Jorge Bericat - Pescador y otras historias

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Pescador y otras historias: краткое содержание, описание и аннотация

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Pescador y otras historias nos invita a la reflexión y al debate. Con historias vibrantes de emociones, el autor explora diversas aristas de las pasiones humanas llevando al límite la tensión entre los personajes, y de la mano de ellos, al lector. Acompañados de entornos marinos y agrestes, estas historias nos invitan a viajar con la imaginación a las playas hermosas de Mar del Plata y la zona sur de Buenos Aires, donde los pueblos conservan viejas costumbres, algunas de ellas peligrosas. Este libro nos invita a transitar por espacios, tiempos y emociones que no dejarán indiferente a quien lo lea: el amor, el desamor, la codicia y la locura serán el anzuelo para que este Pescador siga enhebrando nuevas historias.

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De todos modos, a la abuela María le resultaba muy dolorosa la muerte de Efraín, su primer marido, su primer hombre, que aunque lo pensara de viaje en su fantasía, de hecho, la tumba estaba, el cajón estaba y por ende, el muerto estaba, ergo, era un asunto importante y el viaje era una realidad absolutamente subjetiva. Una imaginación, alucinación o delirio cuando se le presentaba en su alcoba en proyectos de seducción.

Su segundo marido, el Toto, había muerto de tristeza pocos meses después del accidente fatal en el que falleció su pequeño hijo, que había nacido mogólico.

El párroco, por amistad, había aceptado bautizar al niño; le pusieron de nombre Daniel Agustín, vivió muy poco, cruzaba la calle sin mirar, como bien tonto que era el pobre, hasta que un buen día pasó lo que tenía que pasar, un camión iba cargado de trigo con destino a la balanza y no atinó a frenar cuando vio sorpresivamente al muchachito y lo pasó por arriba, causándole la muerte instantánea.

«Tal vez sea mejor así, María» la consolaron sus amigas en el velorio.

A este segundo y último marido, el Toto, padre de Daniel Agustín, la abuela María no lo extrañaba tanto como al primero, como a Efraín, que le había dado a su querido hijo Miroslav, que ahora le había devuelto el mate con un: «Gracias mamá». Efraín, su amor, que estaba de viaje en su mente, acarreando leña desde San Marcelo a Parera.

Ella visitaba las tres tumbas cada primero de noviembre y el día siguiente, dos veces al año, el día de los muertos y el día de los santos, y siempre miraba atenta entre los pasillos del cementerio, por si algún viudo podía resultar de su agrado, y aunque le parecía un asunto difícil, no perdía la esperanza de conseguir otro marido, lindo y culto si fuera posible, cariñoso como Efraín.

La esperanza, ya se sabe, es lo último que se pierde, la ilusión.

—Me llegó una referencia —dijo la abuela María durante el almuerzo— es sobre un lío de amores de Ester.

—Está riquísimo —interrumpió Miroslav refiriéndose a la comida.

—Decía que no me sorprendió en lo más mínimo porque muy pocas personas tienen —la abuela María notó que nadie le estaba prestando atención, pero no se detuvo, hizo una pausa y continuó como si nada—: decía que muy pocas personas tienen la capacidad de enamorarse —enfatizó.

—¿De qué está hablando, María? —intervino su nuera.

—Del amor. Te decía que tardé muchos suspiros, desvelos, lágrimas en darme cuenta de ese detalle y creo que el amor es un don, aunque nos provoca sufrimientos.

—Alcánzame la ensalada, bebé, por favor —pidió el Negro interrumpiendo, aunque en realidad no estaba prestando atención a la conversación entre su madre y su abuela.

—Dame que te sirvo —le dijo Gracielita jugando a la mamá.

—¿De qué detalle, María? —retomó Inés, la nuera, que no se perdía novela de Migré y se devoraba los Corín Tellado como caramelos.

—De la capacidad de enamorarse —dijo María mirándola a los ojos.

—¡Ah! —Inés introdujo un trocito pequeño de carne en su boca mientras pensaba.

—Sírveme a mí también, Gracielita, no tanto como al Negro —pidió Miroslav.

—Tú dime, papi.

—Está bien, gracias.

Era una cocina espaciosa, un recinto, tenía una ventana amplia, una puerta que daba al norte y dejaba entrar el sol a borbotones cuando pasaba el meridiano.

