Max Caspar - Johannes Kepler

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Este trabajo monumental de Max Caspar (1880-1956), la biografía más completa y fidedigna del padre de las leyes del movimiento planetario, abarca todos los aspectos de la vida de Johannes Kepler, la figura más atractiva entre las que protagonizaron la revolución copernicana y la fundación de la astronomía moderna en la Europa del siglo XVII. Su trabajo y su obra estuvieron siempre marcados por una combinación fascinante de especulación mística y rigor científico y matemático. Fue astrónomo, matemático y astrólogo. Como creyente fervoroso, estaba convencido de que Dios había diseñado la creación según un plan y que el ser humano estaba capacitado para descifrarlo. Dedicó todo su esfuerzo intelectual al descubrimiento del plan universal divino y, en el curso de esa búsqueda apasionada de la armonía del cosmos, alcanzó sus mayores logros científicos y sus ensoñaciones místicas más desenfrenadas.

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El desarrollo de la nueva doctrina no cesó con aquel texto. Muy pronto, junto a los adversarios de la Iglesia católica apareció otra oposición que perturbó todavía más la situación eclesiástica alemana y que más tarde desencadenó polémicas y conflictos más agudos. En Suiza, Ulrico Zuinglio, que emprendió la lucha contra la vieja Iglesia casi al mismo tiempo que Lutero en Alemania, atacó con fuerza la doctrina y disciplina católicas. Mientras ambos reformadores seguían el mismo camino en la mayoría de los puntos esenciales y estaban de acuerdo en su oposición al catolicismo, discrepaban ampliamente en la enseñanza de la eucaristía. Aunque la reconciliación era inviable, este desacuerdo no frenó el avance de la obra reformadora en Alemania. Pero la situación cambió cuando, varios años después, Calvino implantó en Ginebra la tiranía de su régimen teocrático y desplegó su dogma como tercer líder reformador. También su precepto eucarístico se apartó del luterano, y la pugna sacramental se enardeció con fuerza. La enseñanza calvinista logró entrar en Alemania cuando el elector del Palatinado, Federico III, la implantó en su territorio como doctrina imperante en el año 1562. En las décadas siguientes se le sumaron otros príncipes imperiales. Incluso Melanchthon simpatizó con la eucaristía calvinista, la cual, gracias a su autoridad, alcanzó una difusión mayor, sobre todo tras la muerte de Lutero y fundamentalmente en Sajonia. La furia colérica de los antiguos luteranos se levantó contra los seguidores de Melanchthon, conocidos como criptocalvinistas o filipistas . Es difícil hacerse una idea hoy en día de la vehemencia y la saña con que los contrincantes arremetieron unos contra otros. El odio de los seguidores de la Confesión de Augsburgo hacia los calvinistas no fue inferior al que profesaban a los seguidores del sumo pontífice. Para alzar un dique contra la abominada doctrina calvinista, el teólogo de Tubinga Jakob Andreä elaboró entre 1576 y 1577 un nuevo libro de fe, llamado Fórmula de Concordia, junto a algunos hombres de convicciones similares a las suyas, en el que fijó la doctrina luterana con toda precisión. Pero la controversia no llegó con eso a su fin puesto que no todos los electores leales a la Reforma aceptaron la Fórmula. El reconocimiento de la Fórmula de Concordia se exigió con más severidad en todos los territorios seguidores de la Confesión de Augsburgo, a los que asimismo pertenecía la tierra natal de Kepler, el ducado de Württemberg.

El punto crucial radicaba en que la piedra de choque, o sea el sacramento eucarístico, se interpretaba de maneras diferentes en cada culto. La Iglesia católica, siguiendo las palabras sacramentales del Señor, entiende que la sustancia del pan se trasmuta en el cuerpo de Cristo durante la misa a través de la transustanciación. Lutero, en cambio, que rechazaba la misa, negaba la transustanciación, pero perseveraba en la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo durante la eucaristía. En lugar de la transustanciación creía en la consustanciación, es decir, la sustancia del pan se mantiene tal cual, pero es penetrada sacramentalmente por la sustancia del cuerpo de Cristo. Para aportar pruebas en contra las objeciones de los teólogos reformadores, Lutero aportó el siguiente dogma: en virtud de la unión hipostática, es decir, la fusión de la naturaleza humana y la divina en una sola persona, Cristo goza también de la ubicuidad corpórea. Ese precepto específico de la doctrina de la ubicuidad, insostenible desde el punto de vista de la cristología tradicional y abandonado algo más tarde por los propios teólogos luteranos, constituyó la piedra angular de la Fórmula de Concordia. Calvino también lo desestimó. Según él, es verdad que el creyente recibe el cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento de la comunión, pero de manera que junto a la ingestión de la sustancia material, que en todo caso sigue siendo lo que es y tan solo simboliza a Cristo, el espíritu recibe una fuerza que emana del cuerpo de Cristo, presente únicamente en el cielo. De acuerdo con su terrible idea de la predestinación, según la cual parte de la humanidad sería sentenciada de antemano por Dios a la condena eterna sin la consideración de sus obras, Calvino incluyó en su teoría de la eucaristía la apostilla de que solo los elegidos participarían del cuerpo de Cristo al recibir la comunión. Estas disputas conformaron el angustioso lastre que arrastró Kepler a lo largo de toda su vida.

