—Ya me imagino —añadió él sin perder el gesto risueño—. Un árbol ha caído y se ha llevado por delante las líneas de telefonía de Des Bienheureux y de todo el pueblo. Hemos intentado que lo solucionen, pero por lo visto no podrán arreglarlo hasta dentro de un par de días. He acudido en cuanto he podido.
—Agradezco que haya venido hasta aquí para avisarnos. Imagino que ya no son horas para emprender el camino.
—¡Tonterías! He traído mi coche y Geneva reservó uno de los del hotel. La finca no está muy lejos; iremos algo apretados, pero no se darán ni cuenta. —Sonrió—. Saldremos en cuanto lo tengan todo listo.
—Pero… ¡ya casi está anocheciendo! No podemos aparecer en la casa en mitad de la noche. No sería decoroso.
—Le aseguro que no será ningún problema. Voy a pedir que vayan cargando sus maletas, usted avise a los demás.
Daisy montó en el coche alquilado con Millie y Martha Coddington. Phyllis iría delante, junto al chófer. En el otro vehículo, Florence prefirió sentarse junto al señor Townsend, mientras que Tristan y Phinneas ocupaban los asientos traseros.
Sterling Townsend parecía manejarse tan bien al volante como con las palabras, ya que estas no paraban de brotar de su boca y conseguían cubrir cada incómodo silencio. Cuando mencionó que era abogado, las piezas del puzle encajaron a la perfección, y la joven viuda supo por qué su nombre le había sonado tan familiar cuando se había presentado. Él había sido uno de los encargados de redactar los papeles de la compraventa de la finca.
Las casi dos horas de camino pasaron volando; al menos para Florence, a pesar de que Tristan había permanecido bastante callado y taciturno, haciendo que se preguntara si es que le disgustaba ir sentado tras ella o si estaba afectado por la conversación que le había visto mantener con Daisy al llegar al hotel, cuando ambos pensaban que nadie los observaba.
Atravesaron el primer vallado, una arcaica verja de hierro devorada por la maleza que delimitaba el perímetro exterior de la propiedad. La carretera se convirtió en un camino de tierra flanqueado por densos árboles, y continuó así hasta la segunda cancela, enmarcada por un arco que formaba parte de una preciosa estructura de ladrillo rojo con techos abuhardillados y a través de cuyos ventanales resplandecía la luz anaranjada de una lámpara de mesa.
—Es la casa del guardés, el señor Woodgate. Su esposa es el ama de llaves de la finca —comentó el señor Townsend cuando la atravesaron al ver la curiosidad en los ojos de su copiloto.
—Recuerdo este sitio. Cuando éramos pequeñas creíamos que era el portal del reino de las hadas. En el jardín también había varios pasajes en forma de luna que, para nosotras, eran accesos a otros mundos. Ya sabe, tonterías de crías.
—¿Usted y su hermana Daisy? —preguntó con su sempiterna sonrisa.
—No. Mi hermana Felicity.
—¿Y podremos disfrutar de su compañía estos días?
—No sería posible. Falleció siendo niña —aclaró ella con el tono apático de quien tiene asumida la pérdida—. De eso hace ya muchos años.
—Lo siento mucho. ¡Debo de parecerle tan desconsiderado!
—No se preocupe, no es culpa suya. Yo no debí haberla mencionado. La verdad, no es algo que suela hacer a menudo. Es este lugar —afirmó mirando a través del cristal—; me despierta recuerdos que llevaban mucho tiempo dormidos. —Florence notó un movimiento a su espalda y giró la cabeza de forma instintiva. El señor Van Ewen dormía plácidamente con los labios entreabiertos, a pesar del traqueteo. Tristan estaba despierto y volvió a repetir aquel movimiento al arrebujarse en su chaqueta. Incluso en la cerrada oscuridad que los envolvía, fue capaz de captar el brillo de sus ojos, fijos sobre ella.
A lo lejos empezaban a vislumbrarse las titilantes esferas de las nuevas farolas eléctricas que flanqueaban la entrada a la mansión y que, si bien no realzaban su belleza como podría hacerlo la cálida claridad del sol, le proporcionaban un halo blanquecino que resultaba tan onírico como fascinante.
