Se sentía estúpida. Sabía que había malinterpretado las atenciones de aquel hombre y lo último que quería era que él fuera consciente de ello. Así pues, intentó actuar con la mayor naturalidad posible, como si la conversación con su hermana no hubiera tenido lugar.
—Me sorprende verte aquí. No sabía si llegarías a tiempo a la cena —le confesó en cuanto el abogado se aproximó a ella.
—Tenía asuntos que solucionar en el pueblo y, si te digo la verdad, yo tampoco confiaba en llegar a la hora. Me he tenido que arreglar a toda velocidad. —Otra vez aquella sonrisa encantadora y esos ojos oscuros y traviesos que le devolvían la mirada con tenacidad.
—Me alegro de que haya sido así.
—Eso espero. Ojalá mi compañía te siga resultando agradable, ya que nos han sentado juntos en la mesa.
—¡Siento la tardanza! Estaba acomodando a la última invitada —exclamó Geneva en cuanto apareció en el salón, ataviada con un vestido de satén verde oliva que resplandecía bajo la luz de las lámparas. Se había adornado la cabeza con un pañuelo de la misma tela brillante a modo de turbante y estaba aún más bella que durante la tarde, si es que eso era posible. Detrás de ella se adivinaba una figura vestida de oscuro—. Debo darle de nuevo las gracias a Sterling por recogerla de la estación. Les presento a todos a madame Lacombe, que viene directamente de París para deleitarnos con sus múltiples talentos.
Madame Lacombe resultó ser una muchacha no mucho mayor que Daisy, con la piel de un sutil tono cetrino y la negra melena suelta, larga y rematada por un flequillo cortado en punta. Si su peinado no llamaba la atención lo suficiente, su atuendo, bastante alejado del protocolo requerido, lo hacía mucho más. Además de llevar los delgados dedos saturados de anillos y varios collares al cuello, su indumentaria consistía en una fina blusa negra bordada con abalorios brillantes y una voluminosa falda en tonos rojizos ceñida por un ancho fajín de cuero.
Millie se acercó a su mejor amiga y le susurró algo al oído para luego esconder una risita maliciosa, sin recibir el apoyo esperado por parte de Daisy, que miraba a la recién llegada con fascinación.
— Enchantée. Agradezco mucho su invitación, madame Siddell —dijo Lacombe con un marcado acento a caballo entre el francés y algún otro idioma del este de Europa.
—El placer es todo nuestro, querida. Y, ahora, les suplico que pasen todos al comedor para disfrutar de la maravillosa cena que nos han preparado.
En algún momento, entre las deliciosas tartaletas de crema de salmón y los champiñones rellenos, la conversación pasó del clima de tensión que se estaba viviendo en el continente a la noticia del reciente fallecimiento de la sufragista Emily Davison, arrollada por uno de los caballos de Jorge V durante el último Derby de Epsom. Lance se encontraba en su salsa, transmitiendo su pasión y entusiasmo con cada uno de sus argumentos, pues parecía tener una opinión para todo y no dudaba en expresarla a pesar de que ello significara iniciar alguna que otra discusión. Geneva, como buena y experimentada anfitriona, se ocupaba de calmar los ánimos y cambiar de tema cada cierto tiempo mientras se preocupaba de que las copas de sus invitados estuvieran siempre llenas. Cuando llegaron al coq au vin , Daisy y Millie no dejaban de hablar de la espectacular producción cinematográfica a todo color de la que disfrutaron las pasadas navidades en el Royal Opera House de Covent Garden.
—El señor Hamilton parece un hombre bastante… apasionado. En sus opiniones, claro está —comentó Sterling en voz baja, cerca del oído de Florence. Ella miró a Tristan, que gesticulaba de forma vehemente sentado al otro lado de la mesa, entre Geneva y Martha. No pudo evitar sonreír cuando el mechón entrecano le cayó hacia la frente.
—Supongo —contestó ella, sucinta.
—¿Te gusta?
