Florence estaba de acuerdo. Pensó que le daría un toque divertido al combinarlo con sus habituales blusas y corbatas. Y, en honor a la verdad, divertido no era un adjetivo que los demás acostumbraran a relacionar con ella.
Con James, su marido, había sido diferente. Él sí había sabido apreciar su sentido del humor. Se llevaban tan bien que llegaron a convertirse en la envidia de todos sus conocidos. Era curioso porque, a pesar de tener tantas pasiones en común, no eran capaces de compartir la más común de las pasiones… Florence cerró los ojos durante un segundo y meneó la cabeza para desterrar todos aquellos pensamientos antes de seguir hablando con su hermana.
—Nuestras amistades tendrán material suficiente para el chismorreo en cuanto me vean aparecer con esto puesto.
—¿Y desde cuándo te preocupa eso? —Daisy abrazó a su hermana y le plantó un tierno beso en la mejilla—. Aún no hemos llegado a lo mejor.
—¿Más regalos extravagantes? —bromeó Florence, provocando en la más joven una adorable mueca de exasperación.
—Este viaje me ha proporcionado dos nuevas e increíbles amistades de las que quería hablarte —comentó—. Verás, hace unos días, en Cabourg, coincidí con la señora Siddell.
—¿Siddell? ¿Te refieres a Geneva Siddell?
—¡Sí! Curioso, ¿verdad? Resultó ser una vieja conocida de la señora Coddington, y se acercó a nosotras al vernos en el hotel. Al principio yo no sabía quién era. Entonces le dijeron mi nombre y se puso muy contenta. Me contó que fue ella quien te compró la propiedad de la tía Diana. ¿Es eso cierto?
—Así fue. En realidad yo tampoco llegué a conocer a la señora Siddell, ya que toda la operación se hizo a través de nuestros abogados. Fue una transacción bastante rápida y beneficiosa, la verdad. Quería hacerse con toda la propiedad de Des Bienheureux: la manoir , las tierras, la pequeña isla… Se quedó incluso los muebles.
—¿Y no quisiste recuperar nada de la tía Diana? Yo nunca la conocí, pero tú estuviste en aquella casa de niña, ¿no es así? A lo mejor había algún recuerdo de ella que quisieras conservar.
—¿Y para qué iba yo a querer un montón de trastos viejos? Se tasó todo cuanto había en aquella casa y Geneva Siddell pagó hasta la última pieza de la cubertería. Es lo que suele hacerse con este tipo de propiedades.
—Me pregunto para qué querría todas aquellas cosas usadas. Esa mujer está podrida de dinero. Se ve a la legua.
—Escribió una emotiva carta explicando sus razones. Si no recuerdo mal, decía que ella y la tía Diana habían estado muy unidas en el pasado. Supongo que lo hizo por algún tipo de sentimentalismo. O tal vez se dedicó a revenderlo todo después, ¡quién sabe! —exclamó Florence sonriendo—. El caso es que, gracias a ese dinero, tú has podido permitirte todas estas compras.
—Deberías haber oído a la señora Siddell; no hacía más que hablar de la casa y de lo preciosa que es la finca. ¿En algún momento pensaste en quedarte Des Bienheureux?
—¡Por supuesto que no! —contestó con una sonora carcajada mientras se ponía en pie—. ¿Te imaginas tener que estar también pendiente de una propiedad en otro país y que por seguro no tendría tiempo de visitar nunca? No sé si tía Diana tenía otros planes cuando me la dejó en herencia, pero no me cabe duda de que venderla fue la mejor decisión. Y ahora espabila; la cena se servirá dentro de quince minutos.
—Verás… Es que tengo algo para ti. —Daisy sacó un sobre del bolso y se lo tendió a su hermana. En el sello de lacre color verde oscuro Florence pudo reconocer la silueta de un insecto, casi seguro que se trataba de alguna especie de polilla nocturna. Justo encima estaba escrito el nombre de Geneva Siddell con una caligrafía intrincada y hermosa.
—¿Qué es esto? —preguntó extrañada.
