Max Caspar - Johannes Kepler

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Este trabajo monumental de Max Caspar (1880-1956), la biografía más completa y fidedigna del padre de las leyes del movimiento planetario, abarca todos los aspectos de la vida de Johannes Kepler, la figura más atractiva entre las que protagonizaron la revolución copernicana y la fundación de la astronomía moderna en la Europa del siglo XVII. Su trabajo y su obra estuvieron siempre marcados por una combinación fascinante de especulación mística y rigor científico y matemático. Fue astrónomo, matemático y astrólogo. Como creyente fervoroso, estaba convencido de que Dios había diseñado la creación según un plan y que el ser humano estaba capacitado para descifrarlo. Dedicó todo su esfuerzo intelectual al descubrimiento del plan universal divino y, en el curso de esa búsqueda apasionada de la armonía del cosmos, alcanzó sus mayores logros científicos y sus ensoñaciones místicas más desenfrenadas.

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La redacción de una disputa dialéctica sobre los fenómenos celestes y su aspecto desde la Luna corrobora también que Kepler, siendo aún estudiante, se dedicó gustoso y en profundidad a temas astronómicos [46]. El escrito contiene el embrión del libro que nosotros llegaríamos a conocer como la última obra que publicó. 9 Christoph Besold, amigo suyo dos años menor y que se convirtió en prestigioso profesor de derecho en la Universidad de Tubinga, extrajo de aquel texto una serie de tesis que deseaba defender en una disputa presidida por Vitus Müller [47].

Aparte de la astronomía, Kepler también se dedicó al campo de la astrología. Esto no solo encajaba con la tendencia de la época, sino que además se correspondía por completo con su manera de pensar. Sus compañeros lo consideraban un maestro levantando horóscopos. La interpretación más profunda y pura que atribuyó (y luego desarrolló) a esta materia (la conoceremos con más detalle algo más adelante) había sido enunciada ya por Melanchthon en términos generales en el prólogo a las ediciones tardías de Theoricae planetarum de Georg Peuerbach. Es indudable que Kepler conocía aquella obra tan difundida.

