Irenea Morales - Una visita inesperada

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Los planes de la joven viuda Florence Morland de presentar a su hermana pequeña, Daisy, en sociedad y disfrutar de la temporada londinense se ven truncados cuando recibe una tentadora invitación: la nueva propietaria deDes Bienheureux, la idílica finca del norte de Francia que antaño perteneció a la familia, desea que ambas se unan al resto de sus invitados para pasar el verano entre sus bucólicos jardines.El recuerdo de antiguos amores, así como el anhelo de los nuevos, florecerá nada más traspasar su mágico umbral, y las dos hermanas descubrirán, entre sesiones de espiritismo y escapadas a la luz de la luna, que no todo es joie de vivre y que los secretos que se esconden la una a la otra no son nada comparados con los que atesora la antigua mansión familiar.Un mal ancestral acecha aletargado entre raíces y sombras, esperando la oportunidad de ser liberado.

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Intentó rememorar cada detalle atesorado de aquellos días, cuando su niñez todavía era feliz, fácil y despreocupada. Aquellos recuerdos eran al mismo tiempo vívidos y confusos; su imaginación se había encargado de rellenar algunos huecos y ahora, veinte años después, no estaba segura de qué había sido real y qué no.

Cerró los ojos con fuerza y fue capaz de ver la corona de margaritas sobre los rizos rubios de su hermana, inspirar el aroma de la hierba tostándose al sol y paladear el sabor dulzón de los pétalos de violeta que se deshacían en la boca.

Evocó el rostro de su tía, ancho y recio como el suyo propio. Las mejillas llenas y los ojos oscuros e inteligentes. Sus abrazos vigorosos y acogedores con olor a humo y agua de rosas. Sus cuentos para dormir y las confidencias nocturnas…

Se levantó de la cama de un salto y abrió con brusquedad uno de los cajones de la enorme cómoda de caoba. Rebuscó entre la ropa interior y palpó el fondo hasta que sus dedos dieron con los bordes inconfundibles de una pequeña caja de piel. La sostuvo un momento entre las manos antes de abrirla y contemplar la joya que descansaba sobre el interior de seda roja: un reloj de oro para colgar de la solapa, cuyo broche esmaltado representaba a una criatura feérica con alas de mariposa: la reina Titania desplegando su brillante majestuosidad sobre los mortales. La tapa del reloj tenía dos lirios grabados en plata y un diamante bordeado de rubíes en el centro. Al abrirla, podía leerse una inscripción: «Si dos corazones se juran amor, después ya no queda más que un corazón».

Había sido el regalo que Diana le había hecho llegar por su boda, a la que no quiso asistir. Ya por aquel entonces su tía y su padre no tenían una buena relación, y ella jamás abandonaba Des Bienheureux. Ni siquiera lo haría tres años después, para asistir al funeral de su propio hermano.

Florence examinó con detenimiento el reloj, al que nunca había dado uso por considerarlo demasiado valioso y llamativo. Comenzó a darle cuerda con delicadeza y, una vez que comprobó que las manecillas funcionaban, lo prendió de la solapa de su chaqueta, que colgaba de una de las puertas del armario.

Florence Morland había tomado dos decisiones: aceptaría la invitación de la señora Siddell y empezaría a concederse aquello que, sobre todo por imposición propia, se había estado negando todos esos años.

Y el primer paso era aquel vistoso reloj.

***

Para Daisy Lowell el tiempo solía volverse insuficiente cuando estaba enfrascada en los preparativos de un viaje; sin embargo, aquellas dos semanas habían sido un auténtico tormento, debido al flemático ritmo del transcurrir de los días.

Estaba empacando todos sus frescos vestidos de algodón para el día y sus valiosas nuevas adquisiciones de la Casa de Worth y de Callot Sœurs para las cenas. Aunque esta solía ser una tarea del servicio, Daisy había insistido en hacerlo ella misma, cosa que complació a Florence, que solía alentarla para que fuera más autónoma y menos dependiente de las comodidades que les otorgaba su posición económica. Por fortuna, Phyllis viajaría con ellas para no tener que disponer del atareado personal de la señora Siddell, hecho del que la habían informado puntualmente al aceptar su invitación. Observó con interés que llevaba modelos suficientes para estrenar casi cada día. Verlos todos juntos le hizo sentir un pequeño pellizco de culpa por su frivolidad, que intentó apaciguar convenciéndose de que debía estar deslumbrante para su futuro esposo, aunque la realidad era que siempre trataba de resultar cautivadora allá donde fuera.

