Rara vez ocurre que un estudioso rico en ideas, o un genio creativo resulte ser al mismo tiempo un buen profesor. Kepler no fue una excepción. Si congregaba a pocos oyentes se debía en parte a él mismo. Esperaba demasiado de sus alumnos y creía poder atribuirles la misma apertura intelectual y capacidad receptiva, el mismo entusiasmo por su asignatura y la misma devoción por la búsqueda de la verdad que lo movían a él. En una caracterización profunda que Kepler redactó de sí mismo hacia 1597, menciona atributos que también arrojan luz sobre su labor docente. Habla ahí de su poderosa « cupiditas speculandi » [14], 2de su apetito filosófico que se abalanza sobre todo y siempre saca algo nuevo, que se agolpa y le arrebata la calma necesaria para meditar una idea hasta el final. Siempre se le ocurría algo que decir antes de poder valorar hasta qué punto era bueno. De modo que hablaba a toda prisa. Mientras hablaba o escribía se le ocurrían otras palabras, otros temas, otras formas de expresión y argumentaciones, el dilema de si alterar el objeto de su declamación o incluso pasar por alto lo que estuviera diciendo. Tenía una imaginación y una memoria asombrosas cuando se trataba de concatenaciones de ideas en las que una llevaba a otra y, sin embargo, no le resultaba nada fácil recordar algo que hubiera escuchado o leído. Ahí estaba el origen de los abundantes paréntesis de su discurso. Como todos los temas relacionados entre sí irrumpían enérgicos en su mente y, por tanto, se le ocurría todo de golpe, se empeñaba en decirlo todo a la vez. De ahí que su discurso fuera extenuante o, en cualquier caso, confuso y poco comprensible. Además, su labor profesional no detuvo sus apasionadas ansias de conocimiento. De hecho, llegó a desatender tanto su honorable profesión por desviarse hacia donde lo guiaba el espíritu, que se habría ganado recriminaciones de no ser por su capacidad para improvisar cualquier tema recurriendo a conocimientos previos. Así, cuando pensaba en su trabajo era solo con estas limitaciones. Porque nunca eludía nada sobre lo que pudiera arrojar sus ansias de saber, su celo, su deseo de abarcar precisamente lo difícil. Al explicar las miles de cosas que se le ocurrían de una sola vez (limitar el tiempo habría sido imposible en esos casos), prefería descuidar la puntualidad en sus clases a acotar su discurso. Un profesor de este tipo solo encaja con alumnos notables, y estos suelen escasear. Sin duda, el mayor provecho de su labor docente lo extrajo el mismo Kepler, ya que de ella recibió toda suerte de estímulos relacionados con su asignatura, y la enseñanza lo obligó a expresar sus ideas con palabras.
LOS PRIMEROS ALMANAQUES DEL MATEMÁTICO TERRITORIAL
Pocos meses después de su llegada, el joven matemático territorial publicó su primer almanaque, el del año 1595 [15]. Este fue seguido de otros cinco en años posteriores de su estancia en Graz. Por desgracia solo se han conservado un par de ejemplares correspondientes a los años 1598 y 1599 [16]. Todos los demás se han perdido. En aquella época de creencia en el influjo de los astros, los almanaques desempeñaban una función distinta a la de hoy. Tanto en los estratos más elevados como en los más deprimidos de la sociedad imperaba la creencia de que el movimiento de los astros permitía predecir acontecimientos futuros. En consecuencia, de los calendaristas, que por cierto había muchos, se esperaban pronósticos meteorológicos y relacionados con las cosechas, información sobre batallas y peligros de epidemias, o sobre sucesos políticos y religiosos. La gente deseaba saber qué días serían propicios para sembrar y recolectar, para practicarse una sangría, cuándo tendrían que enfrentarse al granizo o a la tormenta, al frío o al calor, a la enfermedad o al hambre. No es este el momento de indagar en la actitud de Kepler ante la astrología, volveremos a ello más adelante. Por ahora nos limitaremos a decir que rechazaba por completo los principios y predicciones al uso, considerándolos supersticiones monstruosas, un «sortílego juego de monos», pero, por otra parte, se mantenía firme en el convencimiento de que los astros influyen en el devenir terreno y en el destino de la humanidad, una idea que no se puede desligar de su concepción de la naturaleza. La interpretación que dio a su trabajo como calendarista queda clara en sus propias palabras: «Quien tiene por oficio escribir pronósticos debe tener en cuenta sobre todo dos puntos de vista