Gracielita se la dio y se sentó sobre las rodillas fuertes del muchacho. El Negro recorrió el lacio cabello color madera de su hermana.
Mientras se lo ataba tirante, sintió su perfume de niña mimada y como al pasar le acarició el cuello con sus dedos ágiles de aprendiz de mago. Ella le dio un pellizco en el muslo derecho y se levantó inmediatamente, como impulsada por un resorte.
Sin perder totalmente la compostura, se dio vuelta y lo miró con sus ojos almendras, profundos, sonrió mostrando los dientes blancos, perlas, los labios rosados húmedos entreabiertos.
La niña se repuso y en cinco segundos retomó su buen humor.
—Somos hermanos, tarado, no te olvides —le dijo al oído.
—Por eso te quiero.
Gracielita le dijo una palabra muy fuerte y estuvo a punto de propinarle una bofetada.
—No se peleen chicos —sugirió Inés.
—¡Qué palabrota nena! —la reprendió la abuela María.
—Estamos jugando, abu. —Sonrió Gracielita, ya completamente repuesta.
La aguja del reloj corrió un punto, menos nueve. Los chicos saludaron a sus padres, a la abuela y salieron para ir a la escuela. Menos cinco. El reloj seguía corriendo, el tiempo seguía inexorable como siempre.
No bien salieron a la calle, decenas de figuras, compañeritos enfundados en sus guardapolvos blancos se dejaban ver por doquier. La diagonal de la plaza era una aglomeración de figuras blancas que se movían en la misma dirección.
Los mellizos caminaban por la vereda de la calle lateral de la plaza, iban juntos charlando, en otro mundo.
El tontito, antes del accidente, los seguía y les hacía burlas desde lejos. Pasaba frenéticamente su dedo índice de su mano derecha frente a su boca llena de risa, imitando el tic nervioso de Hugo; esa era su mayor diversión. Gracielita esperó en la esquina donde la diagonal tomaba forma de capullo blanco, unos pasos antes de dejar la plaza. Se encontró con sus amigas, se saludaron con besitos suaves y siguieron viaje entre desenfrenado cotorreo.
El Negro caminó directo a la escuela, sin esperar a nadie, solo. De todos modos, antes de entrar se encontró con todos sus amigos. No era tanto lo que había caminado, solamente dos cuadras y media hacia el oeste.
En el pueblo todo era cerca. Hacia un lugar distante, ya fuera el cementerio, el matadero, el basurero, a lo sumo habría que caminar diez cuadras.
No había nada más lejano, más alejado. Si lo hubiera, ya no pertenecería al pueblo.
Sería, en cambio, otra cosa, otro pueblo, un campo, un establecimiento ganadero, una escuela rural. Sujetos, sustantivos ajenos no pertenecientes al pueblo, un prostíbulo en lo de Álvarez, otra cosa.
La escuela era, sin lugar a dudas, el edificio más hermoso del pueblo, el más grande, el mejor. Lo habían construido en dos plantas con paredes de treinta y cimientos profundos. La puerta de entrada, enorme, de doble hoja color gris. Sus ventanales vitrados con marcos de madera dura, también, de color gris. Las paredes bien pintadas de amarillo suave.La escuela ocupaba un predio de dos hectáreas que había sido donado por alguien ya fallecido, del que nadie se acordaba el nombre, un tal Cabeto Alonso.
Para llegar al edificio central no existía otra manera más que caminar cuarenta metros entre jardines perfectamente cuidados, tratando de no tocar las rosas, los jazmines, los gladiolos que desbordaban a veces hacia el caminito. Había senderos tapizados en ladrillos que formaban imitaciones de figuras rupestres.
Todos los caminos del jardín llevaban hacia una pequeña plazoleta circular, en cuyo centro estaba el mástil de la bandera. Se izaba a las ocho y se arriaba a las cinco de la tarde. Una vez cruzada la plazoleta se llegaba a la entrada principal. Desde allí todo era silencio, en la puerta las bocas se cerraban automáticamente y las pequeñas mentes se abrían dispuestas.
No bien entraban, a la izquierda estaba la secretaría y la escalera que daba a la planta alta. A la derecha, la dirección, lugar sagrado. Una vez traspasada esa zona de alto riesgo uno podía distenderse. El patio cubierto, dieciséis columnas sostenían el techo altísimo, inalcanzable. Sobre la pared sur del patio cubierto se podían ver varias puertas grises, amplias, altas.
Desde allí se llegaba a los lugares de enseñanza, las aulas.
En la construcción se había priorizado la luz natural, y a tal efecto construyeron los amplios ventanales, altos, que dejaban entrar la luz. No era necesario encender las lamparitas eléctricas, no hacía falta. El escenario para las funciones de teatro los días festivos estaba sobre la pared oeste del patio cubierto.
A cada costado del escenario, dos puertas daban al jardín de invierno y más allá estaba el patio trasero, un huerto donde se experimentaba con cultivos. Se estudiaba biología y botánica en dos aulas instaladas allí, entre los árboles.
Había dos patios destinados para recreos; uno del lado norte del edificio principal y otro del lado sur. El del norte eran ocupados por las niñas y el del sur por los niños.
El tema de los varones y las mujeres separados en los recreos era un tema muy debatido en el bar del Manco Merlo, sobre el cual nunca hubo un acuerdo.
A la campana con su soporte labrado la habían adosado a la glorieta del patio trasero, en la columna que da al este. Desde allí se escuchaba con claridad cuando los niños absortos en sus juegos se olvidaban del resto del mundo y solo quedaba un pequeño espacio para el sonido de la campana.
Parecía un día cualquiera, pero no. Era el día del cumpleaños de Ramiro. Él estaba distraído. Pensaba en la reunión que tendría más tarde con sus amigos. Justo ese día, a la maestra se le ocurrió tomar una prueba sencilla:
—¡Julián! ¿Los libertos? —preguntó por lo bajo.
—¿Qué?
—No entendí. ¿Qué son?
—Esclavos, esclavos que compraron su libertad —le contestó Julián, en voz baja, pero la seño lo escuchó con su oído fino.
—Ramiro, pregúntame a mí. Para eso estoy.
—Sí. Pero como es una prueba, ya está señorita Virginia, no había entendido lo de los libertos.
—¿Alguien más no entendió? —Silencio.
—Hoy es mi cumple —dijo Ramiro, luego de unos minutos.
—¿Cuántos años?
—Trece, señorita.
—¿Haces fiestita? —preguntó la maestra mientras recorría los bancos mirando las hojas.
—Sí. Los invité a todos.
—¿A todos? —Ya estaba atrás de Ramiro.
—A todo el curso —aclaró el Negro, desde la última fila; la seño lo ignoró.
«No le demos pasto a las fieras», pensó.
—¡Ah! Feliz cumple —le dijo a Ramiro haciendo caso omiso del comentario. Virginia le tiró la oreja 1, 2, 3, hasta 13 y le dio un beso.
—Todo un hombre —agregó Mirna en tono irónico.
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