Irenea Morales - Una visita inesperada

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Los planes de la joven viuda Florence Morland de presentar a su hermana pequeña, Daisy, en sociedad y disfrutar de la temporada londinense se ven truncados cuando recibe una tentadora invitación: la nueva propietaria deDes Bienheureux, la idílica finca del norte de Francia que antaño perteneció a la familia, desea que ambas se unan al resto de sus invitados para pasar el verano entre sus bucólicos jardines.El recuerdo de antiguos amores, así como el anhelo de los nuevos, florecerá nada más traspasar su mágico umbral, y las dos hermanas descubrirán, entre sesiones de espiritismo y escapadas a la luz de la luna, que no todo es joie de vivre y que los secretos que se esconden la una a la otra no son nada comparados con los que atesora la antigua mansión familiar.Un mal ancestral acecha aletargado entre raíces y sombras, esperando la oportunidad de ser liberado.

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—Es usted una mujer de negocios y comprometida con su trabajo. Respeto eso.

—No sé si comprometida sería la palabra correcta. He decidido tomarme un descanso de mis responsabilidades.

—Pues supongo que ha venido al lugar idóneo. —Sonrió. Florence jamás había visto una dentadura tan perfecta, y estaba segura de que él abusaba de ese recurso muy a menudo porque también era consciente de ello.

—Es usted abogado, ¿verdad?

—En efecto. El caso es que ahora me dedico en exclusiva a gestionar el patrimonio de Geneva. El señor Siddell dejó una cuantiosa herencia tras su fallecimiento, y lo cierto es que ella no tiene el mismo buen olfato que usted para los negocios. Mantener este lugar requiere una suma considerable, además de la enorme inversión que ha supuesto modernizarlo.

—Entiendo. Y ¿lleva mucho tiempo trabajando para ella, señor Townsend?

—Demasiado. —Otra vez aquella atractiva sonrisa—. Por favor, llámeme Sterling.

—Me parece bien —contestó ella sonrojándose—. Solo si usted me llama Florence.

—Será un verdadero placer.

***

A Daisy le había entrado la risa floja mientras Phinneas rezongaba por haber perdido el partido. Tenía el pelo alborotado y se sentía algo sofocada por el esfuerzo. Aunque no estaba acostumbrada a hacer ejercicio físico, tenía que admitir que la actividad alimentaba su buen humor y la dejaba con ganas de más. Sin embargo, de momento se había sentado para recuperar el aliento sobre una manta colocada en el césped del merendero, tan cerca de Lance que de vez en cuando podía permitirse el placer clandestino de rozarlo con el codo cuando los demás no miraban.

Millie se arrodilló junto a ella y comenzó a adornarle el pelo con flores silvestres que había recogido junto a la pista, mientras Geneva relataba la ardua labor que sus trabajadores habían tenido que llevar a cabo para restaurar el jardín y el estanque, bastante descuidados durante los últimos años previos a la muerte de Diana.

Por uno de los senderos vio aparecer a su hermana con el señor Townsend, conversando y sonriendo de forma distendida. Le resultó chocante ver a Florence tan fuera de su elemento y tan cómoda al mismo tiempo, por lo que se preguntó si aquel apuesto abogado tendría algo que ver. De repente sintió un regusto amargo y recordó la familiaridad con la que Geneva y él se habían tocado aquella mañana; la inquietaba que su hermana se dejara llevar por sus sentimientos y que todo acabara en una gran decepción para ella. A decir verdad, también le preocupaba que su estancia allí se viera interrumpida por algún tipo de malentendido, así que decidió que hablaría con Florence en cuanto tuviera ocasión.

—Florence, querida, ¿está todo tal y como lo recordabas? —preguntó la señora de la casa cuando estuvieron lo bastante cerca.

Allí sentada en su trono de ratán, con un vaporoso vestido en color crema y el cabello dorado que, expuesto a los rayos del sol, se convertía en un halo destelleante, parecía la efigie de una diosa primigenia. Gea. Tenía incluso a un grupo de adoradores postrados a su alrededor.

Florence sintió la tentación de inclinarse también ante ella, de ser acogida en su seno. Tal era el magnetismo que aquella mujer parecía ejercer sobre cuantos la rodeaban.

—Me temo que los únicos recuerdos que guardo se entremezclan con las fantasías de una niña. Aunque he de admitir que es un placer para los sentidos visitar de nuevo este lugar.