En cambio, Kepler no acudió a Tubinga para ser filósofo, ni matemático, ni astrónomo. Todos los contenidos de la facultad de artes debían servir tan solo como preparación para los estudios de teología, que lo conducirían al ansiado ministerio eclesiástico. ¿Qué comenta él al respecto? ¿Cómo se orientó el hombre de Iglesia en ciernes, cuya sensibilidad y escrúpulo religiosos ya conocemos, cuando accedió al ambiente de los hombres poderosos que interpretaban las Escrituras siguiendo normas inquebrantables, o cuando se sentó a los pies de teólogos polémicos que rechazaban cada disposición calvinista con la misma ira que todo lo proveniente de la Iglesia romana? Kepler no menciona nada en absoluto sobre Jakob Heerbrand, sucesor en la cancillería de Jakob Andreä, el viejo y enérgico luchador que había llegado a conocer en persona a Lutero y Melanchthon y que actuó como pilar fundamental para sostener el edificio de los primeros reformadores. Tampoco sabemos nada de Georg Sigwart, quien arremetió contra los calvinistas con afilada pluma. En cambio, mantuvo una relación estrecha con Stephan Gerlach, el hombre que en cierta ocasión quiso ganarse a los dirigentes de la Iglesia griega en Constantinopla para favorecer su unión con la luterana. En sus clases, Kepler echó en falta trasparencia [48]. A su lado tampoco halló respuesta a los viejos pensamientos teológicos que lo angustiaban relacionados con las enseñanzas de la predestinación, la eucaristía y la ubicuidad del cuerpo de Cristo. El peso de sus objeciones a las doctrinas recién mencionadas fue en aumento y, según cuenta, lo angustió hasta el punto de tener que dejar a un lado todo el conjunto de sus dudas y borrarlo por completo de su corazón cuando asistía a la santa misa. Los comentarios bíblicos del profesor Aegidius Hunnius, de Wittenberg, que Kepler valoraba por su claridad [49], lo ayudaron a superar muchas dificultades, sobre todo cuando se desmoronó ante el texto de Lutero De servo arbitrio , «sobre la voluntad servil». El reformador desarrollaba y enseñaba en él su conocido determinismo en aguda oposición a Erasmo de Rotterdam, y afirmaba que el hombre es malo por naturaleza, que Dios es quien provoca todo en nosotros, lo bueno y lo malo, y que las personas están a merced del Dios creador por mera necesidad pasiva. Por otro lado, la influencia de la lectura de los textos de Hunnius, así nos lo participa Kepler, lo «devolvió a un estado de buena salud» [50]. Pero Hunnius, que pertenecía al sector más duro del luteranismo, tampoco logró disipar sus dudas fundamentales. La disputa teológica de la que fue testigo llegó a provocarle tal repulsa que, según cuenta, poco a poco fue creciendo en su interior un odio hacia la totalidad del conflicto. Él mismo explicó algo después la postura de fe que adoptó hacia el final de su época de estudiante diciendo: «Con el tiempo fui entendiendo que los jesuitas y los calvinistas estaban de acuerdo en cuanto a los dogmas sobre la figura de Cristo y que ambas tendencias se referían del mismo modo a los Padres de la Iglesia, a sus sucesores y a sus exégetas escolásticos, y al menos a mí me parecía que esa coincidencia se correspondía con los albores del cristianismo, mientras que aquellas desavenencias nuestras eran algo nuevo que surgió por causa de la doctrina de la eucaristía, y no desde un principio, en oposición a los romanistas. Por tanto, me pesaba en la conciencia unirme a la opinión generalizada contra los calvinistas y hacer lo propio en cuanto a la enseñanza de la eucaristía. Porque, me dije, si no se les hace justicia en lo referente al dogma básico de la figura de Cristo, seguro que tampoco se les hará justicia en lo que atañe al dogma básico de la sagrada eucaristía» [51].

El profesor más joven de teología, Matthias Hafenreffer, salió al paso del joven luchador en esa disciplina, como fiel consejero y amigo cordial. Solo era diez años mayor que Kepler. Al contrario que sus colegas, era de naturaleza apacible y conciliadora, y con ella conquistó a muchos de sus oyentes. El joven Kepler ocupaba un lugar muy especial dentro de su corazón por su carácter sincero y su talento destacado, y al mismo tiempo Kepler respondía al cariño de su maestro con un aprecio verdadero. La estima mutua perduró mucho más allá de la etapa universitaria, hasta la muerte de Hafenreffer. Sin embargo, la confianza entre ambos no fue tanta como para que Kepler pudiera confesar a aquel amigo mayor que él su angustia secreta y sus dudas de fe. A pesar de su actitud irénica, Hafenreffer asumía la convicción predominante en la facultad, así que Kepler podía imaginarse de antemano la respuesta que recibiría. De este modo, como veremos, Hafenreffer defendió más tarde la postura de la facultad durante el conflicto que mantuvo Kepler con las autoridades eclesiásticas y, como interlocutor de su antiguo alumno, se vio obligado a comunicarle, con doble sentimiento de dolor, el veredicto que habían pronunciado las autoridades eclesiásticas de Württemberg. También fue Hafenreffer quien disuadió a Kepler de la idea de defender en público la compatibilidad de la concepción copernicana con las Santas Escrituras [52], aunque él mismo, según Kepler sospechaba, apoyaba en secreto aquella teoría [53].

