Así pues, guié a Adán hasta el centro del Edén caminando por un sendero rodeado de arbustos de tacto aterciopelado, plenos de brotes de colores que acariciaban nuestros cuerpos desnudos, hasta llegar a un prado de un verdor deslumbrante en donde se encontraba el imponente Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, cuyas ramificaciones parecían tocar las nubes. Una vez allí comimos sus frutos con plena consciencia y aceptación de las consecuencias de nuestro comportamiento, sin mediar tentación alguna, cumpliendo así con el trámite necesario para adquirir la condición de mortales. Desde ese instante vivimos cada momento como si fuera el último, porque en eso creemos que debe consistir la vida, en una experiencia finita e incierta, como características que deben hacerla apasionante y realmente disfrutable.
Si algún día concebimos un hijo –pensábamos tener dos o tres, pero estimamos que siendo uno podríamos dedicarle más tiempo y de paso evitábamos los celos y las peleas–, le pondremos de nombre Adonai Najásh. Ambas palabras proceden del hebreo. Adonai significa Señor, en memoria de Yahvé, porque a Él le debemos el habernos encontrado, y Najásh se usa para denominar a la madre de todas las serpientes. Me explico: a ella le pedimos que nos permitiera probar el fruto prohibido, a lo que contestó que, según el protocolo del Génesis, dicha degustación debería ir precedida de un ofrecimiento persuasivo y embaucador a la par que malévolo por su parte. Fue entonces cuando le conté que mi actitud y la de Adán no constituían un acto de desobediencia, sino una simple manifestación de la autonomía de la voluntad. Conversamos largamente sobre este y otros temas y ambas coincidimos en que la tesis del llamado «pecado original» era machista y trasnochada, al otorgar protagonismo al género femenino, pero solamente como culpable de todos los futuribles problemas del universo, dejando a la mujer en un plano de sumisión y dependencia respecto del hombre en todo lo demás. Adán también está indignado con esta teoría, que le pone, en sus propias palabras, como un tontolaba sin criterio que hace lo que dice la parienta sin rechistar. Total, que nuestra amiga reptil nos entregó, previa petición, no solo la famosa manzana, sino media docena más, tres plátanos y dos peras por si nos entraba hambre durante el viaje.
Hace algunos días, Adán me dijo que el auténtico paraíso no era más que la ilusión de envejecer juntos: es un hombre divino, un auténtico cielo. Me parece increíble la conexión que tenemos llevando solo una luna juntos. Por cierto; antes de abandonar voluntariamente el Edén –que quede claro, no nos echan, sino que nos vamos– en busca de un lugar en el que poder desarrollarnos y crecer individual y conjuntamente, hemos intentado despedirnos de Dios, pero no habíamos caído en que hoy es el séptimo día de la Creación y se está echando la siesta. No hemos querido despertarlo. Tanto los animales marinos como las criaturas terrestres y aladas, que llevan ya un par de días por aquí, nos han avisado de que, si le interrumpimos el sueño, podría levantarse de un humor apocalíptico y por eso no creemos que sea el momento adecuado para darle «la buena nueva». Es por ello por lo que le hemos dejado una nota que dice así: «Gracias por todo, pero hemos decidido vivir de otra manera. Esperamos que, si no lo comprendes, al menos aceptes este cambio de planes. Ojalá nos volvamos a ver; quizá en otra vida».
El undécimo mandamiento
–Ave María purísima.
–Sin pecado concebida.
–Padre, confieso que he pecado.
–Adelante hija, te escucho.
–Pues verá, padre, esta noche no he pegado ojo. Tomás, el pequeño, no ha parado de llorar. Tenía mucha fiebre y no podía salir a comprarle Apiretal. Estaba sola con los cuatro, que al dormir en la misma habitación también se han despertado con los gimoteos del renacuajo. Su padre ha llegado de madrugada y le he pedido por favor que no se acostara según entraba en la casa, sino que intentara aguantar el sueño unos minutos porque tenía que salir a buscar una farmacia de guardia. Pero estaba borracho, como siempre, y se ha quedado dormido en el sofá, aunque antes ha tenido tiempo de decirme que allá me las apañara, que él bastante hacía con trabajar todo el puto día para pagar la casa y lo que tragaban «esos cabrones». De paso me ha prohibido quejarme porque tenía que estar agradecida por dejarme vivir bajo su techo cuando ya no valía ni para echarme un polvo.
