Max Caspar - Johannes Kepler

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Este trabajo monumental de Max Caspar (1880-1956), la biografía más completa y fidedigna del padre de las leyes del movimiento planetario, abarca todos los aspectos de la vida de Johannes Kepler, la figura más atractiva entre las que protagonizaron la revolución copernicana y la fundación de la astronomía moderna en la Europa del siglo XVII. Su trabajo y su obra estuvieron siempre marcados por una combinación fascinante de especulación mística y rigor científico y matemático. Fue astrónomo, matemático y astrólogo. Como creyente fervoroso, estaba convencido de que Dios había diseñado la creación según un plan y que el ser humano estaba capacitado para descifrarlo. Dedicó todo su esfuerzo intelectual al descubrimiento del plan universal divino y, en el curso de esa búsqueda apasionada de la armonía del cosmos, alcanzó sus mayores logros científicos y sus ensoñaciones místicas más desenfrenadas.

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Nadie estaba mejor atendido allí que un teólogo. Al llegar sabía hacia dónde dirigir sus pasos. Una habitación de estudio, una mesa preparada, una cama, todo estaba listo para él. Solo debía traer consigo ganas y amor hacia su profesión, una buena cartera para los libros y la certeza de que de allí manaba la fuente de la sabiduría. El seminario, llamado Stift e instalado desde 1547 en el antiguo monasterio agustino, acogía a los candidatos que concurrían sedientos de saber desde todos los lugares de Suabia. Sobre la base del orden eclesiástico del duque Christoph surgió allí un centro de enseñanza donde se reflejaron las discrepancias filosóficas y teológicas de los siglos posteriores con sus logros y sus fracasos, los altibajos en el desarrollo de la vida intelectual y las diferentes tendencias de cada época, y no pocos hombres que un día adquirieron en él su bagaje científico se erigieron más tarde en destacados paladines en el mundo intelectual. A lo largo de todos los cambios históricos, los fundamentos de ese taller de sabiduría han demostrado su eficacia y han logrado un tipo de formación que, aun portando rasgos característicos de Suabia, debe considerarse representativa de una humanidad universal, abierta y noble. Allí se hacía patente la afición a la especulación y la disputa dialéctica, la propensión a meditar y filosofar, la búsqueda de horizontes nunca alcanzados o el zambullirse en profundidades que jamás podrán ser penetradas; pero también destacaba un sentido riguroso de la realidad, cierta tendencia a la crítica y a la réplica, un espíritu abierto a ideas nuevas y, por último, aunque no en menor medida, el gusto por el humor y la sátira. Solo las mentes mediocres, a las que el afán por aprender llevaba a una sabiondez pedante, ubicaban con toda precisión, cual boticarios, las muchas pequeñas dosis de sus conocimientos en los distintos compartimentos del cerebro. Si alguna vez la reivindicación de estar siempre en lo cierto ha arraigado con fuerza en mentes faltas de la autocrítica pertinente, quizá se ha debido a un orgullo excesivo por la conciencia de pertenecer a una comunidad ilustre o, tal vez, a la bella costumbre de debatir en la que uno se siente obligado a defender su postura con todos los argumentos posibles.

Igual que en los seminarios elementales, aquí la vida se regía por unas normas estrictas. Aunque las obligaciones de los alumnos eran menos severas de acuerdo con su edad más avanzada, tampoco se puede hablar de libertad académica. El rigor disciplinario hacía que los aspirantes a teólogos desistieran de la conducta licenciosa a la que se abandonaban en aquella época amplios círculos de la comunidad estudiantil. El proceso de instrucción estaba regulado de modo que los recién llegados debían asistir durante dos años a las clases de la facultad de artes antes de empezar los estudios de teología. En aquellas clases se impartía ética, dialéctica, retórica, griego, hebreo, astronomía y física. Se hacía un seguimiento continuo del rendimiento de los alumnos y se emitían calificaciones trimestrales. El estudio en la facultad de artes concluía con el examen magistral. A esto se sumaban tres años más para aprender las disciplinas teológicas. Al completar su formación, los becarios estaban obligados a quedarse de por vida al servicio del duque y, para aceptar un puesto fuera de la región, necesitaban el consentimiento explícito del elector que hubiera asumido los costes de sus estudios.