—¿Perdón? —preguntó tan sorprendida que estuvo a punto de dejar caer el tenedor.
—Bueno, va a casarse con tu hermana. Tengo curiosidad por saber si te cae bien. —Sonrió.
—No creo que eso importe.
—A mí me importa.
—Pues no entiendo por qué —replicó ella un poco brusca.
—Lo siento mucho, veo que te he disgustado —se disculpó—. A veces puedo llegar a ser un verdadero cretino.
—No lo eres. Es solo que no me siento a gusto hablando de él.
—Asunto olvidado, entonces. Disfrutaré de mi copa de Burdeos mientras decides perdonarme y volver a entablar conversación conmigo.
—Tendrán que ser al menos dos copas —bromeó ella—. Soy muy dura para perdonar.
***
Una vez acabados los postres y la tabla de quesos, los caballeros se retiraron a la sala de billar y las señoras a la biblioteca, aunque Daisy estaba segura de que, como estaban en clara minoría, acabarían reuniéndose con ellas antes de lo que se acostumbraba.
Había estado observando con atención a madame Lacombe durante la cena. Apenas había proferido un par de monosílabos cuando se le hacía una pregunta directa y poco más, evidenciando su completo hastío. Cierto era que tampoco quienes la flanqueaban le habían dado conversación; el señor Townsend acaparó a Florence casi toda la velada y Millie ni siquiera le había dirigido la palabra, como un animal indefenso tratando de pasarle desapercibido a una pantera. Justo a eso le recordaba aquella llamativa mujer: a una pantera de brillante pelaje bruno agazapada para pillar desprevenida a su próxima presa.
—¿ Madame Lacombe? Discúlpeme, no nos han presentado de manera formal. Soy Daisy Lowell. Encantada de conocerla —dijo con decisión tras acercarse a ella.
—Lo mismo digo. Puede llamarme Alix, por favor. Madame Lacombe es algo así como… mi nombre artístico.
—¿Artístico? ¿Es usted artista?
—No exactamente. La señora Siddell me ha contratado para que amenice sus veladas con mi talento.
—Entonces, ¿con qué clase de distracciones va a deleitarnos?
—Quiromancia, tarot…
—¿Hace usted magia? —preguntó Daisy, boquiabierta por la sorpresa.
—No, no, no. No soy una hechicera, mademoiselle . Solo poseo ciertos dones, entre ellos el de la clarividencia.
—¡Qué fascinante! ¿Y va a leernos el futuro?
—Quizás deberíamos dejar que madame Lacombe descanse por hoy. Al fin y al cabo, acaba de llegar —intervino Geneva—. He contratado sus servicios durante dos semanas. Creo que tendrá tiempo de sobra para poner en práctica sus habilidades con todo aquel que lo desee.
—Claro. ¡Qué desconsiderada he sido! —exclamó Daisy con genuina contrición llevándose una mano al pecho—. Alix, venga conmigo y permítame que le presente a mi hermana, la señora Florence Morland, y a mi mejor amiga, Millicent Coddington. Estoy segura de que Florence se mostrará escéptica con su don —susurró con camaradería—, pero no se lo tenga en cuenta. No se puede ir de Des Bienheureux sin que usted le vaticine qué le depara el futuro.
Cuando poco después los caballeros regresaron, tal y como Daisy había predicho a pesar de no poseer los dones de su nueva amiga, madame Lacombe, Lance se acercó al grupo de señoras en el que se encontraba su prometida.
—Lance, querido, ¿sabías que la señorita Lacombe ha venido hasta aquí desde París para adivinar nuestro futuro?
—¡Por eso me sonaba su nombre! He visto carteles suyos en Montmartre. Me temo que su fama como pitonisa la precede. —Lance habló con esa seguridad y ese punto de socarronería que lo caracterizaban y que no dejaban ver del todo sus verdaderas intenciones.
—No me gusta mucho ese término. Prefiero utilizar la palabra vidente , si no le importa.
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