Era fácil saber la hora desde la cocina; los árboles hacían las veces de reloj solar, el granado con sus frutos maduros en febrero, el gualeguay unos metros más al fondo, el duraznero a quince grados al este de la puerta. Para poder ver su sombra había que salir al alero que bordeaba toda la casa del lado norte. Hacia el sur habían construido el frente con ventanas enrejadas al estilo colonial, con postigos y gruesas trancas de madera dura.

Cruzando la calle estaba la plaza. En la manzana siguiente se dejaban ver el Palacio de Justicia y la municipalidad a través de los pinos.

Sobre la misma calle hacia el oeste, la Sociedad Argentina y a continuación, la iglesia.

Un pueblo, todas casas muy similares, amplias. Una vida cómoda y sencilla. Un pueblo que vivía de las cosechas, un pueblo rural como muchos.

La mesa ocupaba el centro de la cocina, era maciza, de madera dura color marrón oscuro, rectangular, medía tres metros por uno veinte. Tenía las cuatro patas torneadas y sobre sus lados llevaba sendos refuerzos que se unían formando respeto debajo de la tabla.

Inés le colocaba un mantel de algodón puro, de color blanco; y la abuela María, por las tardes, lo sacaba del cajón, lo tenía a mano.Cuando comenzaba a bajar el sol, a la tardecita, se sentaba a bordar el mantel. Casi siempre, la mayoría de las veces, ubicaba su atelier sobre una de las ventanas del lado sur, en el living .

Cuando levantaba la vista veía la plaza y la gente, chicos jugando sin ningún problema dentro de un esquema de seguridad que daba el hecho de ser todos conocidos en el pueblo.

Ocasionalmente, alguna persona que pasaba caminando por la vereda la saludaba a María, que estaba bordando florcitas de madreselva, según ella, en cada rincón del mantel; aunque más parecían margaritas de un amarillo fuerte y no las campanitas blancas y violetas suaves con sus pistilos claros de la flor de madreselva.

«Ya son menos cuarto» comentó la abuela, como al descuido.

Los mellizos, Hugo y Carlos Alberto, apuraron sus manos, dejaron los cubiertos sobre el borde derecho del plato, los dos al unísono, movimientos duplicados, se levantaron de sus sillas, saludaron con una pequeña inclinación de cabeza, ni una palabra, ni un murmullo. Cualquier persona que los viera desde afuera pensaría que alguien los obligaba a mantener silencio o que eran mudos. Caminaron con pasos decididos hacia sus mochilas, sus guardapolvos. Las agujas en el reloj de pared indicaban la una menos doce. Ya estaban listos.

Además del sol, que indicaba la hora con su andar, en la cocina había un reloj de pared al cual Miroslav le daba cuerda todas las mañanas, ceremoniosamente.

Él se despertaba temprano, meditaba unos minutos, se levantaba, preparaba el mate y le cebaba a Inés en la cama. Charlaban durante media hora, hasta terminar la pava de un litro. Luego, Miroslav se retiraba a sus quehaceres en el campo. Su primera acción, después de los mates, era darle cuerda al reloj y lo hacía con placer.

Era un reloj apaisado, color amarillo con agujas y números negros. A la cuerda, que parecía una llave de color plateado, una vez utilizada, la guardaba celosamente, como un tesoro, en uno de los cajones laterales de la mesa central, la única, de la cocina. En otro cajón, el derecho, estaban los cubiertos perfectamente clasificados y alineados. En el cajón restante, el izquierdo, el mantel eterno de la abuela María; ni pensar en que otra persona aparte de ella se atrevería a retocar sus bordados.

Tres cajones, llave de dar cuerda, mantel y cubiertos.

Luego de la ceremonia de la cuerda, apagaba el calentador Primus que ya había cumplido su función diaria de calentar la pava para el mate, prendía a continuación la cocina a leña y allí quedaría encendida hasta que se retiraban todos a dormir, cerca de las doce de la noche.

En el tiempo intermedio, luego de almorzar, María, Inés y Miroslav que ya había regresado de las tareas rurales, dormían la siesta. María en su habitación, sola, pensando en sus dos maridos.

Los niños disfrutaban aquellos momentos de paz para sus menesteres, generalmente distintos cada día.

—Buen provecho —dijo Gracielita y se retiró de la mesa.

—Gracias —respondieron todos.

Pasaron unos minutos y regresó con una gomita rosa para el pelo.

—Dame —le dijo el Negro.

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