Después de doblar las prendas tal y como había visto hacerlo a la doncella infinidad de veces, estas comenzaron a parecerle anodinas y menos sofisticadas que cuando las compró. Se sentía estúpida, pero quería que todo fuera tan perfecto como lo había imaginado y, por más frustrada que se sintiera, sabía que tirar todos aquellos preciosos vestidos al suelo y echarse a llorar no era la solución. Así pues, inspiró con suavidad hasta calmar la irritante vocecilla de su cabeza y se contuvo.

Llevaba varios días irascible sin motivo aparente. En el fondo sabía que lo que la mortificaba era estar separada de Lance y no poder anunciar a los cuatro vientos su compromiso, pues él no quería hacerlo público hasta haber hablado con lord Artherton y ponerle al fin a ella un anillo en el dedo. Si se paraba a pensarlo, la idea de unir su vida a la de un hombre al que apenas conocía le parecía tan perturbadora como excitante.

Se preguntaba si el amor era así: dos extraños apostando a que la pequeña bola plateada acabara cayendo en el color afortunado de la ruleta de la felicidad. ¿Y si se detenía en la casilla equivocada? ¿Qué le depararía la vida entonces?

No podía negar que Lance Hamilton era todo cuanto una joven de su edad y posición podía desear y, como en los cuentos de hadas, había aparecido de repente para salvarla de las fauces de las tediosas cenas con los Coddington. Aquel hombre no solo derrochaba atractivo y carisma, sino que además tenía una vida apasionante y una predisposición natural a sacarle todo el jugo posible a la misma. Estaba convencida de que su matrimonio con Lance sería de todo menos aburrido, máxime si su futuro marido resultaba ser igual de apasionado en todas las facetas de su vida.

Aquello era amor.

Tenía que serlo. Aunque solo se conocieran desde hacía poco más de un mes.

Guardó con cuidado en su nuevo baúl de viaje un sinuoso y escotado camisón de seda y algunas de las delicadas prendas interiores recién adquiridas en París y que prefería que nadie, ni siquiera su doncella, viera antes que su prometido. El verano sería largo y la paciencia no se encontraba entre las muchas virtudes de la muchacha.

***

—Te juro que no entiendo por qué tienes que llevar tantas cosas —vociferó Florence para que su hermana pudiera oírla a pesar del ruido que saturaba los ajetreados alrededores de la estación. Hicieron falta dos mozos para cargar el carrito del equipaje.

—Y yo no entiendo cómo puedes llevar colores tan horribles y poco favorecedores —contratacó Daisy señalando la falda ocre tostado y la chaqueta oscura de su hermana—. Al menos te has puesto el sombrero que te regalé.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo la mayor ignorando los comentarios despectivos hacia su atuendo y mirando su precioso reloj—. Hemos tardado tanto en salir de casa y atravesar la ciudad que llegamos con el tiempo justo.

Florence comenzó a abrirse paso entre el gentío con paso diligente, seguida de cerca por Daisy, que no estaba dispuesta en absoluto a perder el tren. Cerrando la comitiva iba Phyllis, aferrada a su pequeña maleta y tratando de seguir el ritmo de las otras dos damas.

El personal de la estación fue de lo más solícito con la señora Morland. En general, todo el mundo solía serlo. Daisy siempre se preguntaba si era por su forma expeditiva de expresarse o por la gravedad de su semblante; lo que estaba claro era que Florence había nacido para que sus órdenes fueran acatadas.

—¿Ves como no había de que preocuparse? —dijo la más joven cuando por fin pisaron el interior del vagón, en el mismo preciso instante en el que comenzó a sonar la sirena que marcaba la salida del tren.

—Sí que lo veo. Teníamos tiempo de sobra —ironizó su hermana—. Phyllis, ¿sabrás llegar a tu asiento?

—Creo que sí —contestó la doncella con poca convicción.

—No se preocupen, yo la acompañaré —indicó un joven ataviado con el uniforme de la compañía ferroviaria.

—Señora, señorita, permítanme conducirlas a su compartimento. —Otro acomodador de mayor rango y bigote se hizo cargo de sus bolsos de mano y enfiló el pasillo, revestido de madera.

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