Los coches se detuvieron junto a la puerta de entrada al mismo tiempo que se abría para que aparecieran por ella dos mujeres cuyo aspecto no podía ser más dispar. Una era alta y regia, con una silueta envidiable a pesar de su madurez, el pelo rubio mucho más corto de lo que dictaban los cánones y la belleza serena de una tarde de verano. La otra era más baja y marcada por voluminosas curvas que copaban el sencillo vestido marrón; los rizos oscuros se le entremezclaban con los canos al escaparse del rodete que le coronaba el rostro en forma de corazón.
—¡Qué alegría que ya estéis aquí! Siento muchísimo haberos obligado a viajar a estas horas. —La mujer rubia se cubría con un chal de seda dorada que brillaba con cada uno de sus movimientos.
—No te preocupes, Geneva. He intentado que el paseo fuera lo más agradable posible para tus invitados —dijo Sterling con familiaridad—. Permíteme que te presente a la señora Morland. Sé que te morías de ganas por conocerla.
—¡Florence! Es todo un honor tenerte aquí. Puedo llamarte así, ¿verdad? Y, por favor, llámame Geneva, como si fuéramos viejas amigas.
—Claro —respondió esta al acercarse a ella y sentir con asombro cómo la cogía de las manos. Todo en Geneva Siddell parecía dotado de gracia: su voz, su forma de moverse, sus facciones… Por un momento Florence se sintió incómoda a su lado. Tosca. Y deseó que los allí presentes no establecieran comparaciones entre ellas, porque sin duda sería ella la que saldría mal parada.
—Fíjate, Emilia —continuó Geneva dirigiéndose a la otra mujer—, ¿no es igualita que nuestra Diana?
—Su cabello no es tan rojizo, pero en lo demás son casi dos gotas de agua. Es un placer, señora Morland. Soy Emilia Woodgate, el ama de llaves. Trabajé en Des Bienheureux hace muchos años, antes de que usted naciera y, ahora, la señora Siddell me ha brindado la maravillosa oportunidad de volver. —Criada y señora intercambiaron una mirada llena de cariño.
—Encantada —contestó Florence, atolondrada—. Discúlpenme, ha sido un día muy largo y estoy bastante cansada.
—¡Geneva! —vociferó Daisy con un enérgico grito que abochornó a su hermana nada más salir del coche. Si la fatiga del viaje había hecho mella en ella, no lo evidenciaba en absoluto.
—¡Mi querida señorita Lowell! ¡Qué ganas tenía de tenerte por fin en mi casa! —exclamó sonriente la anfitriona.
—No me lo habría perdido por nada del mundo —dijo la muchacha lanzándole una mirada de soslayo a Florence—. ¿Recuerdas a mi buena amiga Millie? La acompaña su tía, la señorita Martha Coddington. —Las mujeres se saludaron tras la presentación—. Y aquí está el señor Hamilton —añadió sin intentar suavizar su pícara sonrisa.
—Es un placer volver a verla, señora Siddell. Gracias por su invitación —reconoció Lance, besándole la mano enguantada.
—No tiene por qué darlas. Los… amigos de Daisy son bienvenidos —admitió ella, satisfecha.
—Permítame que le presente al señor Van Ewen. Es el acompañante que le mencioné en mi carta.
— Enchanté, madame. —Phinneas hizo una leve reverencia y se levantó el sombrero de hongo con galantería.
—Encantada. Cuando el señor Hamilton me informó de que traería a un pianista a mi humilde hogar, casi exploto de la emoción. Al fin alguien le arrancará algo de música a nuestro abandonado instrumento.
—Será un placer —respondió él con entusiasmo.
—¿Por qué seguimos todos aquí fuera con la humedad que hace? —vociferó la anfitriona—. Por favor, vayan entrando. No estaba muy segura de la hora a la que llegarían, así que he mandado que les preparen un pequeño refrigerio en el salón para que coman algo antes de acostarse. Deben de estar agotados de tanto trasiego. —Geneva los guio hacia el interior como haría una pastora con su rebaño—. Emilia, querida, indique al servicio las habitaciones en las que pueden ir dejando los equipajes. —El ama de llaves asintió con la cabeza y empezó a dar órdenes a su alrededor.
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