AAVV - El cine de pensamiento
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Hago este inciso para poner de manifiesto que nuestra racionalidad ha alcanzado lo que Patrick Chabal denomina «los límites de su valor instrumental» (2012: 23). Ello le impide hacerse cargo de muchos de los problemas que la nueva situación –global, poscolonial y por lo tanto compleja– le plantea. Unas palabras del sociólogo alemán Ulrich Beck acerca de la figura trágica de la canciller Angela Merkel ilustran certeramente el problema: «como persona formada en las ciencias naturales, Merkel parece incapaz de ver las consecuencias laterales de su política» (El País, 5-5-2013). Este libro no trata directamente de estos fenómenos, pero su intención de estudiar el cine como forma de pensamiento se instala en la frontera de la racionalidad actual para vislumbrar lo que puede haber al otro lado, un lugar en el que es urgente adentrarse.
Puede que parezca insólito emprender una reflexión sobre el pensamiento cinematográfico en medio de un panorama cultural caracterizado por el travestismo y en el que el conocimiento ha llegado a interpretarse precisamente como lo opuesto del pensamiento. Sin embargo, hay varias razones que no solo justifican esta tentativa sino que además advierten sobre su imperiosa necesidad. Para empezar, el cine ha sido la referencia a partir de la cual se han desarrollado a lo largo del siglo XX las distintas formas de la expresión audiovisual: todos los medios surgidos con posterioridad al invento del cinematógrafo y a la implantación de sus lenguajes han evolucionado desde los presupuestos estéticos, narrativos y cognitivos que instauró esa formación paradigmática. Por ello, cuando la imagen digital y las estructuras en red parecen anunciar el establecimiento de nuevos territorios formales y mentales, que suponen un salto cualitativo con respecto a la situación anterior, se hace más necesario que nunca regresar al cine para pensarlo de nuevo, a través de parámetros que parecen serle ajenos pero que en realidad le incumben directamente, puesto que en gran medida las nuevas herramientas tecnológicas nos impelen a pensar cinematográficamente o quizá, mejor dicho, poscinematográficamente, entendiendo que el prefijo pos no implica superación sino continuación ampliada y paulatinamente transformada.
A la pregunta de qué significa pensar cinematográficamente pretenden responder los artículos que componen este volumen desde muy distintas perspectivas e intereses no menos diversos. Pero la cuestión principal que debe ser planteada de inicio es la de la importancia del pensamiento en momentos de crisis y transición como los que estamos viviendo. La ciencia y la tecnología nos han llevado hasta las orillas de un nuevo mundo pero no nos dejan allí con la sensación de estar a las puertas de un deslumbrante descubrimiento, sino con el desasosiego que supone intuir que se viene de un fatal naufragio. A pesar de su aparente oposición, ambas impresiones están fundamentadas y son, de alguna forma, complementarias.
La ciencia ha desarrollado una nueva y poderosa forma de pensamiento a lo largo de más de cuatro siglos, pero a la postre el proceso ha culminado en una negación del pensamiento creativo cuando esa misma ciencia se ha aliado con la tecnología para formar una tecnociencia destinada fundamentalmente a satisfacer los intereses del poder financiero. Al mismo tiempo, durante el último siglo, la tecnología se ha desarrollado a una velocidad cada vez más creciente, poniendo en nuestras manos instrumentos que unidos a la imaginación en cuyo potencial se basan nos están abriendo horizontes hasta hace poco insospechados. Sin embargo, el uso que se da a esa tecnología tiende a ser en gran parte alienante y empobrecedor de las verdaderas capacidades humanas a las que está destinada a servir. El problema principal reside en que hemos creído, al amparo de la desquiciada idea modernista de que un progreso a ultranza era necesariamente progresista, que la tecnociencia podía reemplazar al humanismo y a las formas de pensamiento con él relacionadas.
El indicio más destacado de esta tendencia se ha dado en las ciencias sociales, que en su empecinamiento por parecerse a las ciencias puras, se han convertido en el caballo de Troya que ha facilitado el desmantelamiento del edificio humanista, cuando hubieran tenido que promover su necesaria renovación y a través de ella su supervivencia.
La supuesta disputa entre las ciencias sociales y las ciencias puras, que en su fase moderna se remonta por lo menos a Dilthey, no es tal, desde el momento en que aquellas han decidido entregarse con armas y bagajes en las manos de estas, a cambio de un pálido reconocimiento formal. Se trata de un debate que, como digo, es antiguo pero que ha sido enfocado erróneamente desde sus inicios tanto por la facción de los críticos como por la de los conversos. No se trata de parecerse forzadamente a la ciencia ni tampoco de renunciar a ella o a la tecnología que produce y que tantos beneficios aporta y sobre todo augura, sino de utilizar esta tecnología en beneficio de un proyecto humanista irrenunciable, al tiempo que se diseña una nueva racionalidad para estas mal llamadas ciencias sociales. Si, como indica Habermas, el proyecto de la modernidad aún no ha sido culminado, será porque debe prolongar ineludiblemente sus ideales por los ámbitos de una posmodernidad aliada con las formas tecnológicas y con ello promover el surgimiento de nuevas formas de pensar. No puede ser de otra manera, a menos de adoptar una postura reaccionaria que a nada conduce. Estas nuevas formas de pensar y de imaginar, tecnológicamente promocionadas, se sitúan más allá del método científico, que solo permite pensar, científicamente, el perfil científico del mundo, pero oscurece, al tiempo que desdeña, su vertiente social y humanista. En una situación como esta, es necesario recuperar la libertad de pensamiento y emplearla a fondo a través de la palabra pero también por medio de la imagen tecnológicamente activada. Y este proyecto parte forzosamente del paradigma tecno-artístico que inauguró el cinematógrafo.