—Ahora mismo estaba describiéndoles a los demás el mal estado en el que se encontraba la propiedad cuando la adquirí. He llegado a pensar que la enfermedad de vuestra tía le hizo olvidar el amor que sentía por Des Bienheureux.

—Ella decidió recluirse aquí sola. Incluso cortó los lazos con su familia —apuntó Florence.

—También conmigo —se lamentó la anfitriona—. Era una mujer muy tozuda.

Todos callaron y el ambiente pareció enrarecerse durante un instante. Después de algunos segundos, Sterling se acercó a Geneva para decirle que se ausentaría durante el almuerzo, ya que pensaba acercarse al pueblo para comprobar si habían solucionado el tema de la línea telefónica, momento que Florence aprovechó para sentarse en un banco de piedra, algo apartada de los demás.

Lance se levantó poco después, anunciando que necesitaba estirar las piernas. Su prometida, que ya tenía la trenza llena de flores y ahora era ella quien adornaba el clarísimo cabello de Millie, le lanzó una mirada curiosa.

—¿Has disfrutado de tu segundo paseo de hoy? —le preguntó Lance a su futura cuñada cuando llegó hasta ella.

—La verdad es que sí —le aseguró Florence—. Me gusta mucho caminar.

—Eso lo recuerdo. Aunque tenía entendido que te gustaba hacerlo sola. El señor Townsend parece una compañía demasiado locuaz.

—Hemos tenido una charla bastante entretenida, si es a eso a lo que te refieres. Tal vez lo que ahora necesite sea precisamente alguien con quien poder hablar.

—Entonces hazlo conmigo. Está claro que tenemos una conversación pendiente.

—¿Ahora? —preguntó ella con voz ahogada.

—No, mejor mañana. Pasearemos por la playa, delante de todos. Así no sentirás la tentación de volver a intentar abofetearme y Daisy no desconfiará si nos ve juntos.

—Está bien. No podemos alargar esta situación mucho más —cedió ella con un suspiro.

—Solo quiero dejar las cosas claras —añadió con voz tranquila y grave—. Me conoces. Sabes que no albergo malas intenciones.

—No te equivoques, Tristan. Ambos conocimos una versión impostada del otro y fueron esas dos personas imaginarias quienes compartieron aquellos días robados a la realidad. Tú y yo no nos conocemos en absoluto.

***

Después de disfrutar de un frugal y delicioso almuerzo en el exterior bajo la clemente sombra del cenador, los invitados acabaron desperdigándose por la propiedad.

Daisy, amodorrada por las dos copas de oporto que había bebido, se retiró a descansar un rato. Millie Coddington, seguida siempre de cerca por su diligente tía, había decidido imitarla, pues era habitual que actuara siguiendo la estela de su mejor amiga. Casi con total seguridad, ninguna de las dos bajaría hasta la hora de la cena, ya que emplearían buena parte de la tarde en acicalarse.

Por su parte, Florence cogió un ejemplar de la biblioteca y se acomodó en un butacón bajo la ventana abierta. El benévolo sol del atardecer le cosquilleaba en las manos, que sostenían el libro, y la suave brisa le acariciaba el rostro deleitándola con su fragancia a flores y sal. La quietud de aquel lugar era celestial, casi religiosa; difería por completo del ritmo de vida y el trasiego de la ciudad. Cada cierto tiempo, cerraba los ojos y era capaz de escuchar el latido de su corazón, fuerte y rítmico, tan alto como si estuviera junto a la corneta de un gramófono.

—Imaginaba que estarías aquí. —Geneva parecía haberse materializado a su lado como un ser mágico que se hubiera escapado de su jardín. Al dirigirse a ella, Florence dio un respingo en el asiento—. ¿Te he asustado?

—Sorprendido, más bien —confesó la más joven de las dos mujeres—. Estaba distraída y no te he oído entrar.

—Es por las alfombras —explicó la otra, sonriendo—. La casa es vieja y cruje demasiado. Las alfombras amortiguan esos odiosos ruidos. ¿Puedo? —preguntó esperando a que Florence le hiciera un gesto para sentarse en la butaca frente a la suya, y extendió la mano para que le pasara el libro—. George MacDonald. Interesante elección.

—Mi tía Diana nos lo leía por las noches cuando éramos pequeñas. Supongo que este lugar me pone nostálgica y me pareció una elección adecuada.

—Como te comenté en mi carta, guardo algunos enseres personales de tu tía. Estoy segura de que a ella le gustaría que los tuvieras tú. —Florence torció un poco el gesto y desvió la mirada—. Pídemelos cuando te sientas preparada.

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