–Hija mía…
–Déjeme terminar, por favor, padre. Total, que he tenido que recurrir a Pilar, la vecina del tercero, que padece insomnio y tenía la luz del salón encendida, para pedirle un paracetamol y dárselo disuelto en agua con una jeringuilla. Me ha preguntado qué me había pasado en el ojo, y la verdad que no sé por qué pregunta, ya que en esta casa las paredes y los techos son de papel y se oye todo y ella tiene el dormitorio justo debajo del mío y sabe perfectamente lo que ocurre. Le he contestado lo que quería escuchar: que me he caído, porque, si le llego a decir la verdad, podría irse de la lengua y como le llegue a mi marido el chisme por algún lado –perdone la expresión, padre– me revienta a hostias, como él dice, y a ver dónde voy yo con cuatro críos y sin un euro. Trato de que se ponga el preservativo, pero él dice que eso es para las putas y que yo soy su mujer y grita para que me calle la boca y yo cierro los ojos y me dejo hacer porque si le discuto se pone más violento y es peor... Pero no se alarme, padre, que lo del preservativo no es porque no me gusten los niños –son lo mejor del universo y lo que me da razón y fuerzas para seguir viviendo–; es porque tengo una infección ahí abajo y me da que el desgraciao me ha pegado algo, que viene oliendo no solamente a alcohol, sino también a perfume barato.
–Tienes que hablar con él; la comunicación es muy importante y la única manera de solucionar los problemas y aliviar las tensiones.
–¿Comunicarse? Mire padre, esta mañana, cuando ha despertado, después de ducharse y afeitarse se ha sentado en la cocina y me ha dicho que el café estaba frío, que no había quien se tragara esa mierda y que a ver si me arreglaba un poco, que las mujeres pellejas y acabadas como yo lo mínimo que tenían que hacer en esta vida es esforzarse por no resultar repugnantes. Luego se ha pegado un trago de coñac y se ha largado dando un portazo. Los niños saben que hasta que su padre no se vaya no pueden salir y deben quedarse en la habitación. Por ahora no la ha tomado con ellos, pero al tiempo, y entonces padre, le juro que como les ponga una mano encima...
–Hija, tranquilízate, por favor. No vayas a hacer una locura. El ojo por ojo no lleva a ningún sitio.
–Lo sé, padre, lo sé, pero es que yo hace ya mucho tiempo que no voy a ninguna parte.
–...
–Donde sí que necesito ir ahora mismo es al médico, porque la herida del ojo se me ha infectado y se ha puesto muy fea. Pero sé que en el momento en el que me vea el doctor avisará a la Policía y de ahí al juzgado, y entonces ya la hemos liado; si mi marido se entera de que he hablado con la Policía me mata, aunque, que Dios me perdone, padre, quizás eso lo solucionaría todo. Muy a menudo deseo morirme, que esto se acabe de una vez por todas…
–No digas eso, hija. Reitero mis palabras: habla con tu marido, hay que dialogar, es una mala racha, todos los matrimonios pasan por momentos difíciles, pero se superan con dialogo y con amor. Piensa en los pequeños; ellos no son culpables de nada y tienen derecho a tener un padre y una madre, una familia como Dios manda...
–Mire, padre, no le pido que lo comprenda; con que me escuche me doy por satisfecha. No hay un día en el que no desee morir, sí, pero veo la cara de mis hijos y solo por ellos sigo adelante. Lo que sí hago con cada vez más frecuencia es imaginar la muerte de mi marido; fantaseo con que llega un día en el que le atropella un coche, le da un infarto o simplemente… desaparece, y entonces descanso, dejo de temblar cada vez que chasca la cerradura de la puerta de la calle, o cuando se acerca, o simplemente me mira...Y no vuelva a decirme que piense en mis hijos, porque son lo único que me importa y nunca consentiré que se conviertan en objetos de esa ira que tiene y que no sé de dónde viene. Una cosa tengo clara, padre: mientras esté yo aquí, eso no sucederá jamás, ¿me entiende, padre?, jamás. ¡Lo juro por Dios y por la Virgen!
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