—Una carta.
—Eso ya lo veo.
—Es una invitación. Para pasar el verano en la manoir Des Bienheureux.
—Bueno, es todo un detalle —dijo Florence mientras doblaba el sobre por la mitad—, mañana escribiré una respuesta agradeciendo la deferencia que ha tenido con nosotras y rechazando su invitación.
—Yo ya he aceptado —confesó Daisy con una timidez poco habitual en ella.
—¿Cómo?
—No pongas esa cara.
—No estoy poniendo ninguna cara —replicó la mayor de las muchachas con gesto adusto—. Esta es mi cara.
—¿Lo ves? Es la que pones cuando alguien no sigue tus órdenes…
—Me parece ridículo que hayas aceptado sin consultarme.
—¡Es que Geneva se ha portado tan bien conmigo durante estos días! Es una mujer fascinante e inteligente, y le gusta rodearse de gente estimulante.
—¿Ella usó esa palabra? ¿Estimulante? —repitió Florence con chanza.
—Todos los veranos organiza un retiro en su casa e invita a algunos amigos —continuó Daisy, ignorando los comentarios de su hermana—. Me ha estado hablando del lugar, y me parece de ensueño. ¡Y ella es maravillosa! Creo que te encantaría conocerla.
—Pues dile a tu nueva amiga que se pase a tomar el té cuando venga a Londres —escupió intentando sonar sarcástica.
—No seas mezquina. No te queda bien.
—¡Acabas de llegar a casa! ¿Acaso piensas volver a empacarlo todo y marcharte?
—Sí. Más o menos.
—¿Y qué hay de la temporada? Ya te has perdido el principio y creía que estabas deseando poder participar este año. ¡Llevas meses volviéndome loca con los detalles! Dijiste que necesitabas ir a París para hacerte con un nuevo vestuario. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Es verdad que tenía ganas —confirmó Daisy bajando la mirada—. Lo que pasa es que ya no lo veo necesario.
—¿Ya no quieres encontrar marido? Porque hasta donde yo sé llevas planificando tu boda desde los diez años.
—Digo que no es necesario porque ya lo he encontrado. —Realizó una pausa dramática mientras intentaba controlar su entusiasmo y disimular su sonrisa—. ¡Estoy prometida!
Daisy apuró los últimos sorbos del té del desayuno y, de mala gana, soltó sobre la mesa un viejo ejemplar de Harper’s Bazar . Florence, por su parte, llevaba casi media hora con el rostro escondido tras la sábana color salmón del Financial Times . Apenas había conseguido pegar ojo en toda la noche, dando vueltas en la cama mientras maldecía el momento en el que aquella situación se le había empezado a escapar de las manos. Al ser diez años mayor que Daisy y tras perder a su madre poco después del nacimiento de su hermana, se había hecho cargo de ella desde muy joven. Había encarado la educación de la pequeña de la misma manera que se hacía cargo de sus empresas y de su propia vida: de forma rigurosa, ordenada y eficaz. Que el castillo de naipes que había ido conformando durante todos aquellos años se derrumbara a causa de una decisión tan imprudente y apresurada la perturbaba más que cualquier negocio fallido al que hubiera tenido que enfrentarse jamás.
—¿Vas a seguir sin dirigirme la palabra? —preguntó la más joven tras una larga y pausada exhalación—. Anoche ni siquiera te dignaste a cenar conmigo. —La única respuesta que obtuvo fue el inconfundible rasgueo del cambio de página—. Y se supone que yo soy la inmadura —murmuró cruzándose de brazos.
—No, querida. Lo tuyo va mucho más allá de la inmadurez. —Florence dejó caer el periódico con un movimiento tan brusco que Daisy dio un respingo—. Lo que estás demostrando es insensatez, ingratitud y una alta dosis de estupidez.
—No pienso soportar esto —recalcó la muchacha con toda la calma de la que fue capaz mientras se levantaba de la silla—. Cuando hayas terminado de insultarme y te des cuenta de que tengo dieciocho años y ya no estás tratando con una niña, hablaremos.
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