El duque Ulrich, fundador del Stift, ordenó que los becarios fueran «niños menesterosos, criaturas devotas, de naturaleza aplicada, cristianas, temerosas de Dios». Como el padre de Kepler no satisfacía del todo la exigencia concerniente a la religiosidad, él cumplía con mucha más vehemencia todas las condiciones impuestas. Sus padres no tenían riquezas, pero, como la enseñanza y la manutención eran gratuitas y cada becario percibía al año seis florines para sus gastos, los estudios del hijo no les resultaron caros. Además, el abuelo Guldenmann puso por escrito el rendimiento de una pradera a disposición del hijo de su hija «para una formación mejor y más sólida» [25]. Las condiciones del joven estudiante mejoraron aún más cuando ya el segundo año de estancia en la escuela superior obtuvo una beca por valor de 20 florines anuales para la que el ayuntamiento de su ciudad natal había propuesto candidatos apropiados [26].

Kepler se sintió en su ambiente en el nuevo entorno en que se vio inmerso. Aprovechó con todas sus fuerzas la oportunidad de formarse en todos los campos, y pronto cobró fama de joven aplicado, serio y devoto entre profesores y compañeros. Más tarde pudo decir de sí mismo que su vida había estado libre de faltas notables exceptuando aquellas provocadas por la iracundia o por bromas traviesas e irreflexivas. Aquí tampoco faltaron los conflictos con sus iguales, pero no es que se mantuviera al margen. Participaba en las representaciones teatrales públicas que celebraban los estudiantes cada año durante las carnestolendas, en las que se escenificaban temas bíblicos o clásicos. Tal como él mismo relata, en febrero de 1591 actuó en el papel de Mariamna 6 en una de estas representaciones cuando escenificaron una tragedia sobre Juan Bautista [27]. Como los estudiantes tenían que encarnar también los personajes femeninos, le asignaron a él ese papel por su figura delicada y enjuta. La representación, que a pesar de la mala época del año se celebró en la plaza del mercado, no le sentó nada bien. Como consecuencia del trajín de aquellos días cayó víctima de una enfermedad febril [28]. Este tipo de ataques no era raro en su frágil constitución. Dolores de cabeza, fiebres intermitentes y violentas erupciones cutáneas lo incapacitaban constantemente para el estudio, igual que en sus años de juventud, durante los cuales también tuvo que soportar muy a menudo esos males [29]. El 10 de agosto de 1591 aprobó el examen magistral [30] en segundo lugar entre catorce candidatos. El primer puesto lo ocupó el hijo de un profesor, Hippolyt Brenz, un nieto del reformador Brenz. El joven maestro atrajo de manera especial la mirada de sus profesores. Cuando poco después del examen solicitó la renovación de la beca que le habían concedido el año anterior, el claustro apoyó su solicitud con las eminentes palabras: «Teniendo en cuenta que el arriba mencionado, Kepler, posee una inteligencia tan excelente y soberbia que cabe esperar de él grandes cosas, querríamos por nuestra parte apoyarlo en su solicitud, dados además sus conocimientos notables y su talento» [31]. Las expectativas de sus profesores no se frustraron.

ESTUDIOS Y PROFESORES UNIVERSITARIOS

Por desgracia, existen lagunas en lo que el propio Kepler comenta sobre sus estudios universitarios, sus profesores, cuyos nombres conocemos al completo, sobre los incentivos que recibió de ellos, sobre las fuentes que alimentaron su aprendizaje y sobre las materias que abordó. Sería interesante conocer algo más que lo que él menciona para indagar en su personalidad tan destacada y en la grandiosa obra de su vida, y para dilucidar la evolución de la historia del saber. Así, de sus estudios de filosofía solo dice que ha leído algunos libros de Aristóteles, la Analytica posteriora y la Física , mientras que dejó de lado la Ética y los Tópicos [32]. Sin embargo, vemos que todo su pensamiento estuvo imbuido desde un principio por las especulaciones platónicas y neoplatónicas. De ellas y del pensamiento asociado tradicionalmente al nombre de Pitágoras, recibió los mayores estímulos para su producción. Desconocemos las fuentes concretas en las que se inspiró. Sin duda aquellas especulaciones seguían tan ancladas aún en el mundo intelectual de su época que es fácil explicar su familiaridad con ellas. Parece que los incentivos y la instrucción sobre estas cuestiones tan atractivas para él las recibió del profesor de filosofía, Vitus Müller, si bien no dice nada explícito al respecto. Además, está comprobado que conoció y leyó varios escritos de Nicolás de Cusa, cuya mística geométrica confluía tanto con su propio pensamiento que ya en su primera obra, unos años más tarde, parte de consideraciones tomadas de dicho autor [33]. Es evidente que Kepler lo valoraba mucho, porque no tenía ningún reparo en atribuirle el apelativo de divus , divino [34].

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