En lo que atañe a la política eclesiástica, la paz religiosa de Augsburgo del año 1555 ocupó un lugar destacado en la historia de la Reforma del siglo XVI. Ya no se pretendía la reconciliación de las distintas tendencias. La posición de los protestantes se había consolidado tanto que lo aconsejable era buscar más bien una paz que instaurara un marco viable para la convivencia de los seguidores de cada culto. Según las resoluciones de aquella dieta, la elección de la fe católica o la augsburguesa competía a los estados del imperio. Incluso más. La decisión de cada estado debía regir también en la totalidad de sus dominios. Con ello se constituyó en ley la máxima: « cuius regio, eius religio » («de quien es la región, suya la religión»). Con este precepto legal absolutamente monstruoso para la mentalidad actual, el soberano dirigente se apoderó del dominio privado del corazón de los hombres. La libertad confesional desapareció. El elector reinante ordenaba, y los súbditos tenían que creer lo que gustara el señor. Quien no estuviera dispuesto a acatar su imposición, podía expatriarse. Se concedía ese derecho de forma expresa. Cabe figurarse el conflicto de fe que tuvieron que afrontar quienes se tomaban en serio sus creencias religiosas. Se vieron ante la disyuntiva de abandonar su hogar y su patrimonio o renunciar a lo más sagrado. Hay que mencionar que la elección de culto no incluyó el calvinismo. En las ciudades imperiales podían seguir coexistiendo las dos religiones, la católica y la augsburguesa, si hasta entonces se habían practicado juntas. En los años siguientes fueron los protestantes quienes sacaron el mayor provecho de las nuevas disposiciones. La Iglesia católica mantuvo la situación defensiva a la que se había visto relegada desde hacía tiempo. Solo en las postrimerías del siglo, justo cuando Kepler saltó a la vida pública, se dispuso a retomar las posiciones perdidas con la ayuda de los jesuitas en lo que se denominó la Contrarreforma.

Así era, pues, la época en la que nos adentraremos para recorrer la vida de Kepler desde el principio. Un sinnúmero de electores y otras instancias del imperio hicieron valer sus derechos a voces. Los unos eran católicos, los otros augsburgueses, los terceros calvinistas. Cada tendencia reivindicó estar en posesión de la fe verdadera. A los enfrentamientos políticos ya existentes se sumaron los religiosos, aún más peligrosos y delicados. ¿Qué quedaba de la libertad confesional que anunciara Lutero? ¿Qué de la idea de la comunidad indistinta de creyentes que concibió? La exigencia de un gobierno autoritario favorable a la Iglesia, contra la que él mismo había arremetido con tanto fervor dentro de la vieja Iglesia, resurgió ahora en sus propias filas. El juramento de los libros de fe se impuso y aplicó en las zonas protestantes con la misma severidad con que la vieja Iglesia actuaba en las cuestiones de credo. En esos territorios, los soberanos ocuparon el lugar que dejaron los obispos, con lo que su poder aumentó notablemente. La postura adoptada en cada caso se reforzó en todas partes. Los jesuitas se afanaron por devolver la gloria perdida a la Iglesia católica, que se había depurado, renovado y consolidado con el Concilio de Trento. Tensiones, antagonismos, roces, chispas por doquier. Frente al poder acrecentado de los electores se erguía la autoridad mermada y amenazada del emperador. Las fuerzas centrífugas eran mayores que el poder del orden. Por si fuera poco, los turcos resistían en el este con constantes arremetidas contra las fronteras del imperio. Al oeste, Francia esperaba una ocasión para sacar provecho de la debilidad del poder imperial. ¿Qué más podía ocurrir? Fue una época preñada de desdichas, un tiempo en el que apetecía huir a las estrellas en busca de refugio y protección.

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