de opinión al respecto. —Daisy suspiró con fuerza mientras lanzaba una mirada al techo.

—Eres mi hermana y lo más parecido a una madre que he tenido nunca. Y sabes de sobra que siempre te he respetado. —Ambas callaron durante algunos segundos—. Pero me iré dentro de dos semanas, contigo o sin ti.

Abandonó el comedor sin grandes aspavientos, tan sosegada que no parecía ella misma. Florence tuvo que saciar su inquietud llevándose de nuevo la uña del pulgar a la boca.

Los roles de ambas parecían haberse invertido en el transcurrir de la mañana.

Querida señora Morland:

En primer lugar, permítame que le transmita mis condolencias por la pérdida de su padre y su marido en tan trágicas circunstancias, ya que no tuve oportunidad de hacerlo cuando tuvo lugar nuestra transacción comercial. Su hermana, la adorable Daisy, me contó lo ocurrido, y si bien han pasado ya cinco años del suceso, entiendo que para usted aún debe de ser un recuerdo doloroso.

¿Sabe una cosa? No se lo comenté en mi anterior carta, pero, en realidad, usted y yo ya nos conocemos en persona. La sostuve entre mis brazos cuando no era más que un bebé, antes de que la profunda amistad que me unía a su tía Diana se enfriara y perdiéramos el contacto. No me sorprendió descubrir que la había nombrado su heredera y que, por tanto, Des Bienheureux pasaba a sus manos. Y, cuando supe que ponía a la venta la propiedad en la que pasé los momentos más felices de mi vida, no quise perder la oportunidad de hacerme con ella. Aunque eso ya lo sabe.

Estoy segura de que recuerda la finca, ya que tengo entendido que la visitó alguna vez durante su infancia. Apenas he cambiado nada, pues estoy segura de que así lo habría querido nuestra preciosa Diana, aunque se ha dotado a la casa de todas las mejoras que los nuevos tiempos nos ofrecen. El inicio del verano allí es una delicia y, como no me gusta estar sola, invito cada año a un selecto grupo de amigos para que experimente lo que los franceses llaman «joie de vivre» en todo su esplendor, alejados del mundanal ruido, las responsabilidades y el estilo de vida asfixiante de la ciudad. Pícnics junto al estanque, partidos de bádminton, paseos por la playa y agradables cenas amenizadas por ingeniosas conversaciones, música y champagne .

No se hace una idea de lo que significaría para mí acogerlas a su hermana y a usted en mi humilde hogar. Sé que Diana, allá donde esté, aplaudiría nuestra reunión. Además, me gustaría entregarle algunos efectos personales de su tía que obran en mi poder y que estoy segura de que ella hubiera deseado que llegaran a sus manos.

Le ruego que me haga saber su respuesta lo antes posible. Oraré cada noche para que acepte mi invitación.

Me despido con el anhelo de poder reencontrarme pronto con usted.

Atentamente,

Geneva Siddell

Florence releyó la carta varias veces. Su mente procesaba las palabras de Geneva del mismo modo que sus papilas gustativas convertían en placer la cucharada de miel que saboreaba de manera furtiva en el desayuno. Las sentía suaves y cálidas, como si en vez de plasmadas en papel se las hubieran susurrado al oído.

Sus recuerdos de Des Bienheureux y de su tía Diana eran lejanos y vagos. La última vez que fueron a visitarla, Daisy ni siquiera había nacido. Ella debía de tener unos ocho o nueve años y su hermana Felicity, seis; fue el verano antes de que la perdieran a causa de unas fiebres. Su madre no había podido acompañarles porque, ya por aquel entonces, estaba bastante débil, así que se pasaron toda la semana tratando de dar esquinazo a la nanny para poder investigar cada rincón de la enorme casa y de las, para sus tiernas cabecitas llenas de imaginación, mágicas tierras que la rodeaban.

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