El cine, en sus distintas variantes, nunca se apartó por completo (quizá solo lo hicieron en cierta medida las vanguardias) del humanismo a pesar de que sus raíces maquínicas e industriales podían hacer temer todo lo contrario. Y no se desvió de esa tradición ancestral puesto que, entre otras cosas, se propuso adaptar gran parte de sus productos. Pero está claro que ese seguimiento se hacía al tiempo que se iban desarrollando poderosas formas de representación de base tecnológica y ello pudo producir la creciente ilusión de que el futuro estaba en una razón tecnológica de carácter instrumental que se avenía muy bien con las formas mecanicistas del pensamiento científico exportado a otros ámbitos del conocimiento. El error estaba en considerar que en la razón científica estaba la medida de todas las cosas, sin apercibirse que esa misma razón había fabricado su antídoto y que este se encontraba en las nuevas tecnologías basadas en procedimientos fluidos, opuestos al funcionamiento maquinal que anteriormente fundamentaba tanto la técnica como el pensamiento. Decía Bachelard que si «la ciencia occidental hubiera empezado históricamente con el estudio de la electricidad –lo cual era epistemológicamente posible–, y no por la mecánica de los sólidos, tendríamos hoy una física cuyos conceptos serían muy distintos de los heredados de Galileo y Descartes» (2011: 50). Pues bien, el cine, que confecciona imágenes espacio-temporales de carácter fluido, es un arte que corresponde a esa física posible en cuyo universo nos adentramos ahora, puede que con casi quinientos años de retraso, aunque seguramente ese retraso era inevitable e incluso necesario.
La estética cinematográfica, así como su dramaturgia, ha evolucionado a través de una constante alianza entre arte y tecnología, de manera que una y otra no solo se han complementado, sino que también se han alimentado mutuamente, permitiendo la aparición de nuevas formas expositivas a la vez que se desarrollaban herramientas insólitas acorde con esas necesidades, o viceversa. El cine promovía, pues, en su esencia, una superación sintética del célebre enfrentamiento entre las dos culturas que pasado el ecuador del siglo pasado diagnosticaba Charles Snow. Este, sin embargo, recetaba un remedio que, si bien no era peor que la enfermedad, por lo menos sí que la prolongaba por otros derroteros al recomendar que los humanistas aprendieran ciencia sin demandar a los científicos un esfuerzo consecuente en sentido contrario. Los ecos de esta sesgada receta resuenan todavía hoy en cada nuevo plan de estudios que pergeña el ministerio de turno, a medida que la cultura se va hundiendo en la miseria, ya que no comprenden los detentadores de esa utopía cientifista a la que Snow le puso titular que la única forma en que la ciencia puede penetrar en la cultura general es por la vía de la mentalidad humanista. La práctica de la ciencia solo es útil a los profesionales de la ciencia, pero eso no es cultura en el sentido estricto. La cultura implica algo más que acumulación de conocimientos, supone instrumentos para pensar, y en este sentido la ciencia ya ha penetrado en la cultura produciendo un tipo de racionalidad hegemónica y finalmente problemática. Solo una mentalidad humanista abierta prepara la mente humana para asumir los avances de todo tipo sin caer prisionera de la instrumentalidad de los mismos. La ciencia no puede penetrar en la escuela, o en la universidad, mecánicamente como suponen los políticos de la pedagogía, excepto en aquellos ámbitos que se enseñe de forma expresa una ciencia determinada y aun entonces hay que suministrar también un antídoto. Cuando se reclaman más matemáticas o más física en detrimento de la historia, la literatura o la música para salvar no se sabe qué, se está haciendo un flaco favor a la ciencia y a sus intentos de formar parte básica de la cultura. La creación de legiones enteras de operarios científicos puede que aumente la competitividad industrial de las naciones y, en última instancia, puede que también produzca aumentos de sueldo, aunque esto no es ni mucho menos tan seguro como el aumento de los beneficios de las grandes y pequeñas corporaciones multinacionales. Pero este no es el camino del progreso y el bienestar de la humanidad, que pueden lograrse mediante mentalidades armónicas, basadas en una imaginación creativa y crítica, algo que la ciencia empresarial, la tecnociencia, en estos momentos no puede generar.
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