habituales que se oponen entre sí, y debe cuidarse de dos tendencias del ánimo que se corresponden con una actitud mezquina y despreciable, a saber, la búsqueda de fama y el miedo. Una actitud interesada se revela cuando la curiosidad de las masas es grande y, por complacer a esa multitud y por meras ansias de celebridad, se cuentan cosas que no se encuentran en la naturaleza, o se vaticinan verdaderos prodigios de la naturaleza sin entrar en sus causas más profundas. Por otra parte, están quienes sostienen que no conviene a los hombres serios ni a los filósofos arriesgar la fama de su talento y su prestigio con una materia que se ensucia cada año con tantas adivinaciones ridículas y hueras, ni tampoco los favorece encender la curiosidad de la gente ni las supersticiones de las mentes necias proporcionándoles, por así decirlo, una yesca. Debo reconocer que esta recriminación goza de cierta legitimidad y que es suficiente para apartar a un hombre honrado de semejantes escritos en caso de carecer de razones más serias. En cambio, si para su cometido dispone de motivos que personas de entendimiento aplaudirían, quedaría como un auténtico cobarde si se dejara intimidar y renunciara a su labor por causa de esos obstáculos ajenos y externos, haciendo caso a habladurías y asustándose de oprobios injustificados. Porque aun cuando buena parte de los principios de este arte árabe viene a traducirse en nada, no es ninguna nada todo lo que forma parte de los secretos de la naturaleza y, por tanto, no debe desecharse junto a naderías. Debemos, más bien, apartar las piedras preciosas del estiércol, debemos honrar la gloria de Dios tomando como finalidad la contemplación de la naturaleza; a través del ejemplo propio, el hombre debe instigar a otros y aspirar a eliminar las tinieblas del desconocimiento e iluminar con la claridad del día todo aquello que en alguna ocasión pueda resultar especialmente útil al género humano» [17]. Ya desde sus comienzos como calendarista, Kepler desaconseja encarecidamente dejarse llevar por los vaticinios astrológicos, en especial para las resoluciones y las decisiones políticas. A tal efecto, al final de su almanaque astrológico del año 1598 dice a los hombres en guerra: «El cielo no puede perjudicar en gran medida al más fuerte de dos contrincantes, ni favorecer en mucho al más débil. Aquel que se refuerza con buenos consejos, con el pueblo, con armas, con gallardía, ese es el que también pone el cielo de su parte y, si este le es hostil, lo vence como a cualquier otra adversidad» [18]. Kepler expresa con las palabras que siguen la intención moral que perseguía: «Utilizamos los deseos confusos y dañinos de las masas para instilarles las advertencias adecuadas (a modo de panacea) encubiertas en forma de pronósticos, advertencias que contribuyen a eliminar ese mal y que apenas podríamos presentar de otro modo» [19]. Por tanto, en la elaboración de almanaques astrológicos vemos a Kepler nadando constantemente entre dos aguas. Realiza predicciones porque no le disgusta jugar con los principios de la astrología, pero añade al punto que no hay que confiar en los vaticinios. Predica y se mofa. Escribe almanaques por obligación. Pero tampoco los escribe con desgana porque con ellos tiene ocasión de trasmitir su opinión a la gente que no lee sus escritos latinos y que no entiende nada sobre ciencia. Los escribe porque disfruta escribiendo, aunque a veces se rebele contra esta pesada servidumbre. Los escribe, y no es el menor de los motivos, para ganarse la vida. Sin lugar a dudas, nunca se sintió bien del todo escribiendo almanaques; le preocupa su crédito científico entre los entendidos. Al presentarle a Mästlin el almanaque del año 1598, escribe al respecto: «Mucho de lo que contiene debe disculparse deliberadamente o perjudicaría mi reputación entre ustedes. La cuestión es la siguiente: no escribo para la gran mayoría ni tampoco para gente instruida, sino para nobles y prelados que pretenden conocer cosas que no comprenden. No se distribuirán más de cuatrocientos o seiscientos ejemplares y ninguno pasará las fronteras de estos territorios. En todas las predicciones procuro dispensar a mi círculo de lectores, arriba mencionado, un disfrute gozoso de la inmensidad de la naturaleza mediante frases que se me ocurren de pronto y me parecen ciertas con la esperanza de que quizá se sientan animados por ellas a subirme el sueldo» [20].
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