LA LLAMADA DESDE GRAZ

Los estudios teológicos de Kepler debían concluir durante el año 1594, pero antes de que así fuera, en los primeros meses de aquel mismo año, se produjo un cambio decisivo en su vida. La muerte retiró de su puesto al profesor de matemáticas, Georg Stadius, de la escuela evangélica de Graz. De modo que las autoridades estirias solicitaron [54] al claustro de la Universidad de Tubinga un sucesor. Podría extrañar que las autoridades de Graz recurrieran precisamente a la lejana Tubinga. El motivo radicaba en el peso que tenía la universidad de aquella ciudad como uno de los principales centros de la vida y la doctrina reformadora. Eran ya muchos los sacerdotes y profesores que se habían trasladado de Tubinga a tierras austriacas para predicar y difundir allí la nueva doctrina. De hecho, el propio Wilhelm Zimmermann, que a la sazón ejercía como superintendente en Graz y era uno de los inspectores de la escuela, procedía del Stift de Tubinga. La elección del claustro recayó sobre el aspirante Kepler. Este quedó muy sorprendido cuando lo llamaron [55]. ¿Debía aceptar? Diversos tipos de consideraciones lo animaron a meditarlo; no podía asentir tan pronto. Ya se había imaginado a sí mismo vestido de religioso sobre el púlpito y, tras los méritos académicos que había alcanzado hasta entonces, podía contar con una carrera sacerdotal brillante. Según él, los estudios de teología le habían resultado tan gratos y valiosos hasta entonces por la gracia de Dios, que jamás había concebido abandonarlos por mucho que pudiera ocurrirle, siempre que Dios siguiera concediéndole una mente sana y su libertad [56]. En cambio, ahora, tan cerca del final, ¿debía interrumpir sus estudios y aceptar un puesto de profesor en una escuela, algo que en su época se consideraba inferior a un ministerio eclesiástico (según comenta él mismo)? En el llamamiento se entrevé sin duda un reconocimiento a su rendimiento en matemáticas hasta aquel entonces. Pero él no se sentía lo bastante instruido para asumir tal puesto, si bien reconocía que tenía talento para esa disciplina. Había comprendido sin dificultad las materias sobre geometría y astronomía que estipulaba el reglamento escolar. Pero se trataba tan solo de estudios obligatorios, nada de lo que habría aprendido con una formación específica en astronomía. Por otra parte, aquello lo enfrentó a su disciplina moral, difícil de eludir para él. Con frecuencia había visto que los compañeros de estudios reclamados desde el extranjero, es decir desde más allá de los límites de Württemberg, empleaban todo tipo de evasivas para no tener que marcharse por apego a la patria. No obstante, hacía tiempo que, «duro como yo era» [57], había resuelto acudir con la mejor disposición a donde fuera menester en caso de que lo llamaran. Para decidirse pidió consejo a sus allegados, a los abuelos y a su madre. Estos, cómo no, habrían preferido ver pronto al nieto sobre el púlpito brillando con el fulgor que lo bañaría allí arriba. Sin embargo, prefirieron dejar la decisión en manos de la facultad de teología, la cual había mostrado hasta entonces muy buena voluntad hacia su retoño. ¿No tendría oportunidad en Graz de adquirir práctica en los oficios religiosos a través del pastor Zimmermann mientras desempeñara su labor docente? Y, ¿no podría continuar formándose con unos estudios teológicos privados que le permitieran incorporarse al clero al cabo de algún tiempo? Esta alternativa parecía la más recomendable porque, por su edad y por su aspecto, aún no encajaba del todo en el púlpito. De modo que aceptó, reservándose explícitamente el derecho a volver e ingresar en el oficio eclesiástico. ¡Qué determinante iba a resultar aquel , no solo para el futuro de su vida privada, sino para el de toda la historia de la astronomía! Más tarde, cuando el descubrimiento de sus leyes planetarias le reveló su capacidad, Kepler reconoció retrospectivamente la voz de Dios en aquella llamada. Era Dios el que guiaba en secreto a los hombres hacia las distintas artes y ciencias a través de disposiciones externas, y con ello les comunicaba la verdad de que, como parte de su obra creadora, estos asuntos también dependen de la providencia divina.

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